miércoles, 8 de marzo de 2017
CAPITULO FINAL (SEGUNDA HISTORIA)
Las tres mujeres, cogidas por la cintura, estaban en la terraza del tercer piso, mirándolos. Detrás, la señora Grady
suspiraba.
Maca sollozó y Carla metió la mano en el bolsillo y sacó un paquete de pañuelos de papel. Le ofreció uno a Maca, otro a Laura, otro a la señora Grady y ella se quedó con el último.
—Qué hermoso... —acertó a decir Maca —. Son guapísimos. Mirad la luz, la pátina plateada de la luz, y la sombra que proyectan las flores, su resplandor, y la silueta de Paula y Pedro.
— Estás pensando en términos fotográficos —comentó Laura enjugándose las lágrimas—. Y ahí hay una auténtica
historia de amor.
—No veo fotografías, sino momentos. Este es el momento de Paula. Su mariposa azul. No deberíamos estar mirando. Si nos ven, lo echaremos todo a perder.
—Solo aciertan a verse el uno al otro. — Carla tomó a Maca de la mano, y también a Laura, y sonrió cuando notó la mano de la señora Grady en su hombro.
El momento era tal y como debía ser.
Y siguieron observándolos, mientras Paula bailaba en una cálida noche de junio, a la luz de la luna, en el jardín, con el hombre al que amaba.
CAPITULO 57 (SEGUNDA HISTORIA)
Trabajó hasta tarde, sola, como hacía últimamente la mayoría de las noches. Paula pensó que eso tenía que acabar. Echaba de menos a la gente, conversar, ir de acá para allá. Casi estaba lista para abandonar la zona de seguridad en la que se había refugiado, para que le diera el aire, dijera lo que tenía que decir y volviese a ser ella misma.
Se dio cuenta de que ella también echaba de menos a la Paula de siempre.
Una vez terminado el arreglo floral, lo llevó a la cámara y regresó para limpiar su zona de trabajo.
Oyó que alguien llamaba a la puerta y se detuvo en seco.
Supo, antes de ir a abrir, que sería Pedro. Nadie ganaba a Carla en eficiencia.
Allí estaba él, con una brazada de dalias de un rojo salvaje.
Le dio un vuelco el corazón.
—Hola, Pedro.
—Paula. —Pedro suspiró—. Paula... me doy cuenta de que es una frivolidad traerte flores para templar los ánimos, pero...
—Son preciosas. Gracias. Entra.
—Hay muchas cosas que quiero decirte.
—Iré a ponerlas en agua. —Paula se volvió de espaldas y fue a la cocina a buscar un jarrón, una mezcla de una solución nutricional para las plantas y unas tijeras de podar—. Sé que quieres hablar conmigo, pero yo necesito decirte algo primero.
—De acuerdo.
Paula se puso a cortar los tallos bajo el agua.
—Primero quiero disculparme.
—No digas eso. —En su tono de voz asomó un deje de rabia—. Ni se te ocurra.
—Quiero disculparme por mi comportamiento, por lo que te dije. En primer lugar, porque cuando me calmé, me di cuenta
de que estabas agotado, malhumorado... y no te encontrabas bien. Y yo, deliberadamente, traspasé los límites.
—No quiero que te disculpes, por favor.
—Pues voy a hacerlo, o sea que te aguantas. Estaba enfadada porque no me dabas lo que yo quería. —Paula dispuso las flores una a una—. Tendría que haber respetado tus límites y no lo hice. Estuviste muy desagradable, y en eso tuviste tú la culpa, pero yo te presioné, y ahí la culpable fui yo. Sin embargo, lo importante es que nos prometimos que seguiríamos siendo amigos, y yo no mantuve mi promesa. Falté a mi palabra y lo siento.
Paula lo miró a los ojos.
—Lo lamento mucho, Pedro.
—De acuerdo. ¿Has terminado?
—No del todo. Sigo siendo amiga tuya. Lo que ocurre es que necesito un poco más de tiempo. Para mí es importante que sigamos siendo amigos.
