jueves, 23 de marzo de 2017

CAPITULO 49 (TERCER HISTORIA)





Le entraron ganas de hacer unas tartas. Quizá fuera a causa de la lluvia que repiqueteaba en las ventanas y había convertido la playa en una acuarela perlada, o puede que se debiera a que llevaba varios días entrando en la cocina sin hacer otra cosa que preparar café o meter unas palomitas en el microondas.


Paula supuso que le pasaba lo mismo que a Carla cuando esta se escabullía un par de horas para encorvarse frente al ordenador o a Maca saliendo con la cámara en la mano. Incluso Emma había ido a una floristería a comprar género para decorar la casa.


Después de unos cuantos días de dormir a pierna suelta, holgazanear por ahí, dar largos paseos y celebrar torneos de juegos nocturnos, tenía ganas de hundir las manos en una buena masa.


Al revisar la despensa y ver la provisión de productos básicos de repostería que contenía, comprendió que Pedro la conocía bien. Sorprendida, dedujo que debía de haberse fijado en lo que guardaba en su propia despensa, porque los artículos que vio eran de repostería profesional.


Pero Pedro no debía confiarse creyendo que lo sabía todo, pensó Paula, porque lo que le apetecía en esos momentos era hacer unas tartas.


Confeccionó una lista mentalmente, sabiendo que la elección final dependería de lo que encontrara en el mercado, y le dejó una nota a Carla.


Voy al mercado. He tomado prestado tu coche.
P.


Cogió las llaves y el bolso, y salió de la casa dispuesta a correr una inocente aventura





CAPITULO 48 (TERCER HISTORIA)




Vacaciones. Paula las tenía tan presentes que casi podía olerlas y tocarlas. Las vacaciones empezarían cuando aquella celebración terminase de una maldita vez.


Las ceremonias de los domingos por la tarde solían ser de poca envergadura. Fueran sofisticadas o desenfadadas, encopetadas o alocadas, los clientes que reservaban un domingo por la tarde para celebrar una boda o una fiesta de aniversario se inclinaban por un brunch completo o una merienda elegante, y en general terminaban pronto para que los invitados pudieran irse a casa y ver el partido de béisbol o una película.


Aquella, en cambio, no. La última boda antes de paladear la gloria de las vacaciones no terminaría pronto. A las cuatro de la tarde la sala de baile bullía de actividad. Corría el champán. Los novios, unos cuarentones que celebraban segundas nupcias, bailaban los éxitos de otras décadas que ponía el DJ como si fueran un par de adolescentes disfrutando de unas vacaciones escolares.


—¿Por qué no van a casa a echar un polvo? —le preguntó Paula a Emma en voz baja.


—Porque se conocen desde hace tres años y llevan uno viviendo juntos. Seguro que practican sexo cuando les apetece.


—Pero hoy es su noche de bodas, y solo podrán celebrarla en rigor hoy. A medianoche, se acabó el plazo. Deberían disfrutar de su noche de bodas. ¿Crees que es buena idea mencionárselo?


Emma le dio unos golpecitos a Paula en el hombro.


—Una idea muy tentadora, pero habrá que esperar hasta las cinco. —Echó un vistazo al reloj.


—Llevas una tirita con la figura de Campanilla en el dedo.


—¿Verdad que es una monada? Casi compensa que me rebanara el dedo soñando despierta con las vacaciones. En fin, según mi reloj nos quedan cuarenta y nueve minutos, y luego tendremos dos semanas para nosotros, Paula: catorce días en la playa.


—Solo de pensarlo me pican los ojos, aunque si me echo a llorar la gente pensará que me he emocionado con la boda. Tampoco pasaría nada. —Tuvo que obligarse a permanecer quieta—. Todas hemos hecho el equipaje —comentó mirando a Emma con los ojos entornados.


—Yo también, yo también he hecho las maletas.


—Muy bien. Dentro de cuarenta y nueve minutos cargamos los coches. Nos daremos un margen de unos veinte minutos más para cargar las cosas de la playa… y luego hay que contar con las discusiones. Eso da un total de sesenta y nueve minutos. Démosle diez más a Carla, para que compruebe sus listas una y otra vez, y habremos llegado a los setenta y nueve minutos. Hora de salida. Las vacaciones empiezan en el momento de salir a la carretera.


