domingo, 19 de febrero de 2017

CAPITULO 6 (SEGUNDA HISTORIA)





Paula vio por el retrovisor que Pedro se detenía al principio del camino. Dudó, y se preguntó si no habría debido invitarle a entrar y que se tomara un café antes de dejar que diese media vuelta y regresase a su casa.


Es lo que habría debido de hacer (lo mínimo que podía haber hecho), pero ya era demasiado tarde. Por otro lado, ya estaban bien las cosas de esa manera.


No era prudente invitar a entrar a un amigo de la familia que marca un explosivo diez en tu chispómetro, sola y de noche por añadidura. Sobre todo cuando todavía notaba la punzada en el estómago de aquel absurdo momento bajo el capó del coche en el que le habían entrado ganas de besarlo. Se habría puesto en ridículo.


No, no habría sido lo correcto.


Deseó poder ir a contarle el maldito embrollo a Carla, Laura o Maca. Mejor aún, a las tres juntas. Pero eso estaba fuera de lugar. Había cosas que no podían compartirse, ni siquiera con las mejores amigas del mundo.


Sobre todo cuando estaba claro que Pedro y Maca habían tenido una aventura unos años antes.Sospechaba que Pedro se había enrollado con un montón de mujeres.


No iba a echárselo en cara, pensó mientras aparcaba. A ella le gustaba la compañía de los hombres. Le gustaba el sexo.


Y, a veces, una cosa llevaba a la otra.


Además, ¿cómo alguien podía pretender encontrar el amor de su vida sin buscarlo?


Apagó el motor, se mordió el labio y dio una vuelta a la llave del contacto. El coche hizo unos ruidos muy desagradables y pareció dudar, pero al final arrancó.


Eso debía de ser una buena señal, decidió la joven apagando el motor. De todos modos, lo llevaría al taller... tan pronto como pudiera.


Tendría que preguntarle a Carla, que siempre estaba enterada de todo, lo del mecánico.


Entró en casa, tomó una botella de agua y se la llevó al piso de arriba. Por culpa de Samuel y de la estúpida batería no lograría acostarse a la disciplinada hora de las once, pero podría hacerlo a medianoche. Y eso significaba que no tenía ninguna excusa para perderse la sesión de gimnasia que había planeado a primera hora de la mañana.


Ninguna excusa, se advirtió a sí misma.


Dejó el agua en la mesilla de noche, junto a un pequeño jarrón de fresias y, al ir a desnudarse, se dio cuenta de que todavía llevaba puesta la chaqueta de Pedro.


—Oh, maldición.


Olía tan bien, pensó. El cuero y Pedro.


Ese aroma no le ayudaría a tener sueños apacibles. Por eso dejó la chaqueta en el otro extremo de la habitación, en el respaldo de una silla. El paso siguiente sería devolvérsela, pero ya se ocuparía de eso más adelante.


Quizá alguna de las chicas tendría que ir a la ciudad por algún asunto y podría acercársela. No era un acto de cobardía pasarle el marrón a otra. Era actuar con eficiencia.


La cobardía no tenía nada que ver con aquello. Veía a Pedro muy a menudo.


Continuamente. Solo que no veía por qué tenía que hacer el viaje aposta si otra podía ir en su lugar. Seguro que él tenía alguna chaqueta más. Era improbable que necesitara esa en concreto, y a la mañana siguiente. Si fuera tan importante para él, no la habría olvidado.


Era culpa de Pedro.


Pero ¿no había dicho que ya se ocuparía de eso más adelante?


Se puso un camisón y entró en el baño para empezar su ritual nocturno.


Desmaquillarse, tonificar e hidratar la piel, y luego cepillarse los dientes y el pelo. Esa rutina y su bonito cuarto de baño
acostumbraban a relajarla. Le encantaban los colores alegres, su preciosa bañera aislada, el estante de botellas color verde claro, que siempre llenaba con flores, las que tuviera a mano.En ese momento eran unos narcisos diminutos en homenaje a la primavera, aunque sus alegres corolas parecían sonreírle con suficiencia. 


Malhumorada, apagó la luz de un manotazo.


Siguiendo el ritual, quitó el conjunto de almohadones y los cojines bordados de la cama y esponjó las almohadas. Se acostó y se acurrucó para disfrutar de las sábanas suaves
y blandas en contacto con su piel, del aroma de ensoñación de las fresias perfumando el aire y...


«¡Mierda!» Todavía percibía el olor de su chaqueta.


Suspirando, se puso boca arriba.


