viernes, 24 de marzo de 2017

CAPITULO 52 (TERCER HISTORIA)





El futbolín se le daba fatal. Era tan mala que incluso Sebastian le ganó, y eso resultó humillante de verdad.


De todos modos, barrió a los demás en el juego del millón. 


Tuvo tanta suerte y fue tan hábil que venció a Jeronimo y a Pedro en ese terreno… para disgusto de los muchachos.
¡Qué satisfacción!


En el póquer, cumplió. Sin embargo, Martin y Carla se los estaban llevando a todos de calle mientras competían entre sí en la colchoneta del DDR. Paula tendría que afilar sus cuchillos si quería optar al trofeo.


Cuando vio que Carla y Martin conseguían una doble A al terminar la segunda de las tres rondas, decidió tomar un sorbo de vino.


Mierda, aquello le estaba saliendo fatal.


Posiblemente era un poco retorcida al pensar que la presencia de Martin equilibraba las cosas, pero era cierto. 


Carla era muy capaz de buscarse novio si era eso lo que deseaba, pero ese hombre estaba dándole un toque muy agradable a las vacaciones.


Además, hacían muy buena pareja.


Realmente buena.


Quizá debería pasarse al agua si lo que pretendía, ni que fuera remotamente, era hacer de casamentera.


Se encogió de hombros, tomó un sorbo de vino y se preparó para jugar con la consola Xbox.


Llegó a la ronda final con cinco puntos y empatada con Maca tras liquidar a Jeronimo en el videojuego musical DDR.


—Maldita Wii… —se quejó Jeronimo en voz baja—. Me ha bajado la media.


—Vas en cuarto lugar —dijo Emma poniéndole el dedo en el vientre—. Yo voy la última. Algo le pasa a la máquina del millón, y el mando de la Xbox falla. —Le quitó el cigarro de los dedos—. A ver si esto me da suerte… —Y le dio una calada al puro—. Uf, no me compensa.


Al cabo de cuarenta minutos de jugar al Texas Hold 'Em, Paula recuperó su inversión con una fantástica escalera de color. El bote la situaría en cabeza y eliminaría potencialmente a Emma, a Maca y posiblemente a Sebastian.


Sintió un hormigueo al ver que los jugadores iban pasando uno tras otro en esa mano. Hasta que le tocó el turno a Sebastian. Este se quedó pensativo, sopesó la jugada, en lo que a la joven le parecieron unos minutos interminables, y vio la apuesta.


—Escalera de color con el as de corazones —cantó Paula mostrando sus cartas.


—¡Qué bonito! —comentó Pedro.


—Ah… —Sebastian se ajustó las gafas y adoptó una expresión compungida—. Full de reinas y sietes. Lo siento.


—¡Bravo! —exclamó Maca.


Paula torció el gesto ante el aplauso de su amiga.


—Perdona que lo adule, pero es que vamos a casarnos.


—Podrías ir a ver si está hecha la salsa —intervino Martin.


—Sí, será mejor —afirmó Paula, levantándose airada de la mesa—. Ha sido por culpa del estúpido futbolín.


Se entretuvo un rato removiendo la salsa y luego salió al porche.


La predicción de Maca se había cumplido. Estaba despejado. La lluvia había tardado todo el día en escampar, pero el cielo volvía a ser de un azul radiante. Más tarde saldrían la luna y las estrellas. Sería una noche preciosa para dar un paseo por la playa.


Cuando entró, vio que Emma estaba en la barra sirviéndose una Coca-Cola Light.


—¿Estás eliminada?


—Eliminada estoy.


—Al menos no he quedado yo la última.


—Podría odiarte por lo que acabas de decir, pero me siento magnánima. Jeronimo está a punto de salir con el rabo entre las piernas. El amor no nos ha servido hoy para darnos alas, y la técnica y la suerte se han confabulado contra nosotros, pero ha sido divertidísimo. Ah, ahí viene mi novio. Supongo que ahora tendría que darle ánimos.


La eliminatoria duró media hora, y tardaron unos minutos más en anotar los puntos.


Al final Pedro dejó la tabla de puntuación y cogió el trofeo.


—Señoras y señores, tenemos un empate. Carla Alfonso y Martin Kavanaugh ganan por ciento treinta y cuatro puntos cada uno.


Martin le sonrió a Carla.


—Parece que vamos a repartirnos el botín, Piernas.


—Podríamos desempatar, pero estoy demasiado cansada —dijo ella estrechándole la mano—. Compartamos el trofeo.





CAPITULO 51 (TERCER HISTORIA)





Paula se puso a descargar las bolsas con la alegría de haber descubierto las excelencias del mercado del pueblo. 