—Es cierto —respondió Emma sonriéndole a un grupo de invitados que iba al bar—. Nos quedan setenta y ocho. En dos horas más nos plantaremos en la playa y tomaremos unos margaritas helados. Pedro habrá preparado los cócteles, ¿verdad?


—Más le vale. ¿Para qué ha ido a la playa, si no?


—Mujer, alguien tenía que adelantarse para abrir la casa, comprar provisiones y asegurarse de que todo esté en orden.


—Ya. Imagino que debe de estar tumbado con una cervecita, pero intentaré no echárselo en cara. Si me conformo es porque dentro de ciento noventa y ocho minutos, más o menos, habremos llegado. Mierda, tendremos que cambiarnos. Añade otros veinte minutos. Doscientos dieciocho…


—Diecisiete —rectificó Emma—, y que conste que no somos de las que siempre están mirando el reloj…


—Nos tomaremos los margaritas, y nuestra única preocupación será pensar qué preparamos para cenar. —Paula pellizcó a Carla en el brazo cuando esta se les acercó.


—¡Ay!


—Era para asegurarme de que no estamos soñando. Hemos empezado la cuenta atrás en la intimidad. Faltan doscientos diecisiete minutos para tomarnos unos margaritas en la playa.


—Doscientos setenta y siete. Acaban de pedirme la hora extra.


Los grandes ojos castaños de Emma se entristecieron como los de un cachorro hambriento.


—Oh, Carla…


—Ya lo sé, ya lo sé… pero lo han decidido así, es su dinero… y no podemos negarnos.


—Alguien podría llamar avisando de una amenaza de bomba. Era una sugerencia —dijo Paula cuando Carla la miró con frialdad—. Empezaré a llevar los regalos a la limusina. Así pasará más rápido el tiempo. Si me necesitas, hazme una señal.


Se entretuvo supervisando la carga y colaborando en persona en el traslado de regalos. Al terminar subió a las suites de la novia y del novio para asegurarse de que hubieran quedado recogidas y fue a buscar a la cocina las cajas que necesitaba para embalar el pastel y los postres sobrantes.


«Doscientos veintinueve minutos», se dijo.


A las seis en punto las cuatro socias, acompañadas de Jeronimo y Sebastian, despedían a los recién casados y a los rezagados.


—Marchaos ya —dijo Paula entre dientes—. Adiós. Arrancad y no volváis la vista atrás.


—Te arriesgas a que alguno de ellos sepa leer los labios —aventuró Jeronimo.


—Me da igual —espetó Paula, pero lo agarró del brazo y se colocó detrás—. Id a casa. Marchaos. Bien, ahí van los últimos. ¿Qué hacen de pie hablando? Han tenido horas para charlar. Sí, sí, ahora vienen los abrazos… besos, más besos… Marchaos, por el amor de Dios.


—Están subiendo a los coches —informó Maca a su espalda—. Esto se mueve. Arrancan el motor y dan marcha atrás. Conducen, están conduciendo… —exclamó Maca agarrando a Paula por los hombros—. Se acercan a la carretera, casi están… ¡ahora!


—¡Vacaciones! —gritó Paula—. Todo el mundo a sus puestos, id a buscar vuestras cosas. —La joven entró en la casa disparada como una flecha y subió las escaleras.
Al cabo de quince minutos, vestida con unos pantalones recortados, una camiseta de tirantes, un sombrero de paja y unas sandalias, bajó a rastras el equipaje hasta la planta baja… y torció el gesto cuando vio a Carla.


—¿Cómo has podido ir más deprisa que yo? No lo entiendo. He volado como el viento. Parecía un tornado recogiendo mis cosas a toda velocidad, y sin olvidarme de nada.


—Soy una superdotada. Traeré el coche.


La señora Grady salió a despedir a las chicas y les entregó una bolsa térmica. Paula y Carla estaban cargando el equipaje en el coche.


—Son provisiones para el viaje: agua fresca, fruta, queso y unas crackers.


—Se merece un premio. —Paula se volvió y la abrazó con fuerza—. Cambie de idea y venga con nosotros.


—Ni pensarlo. Dos semanas en esta casa disfrutando del silencio me irán de perlas. —Rodeó a Paula con sus brazos y observó a Carla—. Veo que las dos ya estáis listas, y vais preciosas además.


—Dignas chicas de la playa de Southampton —dijo Carla dando una vuelta con elegancia—. La echaremos de menos.