¿Y qué? ¿Qué había de malo en tener pensamientos lujuriosos con el mejor amigo del hermano de su mejor amiga? Ni que fuera un delito. Los pensamientos lujuriosos eran lo más normal del mundo. De hecho, era positivo tenerlos. Saludable incluso. Le encantaba tener pensamientos lujuriosos.


¿Por qué una mujer normal no podía tener pensamientos lujuriosos con un hombre sexy y fantástico que tenía un cuerpo impresionante y unos ojos como cuando el humo se confunde en la neblina?


Estaría loca si no los tuviera.


Ahora bien, ponerse manos a la obra... eso sí sería una locura. Pero tenía todo el derecho del mundo a soñar despierta.


Paula se preguntó cómo habría reaccionado Pedro si se le hubiera acercado unos centímetros más bajo el capó del coche y lo hubiera besado.


Como todo hombre, supuso que le habría seguido la corriente. Y se lo habrían pasado de fábula en la cuneta, bajo la nieve, fundidos en un ardoroso abrazo. Los dos cuerpos febriles, el corazón latiendo con fuerza mientras la
nieve caía sobre ellos y...


No, no, ya empezaba a adornarlo. ¿Por qué siempre acababa así, convirtiendo la sana lujuria en una historia de amor? Aquel era su problema, y su origen sin duda era la maravillosa y romántica historia de amor que habían vivido sus padres. ¿Cómo no iba a desear algo parecido?


«Olvídalo», se ordenó a sí misma. Con Pedro no funcionaba lo de «y vivieron felices y comieron perdices». Valía más dejarlo todo en el plano de la lujuria.


Estaban excitados, abrazándose en la cuneta, pero... Pero tras ese impulsivo beso, un beso electrificante, sin duda, se habrían sentido incómodos y avergonzados.


Se habrían visto obligados a disculparse o a bromear para quitar hierro al asunto. Y todo habría resultado extraño y forzado.


Era demasiado tarde ya para tomar el camino de la lujuria. 


Ellos dos eran amigos, casi familia. Y una no trata de ligarse a sus amistades o a los miembros de la familia. Se sentía mejor, infinitamente mejor, si se guardaba para sí misma sus pensamientos mientras seguía buscando el amor verdadero.


El amor que duraba toda la vida.





CAPITULO 5 (SEGUNDA HISTORIA)




Pedro cogió un puñado de cacahuetes, se puso a charlar con un grupo de amigos y observó a Paula mientras esta guiaba al Joven Ejecutivo de Turno entre la gente. Estaba...
irresistible, pensó.


Irresistible no solo porque era sexy, tenía los ojos almendrados, era curvilínea, tenía una piel dorada, una melena ondulada y unos labios suaves y carnosos, cosas de por sí devastadoras, sino porque a eso había que añadir el calor y la luz que parecían emanar de ella. Menuda combinación la de esa mujer.


Por otro lado, tuvo que recordarse, era la hermana honoraria de su mejor amigo.


En cualquier caso, era raro verla sin su pandilla habitual de amigas, familiares o gente variopinta alrededor. O, como ahora, con algún que otro admirador.


Cuando una mujer tenía el aspecto de Paula Chaves, siempre la rondaba alguien de cerca.


De todos modos, no hacía ningún daño por mirar. Pedro era un hombre que valoraba las líneas y las curvas... tanto en los edificios como en las mujeres. A su juicio, Paula era casi perfecta arquitectónicamente. Por eso se dedicó a pelar cacahuetes fingiendo que seguía la conversación y la observó mientras se deslizaba y contoneaba por la sala.


La manera en que se detenía, saludaba, hacía pausas, reía o sonreía parecía espontánea, pensó. Pero a lo largo de los años Pedro había hecho una especie de estudio sobre ella y supo que Paula se movía con un propósito.


Picándole la curiosidad, cambió de grupo para no perderla de vista.


Ese tipo, el tal Samuel, no paraba de acariciarle la espalda y de cogerla por los hombros. Ella le sonreía mucho, le reía las
gracias mirándole por debajo de aquellas largas pestañas pero, ah, en su lenguaje corporal (también había hecho un estudio de su cuerpo) no había acuse de recibo.


Oyó que ella llamaba —«¡Adriana!»— y que seguía caminando con esa risa suya que hacía hervir la sangre para ir a abrazarse con una rubia muy guapa.


Las dos empezaron a charlar, sonriéndose como lo hacen las mujeres, acercándose la una a la otra para examinarse
(sin duda) antes de decirse lo guapas que estaban.


«Estás fantástica.» «¿Has adelgazado?»


«Me encanta tu pelo.» Según tenía observado, ese ritual femenino en concreto tenía diversas variantes, pero el tema siempre era el mismo.


En ese momento Paula se colocó de lado de tal manera que el hombre y la rubia quedaron frente a frente.