Quizá se había pasado un poco, pero estaba tan contenta que no veía ningún mal en ello. Contaba con los ingredientes necesarios para hornear unas tartas, pan, un bizcocho de frutas… y dejar volar la imaginación.


—Creo que está empezando a clarear.


Paula se volvió y vio a Maca, que subía por los escalones de la playa con el chubasquero brillante por el agua de la lluvia.


—Sí, eso es obvio.


—Hablo en serio. Mira hacia allí. —Maca señaló al cielo en dirección este—. Por ahí se abren claros. Ya sabes que soy una optimista.


—Y veo que estás más mojada que un pollo.


—He hecho unas fotos magníficas —le explicó ayudándole con las bolsas—. Teatrales, soñadoras, temperamentales… ¡Caray, esto pesa! ¿Qué has comprado?


—Cosas.


Maca echó un vistazo al contenido de una bolsa y sonrió a Paula con aires de suficiencia.


—Vas a hacer pasteles. Siempre serás una cocinillas.


—Mira quién habla… La Annie Leibovitz del grupo.


—Emma decía el otro día que quiere diseñar un jardín que se adapte a la playa, plantar unas colas de zorro y… no sé qué más. No nos habremos vuelto adictas al trabajo, ¿verdad?


—No, somos mujeres productivas.


—Eso me gusta más —confesó Maca mientras le ayudaba a subir las bolsas—. Lo he pasado fenomenal, y me muero de ganas de descargar las fotos digitales para ver cómo han salido. He filmado también. Me pregunto si costaría mucho convencer a Carla y a Pedro de que monten un cuarto oscuro.


—Carla cree que este lugar es perfecto para organizar bodas en plan informal en la playa.


Maca frunció los labios pensativa.


—Quizá eso sea ir demasiado lejos, aunque… Jo, tiene razón.


—No la animes —le ordenó Paula, cambiándose las bolsas de mano para abrir la puerta. 


En ese momento apareció Pedro.


—Aquí estás —dijo tomando una bolsa de cada una de las chicas—. ¿Nos faltaban provisiones?


—A mí sí.


Pedro dejó las bolsas sobre la encimera y se inclinó para darle un beso a Paula.


—Buenos días. Eh, Macadamia, estás empapada.


—Se están abriendo claros —insistió Maca—. Voy a tomar una taza de café. ¿Has visto a Sebastian?


—Hace un momento. Tenía un libro así de gordo en las manos —especificó Pedro extendiendo el pulgar y el índice.


—Estará ocupado entonces. —Se sirvió una taza y se marchó con un saludo.


—Esta mañana te he echado de menos en la cama —dijo Pedro—. Me he despertado con la lluvia y las olas pensando que me encontraba en el lugar perfecto, pero me faltabas tú.


—He salido en una misión.


—Ya lo veo. —Pedro metió la mano en una bolsa y sacó varios limones—. ¿Vas a preparar limonada?


—Una tarta de limón y merengue y otra de mermelada de cerezas. También quiero hornear pan, y puede que prepare un bizcocho de frutas. Las mañanas de lluvia me inspiran para dedicarme a la repostería.


—Me temo que la lluvia no nos inspira lo mismo de buena mañana


Paula rió sin dejar de vaciar las bolsas.


—Si te hubieras despertado antes, habríamos podido hacer las dos cosas. No, déjame a mí. Sé dónde quiero cada cosa.


Pedro se encogió de hombros y dejó que ella organizara todo.


—Viendo las tartas que me esperan, vale más que me meta en el gimnasio. Si tienes el ticket o te acuerdas de lo que has gastado, dímelo y te lo abonaré.


Paula dejó lo que estaba haciendo.


—¿Por qué?


—No hace falta que compres tú las provisiones —dijo Pedro con aire distraído mientras sacaba una botella de Gatorade de la nevera.


—¿Y tú sí? —No pudo evitar que una ola de calor le recorriera la espalda.


—Bueno, es…


—¿Tu casa?


—Sí, pero iba a decir que es más… democrático, ya que tú pones el trabajo.


—Anoche nadie puso el trabajo cuando salimos todos a cenar y tú pagaste la cuenta.


—Eso fue porque… ¿Qué problema hay? La próxima vez invitará otro.


—¿Crees que me importa tu dinero? ¿Crees que salgo contigo porque puedes invitarnos a cenar y comprar una casa como esta?


Pedro bajó la botella.


—Por Dios, Paula… ¿De dónde has sacado eso?