—No es verdad —dijo la señora Grady, sonriendo al recibir en la mejilla un beso de Carla—, pero os alegraréis de verme cuando volváis. Ahí viene el resto del grupo —indicó con el mentón mientras Maca y Sebastian aparcaban tras el coche de Carla—. Sebastian, procura que nuestra pelirroja no olvide untarse entera de filtro solar, si no se freirá como un huevo.


—Vamos bien equipados.


La señora Grady le dio otra bolsa térmica.


—Comida para el viaje.


—Gracias.


—Emma llega tarde, como es natural. —Carla consultó su reloj—. Sebastian, irás en medio del convoy para que no te perdamos.


—Sí, capitana.


—¿Has anotado la dirección en el GPS por si acaso?


—Todo controlado. Preparados… —Maca se ajustó la visera de su gorra de béisbol—, listos, ya.


—El trayecto dura dos horas y diez minutos —explicó Carla.


Paula ignoró sus palabras y miró fijamente en dirección a la casa de Emma, como si quisiera invocarla con el poder de su mente.


—¡Ha funcionado! Ahí viene. Adiós, señora Grady. Si se siente sola, venga a vernos.


—No es probable.


—Prohibido dar fiestas salvajes e invitar a chicos por la noche en casa —dijo Carla con semblante serio y poniendo las manos sobre los hombros de la señora Grady—. No quiero drogas, y alcohol tampoco.


—Eso no me deja mucho donde elegir. —La señora Grady soltó una carcajada y le dio un abrazo de despedida, no sin antes musitarle unas palabras al oído—. No seas tan buena chica. Diviértete.


—Divertirme es el primer punto de la lista.


Paula subió al coche mientras la señora Grady le entregaba la bolsa de provisiones a Emma y las dos mujeres intercambiaban un abrazo. Paula dio un brinco en el asiento cuando Carla se sentó al volante.


—Ya está.


—Sí, amiga mía, ya está. —Carla encendió el motor y conectó el GPS—. Vámonos.


—¡En marcha! —exclamó Paula al enfilar el camino de entrada—. Ya noto la arena en los zapatos y la brisa salada en el pelo. Debes de estar muerta de ganas de llegar. Eres la propietaria y todavía no has visto la casa.


—La copropietaria. He visto las fotos de la inmobiliaria Realtor y también las que tomó Pedro.


—No puedo creer que precisamente tú amueblaras la casa por teléfono y por internet.


—No era posible hacerlo de otra manera. No había tiempo para ir en persona. Además es muy práctico comprar así, sobre todo cuando en principio es para una inversión. Hemos conservado algunos muebles de la casa porque el propietario anterior no quiso llevárselos. Habrá que comprobar si son demasiado formales. Será divertido decidir lo que se puede aprovechar, si hay que volver a pintar…


—¿Qué es lo primero que harás mañana cuando te despiertes?


—Probar el gimnasio y pasear por la playa con un tazón de café. Aunque a lo mejor me salto la gimnasia y voy a correr por la playa. Correr. Por. La. Playa.


—Sin tu BlackBerry.


—No sé si llegaré a tanto. A lo mejor tendré síndrome de abstinencia… ¿Y tú? ¿Qué es lo primero que harás?


—Eso es lo mejor. No lo sé. No sé qué me apetecerá, ni lo que haré. Maca se dedicará a hacer fotos. Emma se plantará en la playa y contemplará el mar haciendo gorgoritos de contento. Y tú, admítelo, después del ejercicio y del paseo por la playa, o de correr, consultarás el ordenador y el móvil por si tienes mensajes.


Carla se encogió de hombros.


—Es probable, pero también he pensado llevar una vida contemplativa y dedicarme a hacer gorgoritos de contento.


—Y a escribir una lista con los cambios que vas a hacer en esa casa.


—Todas nos planteamos las vacaciones a nuestra manera.


—Sí, y gracias de antemano.


—¿Por qué?


—Por las dos semanas que pasaremos en la casa de la playa de Southampton. Ya sé que somos socias y amigas, pero podías haber elegido disfrutar de estas dos semanas sola.


—¿Qué haría yo sin vosotras?


—Esa es una pregunta sin respuesta —afirmó Paula abriendo la bolsa. Sacó dos botellines de agua y los abrió. Puso el de Carla en uno de los soportes del salpicadero y los entrechocó para brindar—. A nuestra salud. Por las chicas de la playa de Southampton.