—Paula... —Pedro acercó su mano a la de ella, que reposaba sobre la mesa de trabajo, pero Paula la apartó y empezó a arreglar las flores.
— Son preciosas de verdad. ¿Dónde las has comprado?
—En la tienda de tu mayorista. Les llamé y les supliqué. Les dije que eran para ti.
Paula sonrió, pero se zafó de sus caricias.
—¿Lo ves? ¿Cómo no vamos a ser amigos si se te ocurren esta clase de cosas? No quiero que haya resquemores entre los dos. Seguimos queriéndonos. Dejemos lo otro al margen.
—¿Eso es lo que quieres?
—Sí, es lo que quiero.
—Muy bien. Supongo que ahora me toca a mí hablar de lo que quiero. Vayamos a pasear. Necesito que me dé el aire antes de empezar.
—Claro. —Satisfecha de sí misma, Paula dejó las tijeras y el jarrón.
Al salir al exterior, se metió las manos en los bolsillos. Era capaz de enfrentarse a eso, se dijo a sí misma. Lo estaba consiguiendo, y con nota. Pero no podría seguir adelante si él la tocaba. No estaba preparada para eso, todavía no.
—Esa noche —empezó a decir Pedro—, estaba agotado y cabreado, y además me encontraba mal. Pero llevabas razón en lo que me dijiste. No me había dado cuenta de lo que me estaba pasando. En realidad, no lo sabía. Ignoraba que había levantado un escudo o trazado unos límites. He estado pensando en eso desde entonces, en mis motivos. Y lo único que se me ocurre es la separación de mis padres. Cuando me fui a vivir con mi padre, siempre había cosas de otras mujeres esparcidas en el baño, por todos lados. Me molestaba. Se habían separado, pero...
—Se trataba de tus padres. Con razón te sentías molesto.
—Nunca superé su divorcio.
—Oh, Pedro.
—Es otro cliché, pero es lo que hay. Era un niño y vivía ajeno a todo eso, y un día... Ellos se amaban y eran felices. Y luego dejaron de amarse, y de ser felices.
—No es fácil, eso de cortar por lo sano.
—Hablas en boca de la lógica, de la razón. Pero no fue eso lo que sentí. No hace mucho he comprendido que ambos fueron capaces de comportarse civilizadamente, de vivir con alegría y bondad por separado, sin declararse la guerra ni convertirme a mí en una víctima. Y yo tergiversé todo eso y pensé que no era bueno hacer promesas, que no debía construirme un futuro porque los sentimientos pueden cambiar y las relaciones terminan.
—Eso es posible. No andas equivocado, pero...
—Pero... —la interrumpió Pedro—. Déjame hablar, deja que te lo cuente. Pero si no puedes confiar en ti mismo y en tus
propios sentimientos, y nunca te arriesgas, ¿de qué te va a servir? Hay un salto, y me imagino que si lo asumes, si decides que ahora es el momento, tienes que decirlo en serio. Y vale más que estés seguro, porque no se trata solo de ti. Ni del momento presente. Tienes que estar convencido para dar ese salto.
—Tienes razón. Ahora entiendo mejor por qué las cosas... Bueno, el porqué.
—Puede que los dos lo hayamos comprendido. Siento que te encontraras a disgusto en casa. Y siento que creas que
traspasaste los límites queriendo obsequiarme. Porque tendría que haber valorado eso. Y lo valoro —se corrigió—. He estado regando las plantas.
—Muy bien.
—Fuiste... Oh, te he echado tanto de menos... No recuerdo todas las cosas que pensaba que te iba a decir, ni lo que he
ensayado. No lo recuerdo porque te estoy mirando, Paula. Tenías razón. No te valoré lo bastante. Dame otra oportunidad. Por favor, dame otra oportunidad.
—Pedro, no podemos volver atrás y...
—Atrás no, vayamos adelante. —Pedro la tomó por el brazo y la atrajo hacia sí hasta que los dos quedaron de frente—. Hacia delante, Paula. Ten piedad de mí. Dame otra oportunidad. No quiero estar con nadie si no es contigo. Necesito... tu luz —dijo Pedro acordándose de las palabras de Sebastian—. Necesito tu corazón y tu risa. Tu cuerpo, tu cerebro. No me apartes de tu lado, Paula.