—No quiero que me devuelvas el dinero. No quiero que me cuides, y puedes meterte el sentido democrático donde te quepa, porque no voy a permitirlo. Soy capaz de pagar mis gastos y puedo comprar las provisiones que se me antojen cuando quiera hacer tartas.


—Vale. Me sorprende que te fastidie tanto mi ofrecimiento de pagar unos limones, pero siendo así, lo retiro.


—No entiendes nada —musitó Paula mientras oía el eco burlón de los consejos de Lourdes—. ¿Cómo vas a entenderlo?


—¿Por qué no me lo explicas?


Paula sacudió la cabeza.


—Voy a preparar unas tartas. Hornear me hace feliz. —Tomó el mando a distancia y puso una emisora de música al azar—. Bueno, ve a hacer ejercicio.


—Ese es el plan. —Pedro dejó la botella en la encimera, tomó su rostro con ambas manos y se quedó mirándola—. Quiero que estés contenta. —La besó, cogió la botella y se fue.


—Lo estaba —murmuró ella—, y volveré a estarlo.


Decidida, Paula empezó a disponer las provisiones y los ingredientes a su modo.


Martin entró en el momento en que ella preparaba una mezcla de harinas para la masa pastelera.


—Me gusta ver a una mujer que sabe gobernar la cocina.



—Me alegro de complacerte.


Martin se acercó a la cafetera, examinó un resto de café y lo echó al fregadero.


—Voy a hacer café. ¿Te apetece?


—No, ya he tomado.


—¿Qué hay de menú?


—Tartas. —Paula notó el retintín de su voz y procuró dulcificarlo—. De merengue con limón y de cereza.


—Tengo debilidad por las tartas de cereza. —Martin encendió la cafetera y se acercó a la superficie de trabajo para observarla—. ¿Usas limones de verdad para preparar el merengue de limón?


—Sí, se terminaron los mangos. —Paula le dedicó una mirada atenta mientras añadía agua helada—. ¿Qué quieres que use?


—Pues… esa cajita que lleva una foto de una porción de tarta.


Paula soltó una carcajada distendida.


—Eso no entra en mi cocina, amigo. El zumo y la piel que utilizo son de limones auténticos.


—¿Qué te parece? —Martin se sirvió un café y hurgó en uno de los armarios—. Oye, aquí hay Pop-Tarts. ¿Te molesta si me quedo a husmear?


Perpleja, Paula dejó de amasar y se quedó mirándolo.


—¿Quieres ver cómo preparo las tartas?


—Me gustaría, pero si te molesto, me largo.


—Si no tocas nada…


—Trato hecho. —Martin tomó un taburete y se sentó al otro lado del área de trabajo.


—¿Tú cocinas?


Martin rasgó el paquete de las Pop-Tart.


—Cuando fui a vivir a Los Ángeles, si no aprendías a cocinar te morías de hambre, y aprendí. Me sale una salsa de tomate de chuparse los dedos. Puede que la haga para cenar, sobre todo si sigue lloviendo.


—Maca dice que amainará.


Martin observó la fina lluvia que seguía cayendo.


—Ya…


—Eso mismo he dicho yo. —Paula tomó el rodillo de amasar. Era de mármol, y adivinó que Pedro lo habría comprado pensando en ella. Se arrepintió de haberlo tratado mal.


Dejó escapar un suspiro mientras espolvoreaba con harina la zona de trabajo.


—Es difícil ser rico.


Paula levantó la cabeza y volvió a observarlo.


—¿Qué?


—Aunque es más difícil ser pobre —añadió Martin sin cambiar de tono—. Yo he sido las dos cosas, podría decirse, y ser pobre es peor. Aunque los ricos tienen sus pegas. Las cosas me iban bien en Los Ángeles. No me faltaba el trabajo y me gané una buena reputación. Había ahorrado un pellizco cuando me herí filmando una escena, y eso acabó con mi suerte. Sin embargo, al final me indemnizaron con una
cantidad indecente de pasta.


—¿Quedaste muy mal herido?


—Me rompí los huesos que me faltaban por romper y otros que ya me había roto antes. —Se encogió de hombros y mordió una galleta—. Lo que quiero decir es que, a mi modo de ver, me salía el dinero por las orejas. Hubo gente que pensó lo mismo que yo y creyó que podría sacarme la pasta. Los ratones salen del agujero cuando huelen el queso, y luego se enfadan si no lo compartes con ellos o si consideran que te pasas compartiéndolo. Aprendí a distinguir lo que es importante de lo que no, y a valorar a quien lo merece.


—Sí, lo imagino.


Pedro siempre ha nadado en la abundancia. Pero su historia es distinta.


Paula dejó de amasar.


—¿Estabas escuchando?