—Brindo por eso.


—¿Música?


—Por supuesto.


Paula encendió la radio.


El paisaje cambió cuando salieron de Nueva York por la carretera del este y atravesaron la estrecha isla. Bajó la ventanilla y se asomó.


—Creo que huele a mar, o eso me parece.


—Todavía estamos a medio camino —dijo Carla tomando un trozo de manzana—. Tendrías que llamar a Pedro para decirle la hora de llegada.


—Buena idea, porque estaré muerta de hambre y delirando por un margarita. ¿Le digo que encienda la barbacoa? ¿Hay barbacoa en la casa?


Pedro es copropietario, Paula.


—Entonces habrá barbacoa. ¿Hamburguesas, pollo o filete?


—Creo que siendo nuestra primera noche de vacaciones, se impone un filete enorme.


—Lo anotaré en el pedido. —Paula tomó el móvil y marcó el número de Pedro.


—Hola, ¿dónde estás? —preguntó Pedro.


Paula miró el GPS y le dio su localización.


—¿Habéis encontrado tráfico?


—No, nos ha retrasado el trabajo. Los clientes se lo estaban pasando tan bien que han pedido una hora extra, pero no tardaremos mucho. Carla le ha dicho a Sebastian que nos siga. Conduce en medio, y Jeronimo cierra filas. Anota nuestro pedido: muchos margaritas, helados, y unos filetes enormes.


—Será un placer. Escucha esto.


Paula oyó un rumor sordo.


—¡Es el mar! Escucha, Carla —exclamó la joven acercándole el móvil al oído—. Ese es nuestro mar. ¿Estás en la playa? —le preguntó a Pedro cuando volvió a recuperar el teléfono.


—He bajado a dar un paseo.


—Diviértete, pero no mucho. Espera a que lleguemos.


—Me moderaré. Ah, por cierto, ¿sabes si Martin ha salido?


—No. ¿Viene esta noche?


—No lo ha confirmado. Lo llamaré. Hasta pronto.


—Me muero de impaciencia —respondió Paula, y cerró el móvil—. Es posible que Martin llegue esta noche.


—Fantástico.


—Ese tío no está nada mal, Carla.


—Yo no he dicho lo contrario. Lo que pasa es que me choca que nuestro grupo cambie de dinámica.


—Es de esos hombres que con la mirada te están diciendo: ¿qué me cuentas, preciosa?


—¡Exacto! —Carla señaló con un dedo a Paula—. Lo has clavado. No me gusta su estilo. Es un pavo real, y además va de ligón.


—Sí, pero es honrado. ¿Te acuerdas de aquel tío con quien saliste un par de veces? Geoffrey (había que deletrearlo como los británicos). Era un potentado de los vinos, si no me equivoco.


—Tenía intereses en varios viñedos.


—Hablaba francés e italiano con soltura, decía «cine de autor» en lugar de peli y esquiaba en San Moritz. Resultó ser un asqueroso, un capullo sexista bajo toda esa apariencia de cultura y refinamiento.


—Buf, es cierto… —El recuerdo arrancó un suspiro a Carla, y un gesto de incredulidad—. En general los veo venir, pero ese volaba por debajo de mi radar. Mira.


Paula volvió la cabeza y reconoció el mar.


—Ahí está —murmuró—. No es un sueño. ¡Qué suerte tenemos, Carla…!


Más tarde volvió a recordar lo afortunada que era cuando, atónita, vio la casa por primera vez.


—¿Es esa?


—Ajá.


—¿Esa es vuestra casa de la playa? Es una mansión, Carla.


—Es espaciosa, pero hay que tener en cuenta que nosotros somos muchos.


—¡Qué maravilla! Parece que siempre haya estado aquí, forma parte del lugar, y además es elegante y nueva.


—Es fenomenal —comentó Carla—. Lo suponía, sabía que las fotografías le harían justicia; y además está aislada. ¡Ah, mira! La arena, el agua, el estanque… ¡Lo tiene todo!


Examinaron las líneas del tejado y los generosos ventanales, y alabaron el encanto de unos porches acogedores y unas estilosas cúpulas.


Enfilaron el camino particular que llevaba a la fachada delantera y Paula vio una pista de tenis y una piscina.


Era en momentos como esos cuando Paula tomaba conciencia de que Pedro y Carla no eran ricos. Eran muy ricos.