—Si lo retomamos aquí, cuando los dos queramos cosas distintas, cuando necesitemos cosas distintas... no sería justo para ninguno de los dos. No puedo.
A Paula se le anegaron los ojos de lágrimas y Jack se acercó todavía más a ella.
—Déjame hacerlo, deja que dé el salto, Paula, porque contigo, creo. Contigo no se trata solo del momento, sino del mañana y de todo lo que eso conlleva. Te quiero. Te quiero.
Cuando la primera lágrima cayó rodando por la mejilla de Paula, Pedro empezó a moverse.
—Te quiero. Estoy tan enamorado de ti que no lo veía. No podía verlo porque estaba inmerso en eso. Lo eres todo para mí. Quédate conmigo, Paula, a mi lado.
—Estoy contigo. Quiero... ¿Qué estás haciendo?
—Bailo contigo. —Pedro se llevó la mano de Paula a los labios—. En el jardín, a la luz de la luna.
Paula se estremeció de alegría. Y todas las fisuras cicatrizaron.
—Pedro.
—Te estoy diciendo que te quiero. Te estoy pidiendo que compartas tu vida conmigo. —Pedro la besó balanceándose y girando sobre sí mismo—. Te estoy pidiendo que me des lo que necesito, lo que quiero, aunque haya tardado mucho en darme cuenta. Te estoy pidiendo que te cases conmigo.
—¿Que me case contigo?
—Cásate conmigo. —El salto fue fácil, y el aterrizaje suave y certero—. Ven a vivir conmigo. Despiértate a mi lado, planta flores en casa, aunque deberás recordarme que las riegue. Haremos planes y los iremos cambiando con el tiempo. Construiremos un futuro para los dos. Te daré todo lo que tengo, y si necesitas más, lo buscaré y te lo entregaré.
Paula oyó el eco de sus propias palabras en el aire perfumado, a la luz de la luna, mientras el hombre al que amaba le hacía girar bailando un vals.
—Creo que acabas de hacerlo. Acabas de regalarme un sueño.
—Di que sí.
—¿Estás seguro?
—¿Crees que me conoces bien?
Sonriendo, Paula parpadeó para desprenderse de las lágrimas.
—Bastante bien.
—¿Te pediría que te casaras conmigo si no estuviera seguro?
—No. No lo harías. ¿Me conoces bien tú a mí, Pedro?
—Bastante bien.
Paula se acercó a sus labios y paladeó el momento de alegría.
—Entonces ya sabes la respuesta.
CAPITULO 56 (SEGUNDA HISTORIA)
Paula superó ese día, y el siguiente también. Montó arreglos florales, elaboró ramos y se entrevistó con varios clientes.
Lloró, y cuando su madre fue a hacerle compañía, reanudó el llanto. Sin embargo, se enjugó las lágrimas y siguió adelante.
Hizo frente a diversos incidentes y consiguió encajar la solidaridad explícita e implícita de sus colaboradoras de trabajo mientras decoraban juntas las salas para una boda. Observó a las novias caminar con las flores que ella les había preparado hasta reunirse al pie del altar con sus amados.
Paula vivió y trabajó, rió y comió, anduvo y habló.
Y a pesar del vacío interior que sentía, a pesar de que nada parecía llenarla, lo perdonó.
Ese día se celebraba la reunión consultiva de mediados de semana, reunión a la que se presentó con unos minutos de retraso.
—Lo siento. Quería esperar a que llegara la entrega para la celebración del viernes por la noche. Tengo a Tiffany clasificando el material, pero quería ver los lirios de agua.
Vamos a usar muchas calas Diosa Verde y quería comprobar el tono con el de las orquídeas antes de ponerla a trabajar.
Se dirigió al mueble de las bebidas y tomó una Pepsi Light.
—¿Me he perdido algo?
—Todavía no. De hecho, podrías empezar tú —le dijo Carla—. La boda del viernes es la más importante de la semana y
las flores acaban de llegar. ¿Algún problema?