—Pasaba por aquí y me ha parecido oír el final de vuestra conversación. No me apetecía taparme los oídos y ponerme a cantar. Si quieres saber mi opinión…


—¿Por qué iba a interesarme?


El tono glacial con que ella le contestó no pareció afectarle.


—Porque entiendo lo que te pasa. Sé lo que representa tener que demostrar que sabes defenderte solo, llevar las riendas de tu propia vida. Mis orígenes no son los tuyos, pero tampoco somos tan diferentes. A mi madre le gusta hablar —añadió Martin—, y yo le dejo. Por eso conozco un poco tu historia.


Paula se encogió de hombros.


—No es un secreto.


—Es jodido ser el blanco de las críticas, sobre todo cuando se trata de asuntos del pasado que además tienen que ver con tus padres y no contigo.


—Supongo que yo también debería sincerarme y decirte que sé que perdiste a tu padre y que tu madre vino a Greenwich y se puso a trabajar para tu tío. También sé que no te llevabas bien con él.


—Es un cabrón. Siempre lo ha sido. —Martin siguió hablando con la taza de café en la mano—. ¿Cómo haces la capa de masa que va encima? Te queda completamente redonda.


—Es la práctica.


—Sí, casi todo se hace bien con un poco de práctica. —Martin observó en silencio mientras Paula doblaba la masa, la colocaba en un molde y la desdoblaba—. Un aplauso para eso. En fin, mi opinión es…


—Si vas a darme tu opinión, vale más que me eches una mano y deshueses las cerezas.


—¿Cómo?


Paula le dio una horquilla del pelo limpia y ella tomó otra.


—Así. —Para demostrárselo, clavó la horquilla en la base de la cereza hasta que el hueso salió por la parte de arriba.


A Paula se le iluminaron los ojos de puro interés.


—Es tremendamente ingenioso. Déjame probar.


Empezó a deshuesar cerezas con más pericia de la que Paula esperaba. Viendo el resultado, colocó frente a él dos cuencos.


—Aquí, los huesos, y aquí, la fruta.


—Entiendo. —Martin se puso manos a la obra—. Pedro no piensa en el dinero como la mayoría de nosotros. No es que sea tonto, por supuesto. Es generoso por naturaleza; por educación también, si lo que he oído contar de sus padres tiene fundamento.


—Eran unas personas increíbles. Admirables.


—Eso es lo que se dice por ahí. —Martin deshuesaba con rapidez y destreza manipulando la horquilla. Paula estaba impresionada—. Es sensible con los demás, y justo. No es un prepotente, sino que para él el dinero no solo es para disfrutarlo y tener comodidades, sino para construir cosas, para hacer algo importante, para cambiar vidas. Es un tío cojonudo.


—Lo es.


—Además no es un gilipollas, y eso dice mucho en su favor. Oye, no irás a ponerte a lloriquear, ¿verdad? —preguntó Martin con cautela.


—No. No me saltan las lágrimas así como así.


—Bien. A lo que iba: Pedro compra esta casa… Pedro y Piernas.


—¿De verdad vas a llamar Piernas a Carla?


—Tiene un buen par. Los dos hermanos compran la casa para invertir, eso está claro, y para tener un lugar donde pasar las vacaciones. Ahora bien, ¿qué hacen una vez la consiguen? La abren para los demás. Podrían haberos dicho: «Muy bien, nos vamos de vacaciones. Hasta dentro de un par de semanas.» Pero no ha sido así.


—No, eso es cierto. —Paula empezó a mirar a Martin con otros ojos. Ese hombre era comprensivo, y sabía valorar a los demás en su justa medida.


—La casa se llena de gente. A mí me ha costado un poco venir, porque me parecía que me pegaba a vosotros, pero eso es cosa mía. Pedro considera que esta casa hay que aprovecharla. Sin cargas ni ataduras.


—Tienes razón. Toda la razón del mundo.


Los intensos ojos verdes de Martin se cruzaron con los de ella y su mirada comprensiva casi le hizo llorar.


—Lo que ocurre es que no entiende que cada cual carga con lo suyo y tiene sus propias ataduras. Ni lo nota, ni lo ve, porque si no…


—Se enfadaría, o se sentiría insultado.


—Sí, pero a veces las chicas necesitan comprar ellas los limones, y entonces hay que tragarse los enfados y los insultos.


Paula terminó una segunda capa de masa y la colocó en otro molde.


—He de intentar explicárselo. Supongo que ahora me toca a mí.


—Eso parece.


—Justo cuando empezabas a caerme bien… —comentó ella con una sonrisa.


Paula estaba haciéndole una demostración sobre cómo hay que preparar un merengue cuando Emma entró en la cocina.