Entonces lo comprendió, por la manera en que ella se desplazó unos centímetros, alzó una mano al aire y dio unos golpecitos en el brazo a Samuel. Quería aparcar a ese tío y pensó que la rubia lo distraería.


Cuando Paula se esfumó en dirección a la cocina, Pedro levantó la cerveza brindando por ella.


«Bien jugado, Paula —pensó—. Bien jugado.»



***

Pedro se marchó temprano de la fiesta.


Tenía un desayuno de trabajo a las ocho y un día muy completo con inspecciones y visitas de obra. En algún momento de la jornada, o al día siguiente, tendría que buscar un hueco para sentarse a su mesa de dibujo y darle vueltas a la ampliación que Maca quería hacer en su estudio ahora que se había prometido a Sebastian y los dos vivían juntos.


Sabía cómo hacerlo sin violentar las líneas y los volúmenes del edificio, pero quería poner todo eso sobre el papel y barajar un poco sus ideas antes de mostrarle el resultado a Maca.


Le resultaba extraño que Maca fuera a casarse, y que además lo hiciera con Sebastian.


Era imposible no simpatizar con él, pensó Pedro. Apenas se habían movido en los mismos círculos cuando ellos dos y Dani estudiaban en Yale. Pero el tipo le caía bien.


Además, sabía poner un brillo especial en los ojos de Maca. Y eso decía mucho a su favor.Con la radio a todo volumen, repasó mentalmente las distintas ideas que se le habían ocurrido para crear un nuevo espacio para el despacho de Sebastian donde pudiera dedicarse... a lo que fuera que se dedicaban los catedráticos de literatura en los despachos de sus casas.


Mientras conducía, la lluvia que durante todo el día había caído de forma intermitente se transformó en aguanieve. «Abril en Nueva Inglaterra», pensó.


Sus faros iluminaron a un coche que estaba aparcado en la cuneta y a una mujer, de pie, frente al capó levantado y con los brazos en jarras.


Pedro se detuvo, salió del coche y, metiéndose las manos en los bolsillos, se acercó despacio a Paula.


—Cuánto tiempo sin vernos.


—Maldita sea. Se ha muerto. Se ha parado —protestó Paula con aspavientos y tan irritada que Pedro dio un paso atrás con cautela para evitar que le diera con la linterna que blandía en una mano—. Además está nevando. ¿Te lo puedes creer?


—Ya lo veo. ¿Has comprobado la manecilla de la gasolina?


—No me he quedado sin gasolina. No soy imbécil. Es la batería o el carburador. O uno de estos manguitos, o estas correas...


—Sí, eso reduce el campo de acción.


Paula suspiró hondo.


—Maldita sea, Pedro, soy florista, no mecánica.


Su frase le arrancó una carcajada.


—Esta sí que es buena. ¿Has llamado a la asistencia en carretera?


—Ahora llamaré, pero he pensado que antes tendría que echar un vistazo por aquí, por si se trata de algo simple y fácil. ¿Por qué no simplifican lo que va metido ahí dentro para ahorrar problemas a los que conducimos?


—¿Por qué las flores tienen unos nombres en latín tan extraños que son imposibles de pronunciar? Has dado con
preguntas fundamentales. Anda, deja que eche un vistazo. —Pedro tendió la mano para que ella le pasara la linterna—. Caray, Paula, estás temblando.


—Me habría abrigado más si hubiera sabido que terminaría de pie y como una imbécil junto a la carretera, en plena noche y bajo una tormenta de nieve.


—Apenas nieva —remató Pedro quitándose la chaqueta y ofreciéndosela.


—Gracias.


Paula se arrebujó dentro de la prenda mientras él se inclinaba bajo el capó.


—¿Cuándo fue la última vez que pasaste la revisión?


—No lo sé. Hace tiempo.


Pedro la miró, y sus ojos grises humo la observaron con severidad.


—Ese «hace tiempo» debe de ser nunca. Los cables de la batería están oxidados.


—¿Qué significa eso? —Paula dio un paso adelante y metió la cabeza bajo el capó como él—. ¿Puedes arreglarlo?


—Puedo...


Pedro volvió la cabeza y Paula también.


Lo único que Pedro alcanzó a ver fueron unos ojos castaños y aterciopelados y, por un momento, perdió la facultad del habla.


—¿Qué? —dijo Paula, y su aliento se posó cálido sobre sus labios.


—¿Qué? —Eso, ¿qué diablos estaba haciendo? Se irguió retirándose de la zona de peligro—. Lo que... lo que puedo hacer es arrancarlo con las pinzas para que llegues a casa.


—Ah, vale. Bien. Me parece bien.