—Con las flores, no. Lo hemos recibido todo, y en buenas condiciones. La novia quería un estilo ultracontemporáneo, con un toque funky. Calas Diosa Verde, orquídeas cymbidium, que son fantásticas en la tonalidad amarillo-verdosa, y unas eucharis grandifloras blancas, para que resalten los colores del ramo de la novia. Sus diez damas, sí, habéis oído bien, diez, llevarán tres calas Diosa Verde atadas con una cinta. Y la niña de las flores, un pequeño ramo de grandifloras y unas orquídeas en el pelo. En lugar de prendidos florales o porta ramilletes, la MDNA y la MDNO irán con una sola orquídea cada una. Habrá jarrones en las mesas para todas ellas durante el aperitivo y el banquete.
Paula repasó los documentos de su ordenador portátil.
—Otra vez salen las calas Diosa Verde en las urnas de la entrada, mezcladas con bambú y colas de caballo, orquídeas, cascadas de amarantos colgantes y...
Paula cerró la tapa del ordenador.
—Necesito dejar a un lado las cuestiones de trabajo durante unos minutos. Primero para deciros que os quiero, y que no sé qué habría hecho sin vosotras la semana pasada. Debisteis de terminar hartas de verme alicaída y llorosa al principio.
—Yo sí —dijo Laura alzando la mano, gesto que arrancó la risa de Paula—. De hecho, tu manera de andar deprimida por la vida deja mucho que desear, y en cuanto al lloriqueo, vas a tener que trabajarlo bastante más. Espero que con el tiempo te salga mejor.
—Me esforzaré. Por ahora, se acabó. Estoy bien. Tengo que asumir que, visto que Pedro no se ha dejado caer por aquí ni ha intentado llamarme, enviarme correos o hacerme señales de humo, le habéis advertido que se mantenga al margen.
—Sí —le confirmó Carla—. Eso fue lo que hicimos.
—Os lo agradezco. Necesitaba tiempo y distancia para resolver este asunto y, en fin, para poner las cosas en su sitio. Como tampoco le he visto el pelo a Dani, imagino que
debisteis de pedirle que se abstuviera de venir durante unos días.
—Nos pareció que sería lo mejor — terció Maca.
—Supongo que tenéis razón, pero el hecho es que somos amigos. Somos una familia. Y tenemos que volver a recuperar todo eso. O sea, que si habéis inventado alguna señal para indicar que todo está despejado, podéis enviarla. Pedro y yo somos capaces de acabar con este ambiente enrarecido, si es necesario, para que todos podamos volver a la normalidad.
—Si estás segura de que ya estás preparada...
Paula asintió dirigiéndose a Carla.
—Sí, estoy segura. Bien, volviendo al vestíbulo...
***
Pedro se sentó con sigilo en un reservado del Café de la Amistad.
—Gracias por haberte reunido conmigo, Sebastian.
—Me siento como un espía. Como un agente doble. —Sebastian se quedó contemplando el té verde—. Y, en cierto
sentido, me gusta.
—Dime, ¿cómo está Paula? ¿Qué hace? ¿Qué está pasando? Dímelo, Sebastian, dime lo que sea. Han transcurrido diez días. No puedo hablar con ella, ni verla, ni enviarle mensajes o correos. ¿Cuánto tiempo tendré que...? —A Pedro se le quebró la voz y frunció el ceño—. ¿Soy yo el que está hablando?
—Sí, eres tú.
—Jo... no me soporto a mí mismo — exclamó Pedro mirando a la camarera—. Morfina, que sea doble.
—Ja, ja —respondió ella.
—Prueba con el té —propuso Sebastian.
—No estoy tan mal. Todavía. Un café normal. ¿Cómo está ella, Sebastian?
—Está bien. Ahora mismo andan muy ocupadas. Junio es... una locura, de hecho. Paula dedica muchas horas al trabajo. Todas ellas. Y pasa mucho tiempo en casa. Por las noches alguna de las chicas suele ir un rato a hacerle compañía. Vino su madre, y sé que la escena fue muy emotiva. Maca me lo contó. Ahora te hablo en calidad de agente doble. Paula no comenta nada conmigo. No soy el enemigo exactamente, pero...