—Hay un torneo en el salón de juegos dentro de una hora.


—¿Póquer? —preguntó Martin animándose.


—De eso están hablando. Jeronimo y Pedro han organizado una especie de decatlón de juegos, y el póquer va incluido.


Ahora están deliberando sobre la puntuación. ¡Oh, tarta…!


—Todavía no está lista. Cuando la acabe hornearé pan, mientras Martin prepara una salsa de tomate.


—¿Tú cocinas?


—Prefiero jugar al póquer.


—Ah, bueno, si quieres yo…


—Ni hablar —exclamó Paula advirtiendo con un dedo a Martin—. Tú y yo hemos hecho un trato.


—Muy bien, pero el torneo no empezará hasta que yo haya terminado la salsa. Y además no fregaré los platos.


—Me parece justo —accedió Paula—. Tardaremos noventa minutos —le dijo a Emma—. Si los demás participantes quieren cenar esta noche, van a tener que esperarnos.


Paula ajustó el temporizador para calcular el tiempo que tardaría en subir por segunda vez la masa del pan y se lo metió en el bolsillo. Había puesto a enfriar las tartas en una rejilla mientras la salsa de Martin iba cociéndose a fuego lento.


Era un buen plan, teniendo en cuenta que llovía.


Cuando entró en el salón de juegos se fijó en que Pedro y Jeronimo habían conseguido el equivalente a su tarta de limón.


Habían montado varios puestos por toda la estancia e incluso los habían numerado: una mesa de póquer, una videoconsola Xbox, la colchoneta del videojuego musical Dance Dance Revolution y el temido futbolín.


Era muy mala jugando a futbolín.


La gente se había ido asomando a la cocina durante la última hora para ir a buscar algo de aperitivo o de bebida, y ahora en la barra había cuencos de patatas fritas, salsas, queso, fruta y crackers.


Por último habían dibujado una tabla de puntuación y habían anotado los nombres en ella.


—Parece que esto va en serio.


—Las competiciones no son para los sarasas —le dijo Pedro—. Carla ha intentado prohibir que se fumen cigarros en la mesa del póquer y le hemos quitado el mando. Me han dicho que Martin ha preparado algo para cenar.


—Sí. Ese tema está controlado, aunque tendremos que hacer un par de pausas en el juego para ir a comprobar cómo marcha la cocina.


—Me parece justo.


Lo veía justo, pensó Paula, porque ese hombre era justo.


Generoso por naturaleza, como había dicho Martin. Se había tomado muchas molestias. Cierto que había sido en beneficio propio, porque le gustaba jugar, pero también quería que todos lo pasasen bien.


Paula le hizo señas con un dedo indicándole que quería hablar con él en un aparte mientras Maca deliberaba con Jeronimo sobre los videojuegos que elegirían.


—No voy a disculparme por lo que te he dicho, sino por mis maneras.


—Muy bien.


—No quiero que ninguno de los dos dé por sentado que el primero que tiene que sacar la cartera has de ser tú.


Pedro se enfurruñó.


—Yo nunca he dicho eso, y tú tampoco. No es que…


—Eso es lo que importa entonces. —Paula se puso de puntillas y le dio un beso en los labios—. Olvidémoslo. Bastante trabajo vas a tener procurando que no te vapulee en este torneo.


—No tienes ninguna posibilidad. El trofeo del I Torneo Anual de Juegos de Playa Alfonso será mío.


—¿Hay un trofeo?


—Claro que sí. Jeronimo y Carla han hecho uno.


Paula miró hacia donde Pedro señalaba y vio que en la repisa de la chimenea había un trozo de leña o un madero recuperado del mar al que habían colocado estratégicamente unas conchas en forma de un biquini primitivo. Unas algas secas le cubrían lo que parecía ser la cabeza, y en la cara le habían dibujado una mueca fiera y dentuda.


Paula se echó a reír y se acercó para observarlo con detenimiento.


La cosa iba mejor, pensó Pedro. Se le había pasado el enfado. De todos modos, que se le hubiese pasado no significaba que no lo llevara dentro y que en otro momento no volviera a soltarlo.


Había tenido tiempo para reflexionar y creía haber dado con la razón y el origen de su mal humor, o al menos eso le pareció.


También creía que podría averiguar algo más si le sonsacaba algo a alguien.


Miró a Emma, que estaba a cargo del bar.


Decidió darse un poco de tiempo para enfocarlo de la manera adecuada.


—Que empiecen los juegos —propuso Jeronimo a voz en grito, sosteniendo en alto un sombrero—. Que todos cojan un número para la primera ronda