—Luego tendrás que llevar este cacharro a que lo arreglen —dijo Pedro.


—Por supuesto. Será lo primero que haga. Te lo prometo.


La voz de Paula sonaba algo trémula y ese detalle le recordó que hacía frío.


—Métete en el coche mientras engancho las pinzas. No enciendas el motor, no toques nada hasta que yo te lo diga.


Pedro dio la vuelta a su coche hasta que este quedó situado frente al de Paula. Sacó las pinzas eléctricas y ella aprovechó para volver a salir del automóvil.


—Quiero ver lo que haces —le explicó —. Por si alguna vez tengo que hacerlo yo.


—Muy bien. Pinzas eléctricas, baterías. Polo positivo y negativo. Vale más que no los confundas porque si los conectas mal... — Pedro enganchó una pinza a la batería, soltó una exclamación como si lo estrangularan y empezó a temblar.


Paula, en lugar de ponerse a chillar, se rió y le dio un manotazo en el brazo.


—Idiota. Tengo hermanos. Conozco vuestros jueguecitos.


—Tus hermanos habrían tenido que enseñarte a arrancar un coche sin batería.


—Creo que ya lo hicieron, más o menos, pero no presté atención. Llevo un juego de esas pinzas en el maletero, y también otras cosas para emergencias. Pero nunca he tenido que utilizarlos. Lo que hay bajo tu capó brilla más que en el mío —añadió mirando con el ceño fruncido el motor.


—Incluso el hollín brilla más que tu coche.


Paula soltó un bufido.


—Después de lo que acabo de ver, no te lo discutiré.


—Entra y arranca.


—¿Que arranque el qué? Era broma...


—Ja, ja, ja. Cuando el motor arranque, en el supuesto de que lo haga, no apagues el contacto.


—Entendido. —Paula se metió en el coche y cruzó los dedos antes de dar la vuelta a la llave. El motor tosió, roncó, le arrancó una mueca a Pedro y se puso en marcha con un
gruñido.


Paula sacó la cabeza por la ventanilla y le sonrió.


—¡Ha funcionado!


Pedro le cruzó por el pensamiento la idea de que con toda esa energía, su sonrisa podría encender un centenar de baterías agotadas.


—Dejaremos que cargue un rato y luego te seguiré hasta tu casa.


—No es necesario. No te pilla de camino.


—Te seguiré a casa para asegurarme de que no se te escacharra por el camino.


—Gracias, Pedro. Solo Dios sabe el mal rato que habría pasado aquí fuera si no hubieras aparecido tú. Estaba maldiciendo mis huesos por haber ido a esa endemoniada fiesta, porque lo que me apetecía hacer esta noche era relajarme con una peli y acostarme temprano.


—¿Y por qué has ido?


—Porque soy débil —respondió ella encogiéndose de hombros—. Samuel no tenía ningunas ganas de ir solo y, en fin, a mí me gustan las fiestas. Por eso pensé que estaría bien quedar con él allí y pasar una horita juntos.


— Ajá. ¿Cómo han ido las cosas entre él y la rubia?


—¿Perdón?


—La rubia que le has enchufado.


—No se la he enchufado. —Paula apartó la vista y luego volvió a mirarlo a los ojos—. Vale, sí lo he hecho, pero solo porque pensaba que se gustarían. Cosa que ha ocurrido. Habría pensado que había valido la pena el esfuerzo de salir esta noche si no hubiera terminado averiada en la cuneta. No me parece justo. Y ahora me da un poco de vergüenza porque te has dado cuenta.


—Al contrario, me has dejado impresionado. Eso y la salsa han sido las cosas que más me han gustado de la fiesta. Voy a quitar las pinzas. Veamos si ha recargado bien. Si funciona, espera a que entre en mi coche antes de ponerte a conducir.


—Vale. Pedro, te debo una.


—Sí, me la debes. —Pedro le sonrió.


Al ver que el coche de Paula seguía en marcha, cerró el capó y luego bajó el suyo.


Echó las pinzas de la batería en el interior del maletero, se acomodó tras el volante y encendió los faros para indicarle que empezara a moverse.


La siguió bajo el encaje de fina nieve mientras intentaba no pensar en ese momento en que, bajo el capó, su aliento le había rozado con calidez los labios.


Paula tocó el claxon en señal amistosa cuando llegó al camino particular de la propiedad de los Brown. Pedro aminoró la marcha y se detuvo. Se quedó contemplando los faros traseros de su coche, que, internándose en la oscuridad, desaparecieron tras la curva que conducía a la casa de invitados.


Permaneció un rato allí, a oscuras, y luego dio la vuelta y se marchó a casa.