—Me encanta la distribución —dijo Paula—. Seguro que desde cualquier habitación se ve el mar o el estanque.


—Es una vivienda protegida. Pedro y yo hemos querido implicarnos y conservarla en condiciones perfectas. Fue él quien la encontró, y tengo que decir que es ideal.


—Quiero verla entera, de arriba abajo. —En ese momento Pedro apareció en el porche delantero y fue a recibirlas. Paula se olvidó de todo durante unos breves instantes.


Se lo veía relajado. Iba descalzo, con sus pantalones de algodón, una camiseta y unas gafas de sol que no lograban disimular la alegría de sus ojos.


Paula bajó del coche mientras él se acercaba a ofrecerle la mano.


—Ya habéis llegado. —Le dio un beso de bienvenida.


—Muy bonita, tu choza de la playa.


—Es lo que pensé cuando la vi.


Carla salió del coche y se quedó contemplando la casa, a continuación se volvió y observó el mar y las vistas.


—Buen trabajo —dijo asintiendo.


Pedro levantó un brazo invitándola a que se acercara, y durante un momento los tres, abrazados juntos, se quedaron admirando la casa y el panorama que, mecido por la brisa, se desplegaba ante sus ojos.


—Creo que le sacaremos partido —decidió Pedro.


En ese momento aparecieron los demás, y con ellos el ruido, el trajín y las exclamaciones de aprobación y curiosidad. 


Descargaron los coches y trasladaron el equipaje y las provisiones al interior de la casa.


Las sorpresas se iban sucediendo sin pausa: el sol, el espacio, las maderas relucientes, los colores suaves… Desde las ventanas se veía la amplitud del mar, la extensión de arena, se percibía la soledad y el recogimiento, la invitación a disfrutar de un lugar donde sentarse o un sendero por el que perderse.


Los techos eran altos y las habitaciones se comunicaban entre sí con naturalidad, añadiendo una atractiva pincelada informal a la elegancia sobria del mobiliario. Era un lugar en el que se podía estar cómodo tanto con los pies encima de la mesa como tomando champán vestido de etiqueta, pensó Paula.


Tenía que admitir que los Alfonso podían dar lecciones de estilo.


Sin embargo, la sorpresa más grata fue la cocina. Era de color paja, con unas superficies generosas y unos armarios de cristal esmerilado que, como en una vitrina, exponían una vajilla de loza Fiesta de alegres colores y realzaban el brillo de la cristalería. Abrió los cajones donde se guardaba la batería de cocina y alabó con un murmullo la variedad de cazuelas y sartenes. Unos ventanales en arco situados ante un fregadero doble abrían la estancia a la playa y al rompiente de las olas.


Mientras Paula estaba intentando digerir lo que había descubierto, oyó un alarido. Era Jeronimo.


—¡Una máquina del millón!


Su grito significaba que debía de haber un salón de juegos en la casa, pero por el momento Paula estaba más interesada en la cocina, en el amplio rincón destinado a los desayunos y en la cercanía del porche, que facilitaba organizar comidas al aire libre.


Pedro le obsequió con un margarita helado.


—Lo prometido es deuda.


—¡Qué bien! —Paula dio un sorbo al frío combinado—. Ahora estamos oficialmente de vacaciones.


—He elegido uno de los dormitorios. ¿Quieres verlo?


—Por supuesto. Pedro, este lugar es… mucho más de lo que esperaba.


—¿En el buen sentido de la palabra?


—En el sentido de que me ha dejado sin habla.


De camino, Paula fue echando un vistazo a las habitaciones. Vio una galería, lo que imaginó que sería una salita de estar, un salón y varios aseos. Subieron las escaleras de madera y entraron en un dormitorio del segundo piso. Unos amplios ventanales daban al mar y ocupaban la pared entera. Laurel se imaginó remoloneando en la cama de hierro forjado, con baldaquino y dosel, entre sábanas blancas y almidonadas. 


Los visillos flotaban al viento y escapaban por los ventanales que daban al porche, y que Pedro había abierto unos minutos antes.


—Es muy bonito, es precioso… Escucha… —Paula cerró los ojos y se dejó acariciar por el rumor del océano.


—Ve a mirar allí. —Pedro le hizo señas, y ella se metió en el baño.


—Bueno, después de esto… —dijo la joven dándole unos golpecitos en el brazo—. Podría quedarme a vivir aquí. Puede incluso que no salga jamás de este dormitorio.