—Lo entiendo. Yo tampoco me he acercado a la librería porque no creo que Lucía quiera verme. Tengo la sensación de que tendría que llevar cosida en la ropa alguna especie de signo maldito.
Sumido entre la rabia y la tristeza, Pedro se hundió en su asiento.
—Dani tampoco puede acercarse por allí. Por decreto de Carla. Ostras, como si yo la hubiera engañado, le hubiera dado una paliza o... Sí, ya sé que intento justificarme. ¿Cómo puedo decirle que lo siento si no puedo hablar con ella?
—Puedes practicar lo que le dirás cuando se presente la ocasión.
—A eso le he dedicado muchas horas. ¿A ti te pasa lo mismo, Sebastian?
—En realidad, a mí me dejan hablar con Maca.
—Me refería a...
—Lo sé. Sí, me pasa lo mismo. Ella es la luz. Antes te movías tropezando en la oscuridad, o te las arreglabas más o menos en la penumbra. Ignoras que vives en la penumbra porque siempre ha sido así. Y, de repente, se hace la luz, la ves y todo cambia.
—Si esa luz se apaga o, peor aún, si eres lo bastante imbécil para apagarla tú mismo, entonces la vida se vuelve más oscura que antes.
Sebastian se inclinó hacia delante.
—Creo que para recuperar la luz tienes que darle un motivo. Lo que dices cuenta, pero lo que haces es lo más importante. Creo.
Pedro asintió, y sacó el móvil del bolsillo al oír que empezaba a sonar.
—Es Carla. —Pedro contestó a la llamada—. Vale. Bien. ¿Ah, sí? ¿Está ella...? ¿Qué? Lo siento. De acuerdo. Gracias, Carla... Sí. Voy para allá.
Pedro cerró el teléfono.
—Van a abrirme la puerta. Tengo que ir, Sebastian. Hay cosas que necesito...
—Ve. Ya me encargo yo de esto.
—Gracias. Estoy un poco mareado. Deséame mucha mierda.
—Te deseo mucha mierda, Pedro.
—Creo que la necesitaré. —Pedro se levantó de golpe y salió del local como una exhalación.
Llegó a la mansión a la hora exacta que Carla le había dicho.
No quería que se enfadara con él. Caía la tarde, endulzada por la fragancia de las flores. Las palmas de la mano le sudaban.
Por segunda vez en muchos años, llamó al timbre.
Carla fue a abrir. El traje gris y el moño desenfadado que llevaba en la nuca le indicaron que no había abandonado sus aires de ejecutiva. Solo de mirarla, tan pulcra, tan fresca y encantadora, se dio cuenta de que la había echado mucho de menos.
—Hola, Carla.
—Entra, Pedro.
—Me preguntaba si alguna vez te oiría decir eso.
—Paula está dispuesta a hablar contigo, y yo dejaré que hables con ella.
—¿No vamos a volver a ser amigos nunca más?
Carla lo miró, tomó su rostro entre sus manos y le dio un beso.
—Estás fatal. Y eso dice mucho en tu favor.
— Antes de hablar con Paula, quiero decirte que si llego a perderte, me muero. Si llego a perderos a ti, a Laura y a Maca. Me habría muerto.
Carla le dio un largo abrazo.
—La familia lo perdona todo. —Y lo achuchó antes de soltarlo—. ¿Qué otra alternativa hay? Te daré dos opciones, Pedro, y elige una cuando vayas a hablar con Paula. La primera es que si no la amas...
—Carla, yo...
—No, a mí no me lo digas. Si no la amas, si no puedes darle lo que necesita y quiere (no solo por ella, sino por ti también), rompe sin dudarlo. Ya te ha perdonado y lo aceptará. No le prometas lo que no puedes darle o no quieres darle. Nunca lo superaría, y tú nunca serías feliz. Segunda opción: si la amas, si puedes darle lo que necesita y quiere, no solo por ella, sino también por ti, te diré lo que tienes que hacer, lo que marcará un antes y un después.
—Dímelo entonces.
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