Una bañera de grandes dimensiones presidía una serie de ventanales y descansaba sobre unas baldosas color arena. Tras una mampara de cristal había una ducha de varios cabezales, distintos chorros corporales y un banco de mármol.


—Es una ducha de vapor —aclaró Pedro, y Paula estuvo a punto de gemir de placer.


Los lavabos eran amplios, del color y la forma de una concha. En la pared que había a los pies de la bañera destacaba una pequeña chimenea de gas y una televisión de pantalla plana. Paula empezó a fantasear, y pasó de verse remoloneando en la cama a chapotear con pereza en la bañera de burbujas.


Los armarios de espejo reflejaban las baldosas, el brillo de los complementos, la profundidad de las superficies y las hermosas acuarelas de las paredes.


—Este baño es más grande que mi primer apartamento.


Maca entró precipitadamente, con los ojos desorbitados y haciendo aspavientos.


—El baño. El baño es… ¡Caray, mira este! En fin, da igual. ¡Qué baño! —volvió a exclamar, y salió corriendo tal y como había entrado.


—Creo que acaban de ponerte un diez —le dijo Paula a Pedro.


Una hora después la barbacoa humeaba y el grupo al completo se había reunido en el porche. Al menos eso fue lo que pensó Paula hasta que miró a su alrededor.


—¿Dónde está Carla?


—Inspeccionando por cuenta propia. —Emma suspiró, y dio un sorbo a su copa, que empezaba a gotear—. Tomando notas.


—Yo no cambiaría nada. —Tras sus enormes gafas de sol y su sombrero de ala ancha, Maca iba jugueteando con los dedos de los pies—. Ni un solo detalle. No me movería de aquí durante estas dos semanas si no fuera porque he visto unos rincones increíbles para holgazanear a mis anchas.


—Tendremos que inspeccionar bien la playa —le dijo Jeronimo a Emma dándole un beso en la mano.


—Sin duda alguna.


—Es un lugar magnífico para avistar aves —intervino Sebastian—. Antes he ido a dar un paseo y he visto una pardela cenicienta que… — Sebastian se interrumpió y se ruborizó—. Alerta roja, habla el sabihondo.


—A mí me gustan las aves —afirmó Emma dándole unos golpecitos de ánimo en la mano—. Voy a ayudarte con la cena, Pedro.


—Me encargo yo —dijo Paula levantándose—. La próxima vez que queramos cenar dentro os tocará a vosotros. Prepararé algo para acompañar los filetes.


En realidad Paula tenía ganas de explayarse en la cocina.
Carla entró en el momento en que rehogaba unas patatas hervidas con mantequilla, ajo y eneldo.


—¿Te echo una mano?


—Todo controlado. Pedro debe de haber saqueado las existencias de algún mercadillo de frutas y verduras de camino hacia aquí. Un detalle por su parte.


—Es muy detallista. —Carla observó la cocina—. Me he enamorado de este lugar.


—Ay, yo también. Las vistas, la atmósfera, los sonidos… La casa en sí es increíble. ¿Cambiarás muchas cosas?


—No, más que cambiar, les daré otro aire —comentó Carla acercándose a la ventana. La brisa le trajo un rumor de voces y risas—. ¡Ah, mis sonidos preferidos! Todo es tan bonito que seguro que en invierno también vale la pena.


—Me has leído la mente. Estaba pensando en nuestra temporada baja, después de las vacaciones de invierno.


—Sí, yo también. Quién sabe. Pedro parece tan feliz… y en parte es gracias a ti.


Paula se quedó inmóvil.


—¿Tú crees?


—Sí. Os veo a los dos: él controlando la barbacoa, tú aquí dentro preparando la guarnición, y lo encuentro muy bonito —afirmó Carla mirándola de nuevo—. Me hace feliz, Paula, del mismo modo que las voces de fuera me dan una alegría inmensa.


—A mí me pasa lo mismo.


—Me alegro. Os quiero a los dos y por eso me alegro. Bueno… —Carla cambió de tema y se alejó de la ventana—. ¿Cenamos dentro o fuera?


—¿En una noche como esta? Fuera, sin duda.


—Pondré la mesa.


Más tarde pasearon por la playa para bajar la cena. 


Chapotearon entre las olas y contemplaron las luces de los barcos lejanos que seguían su travesía nocturna.


Refrescaba, y Paula pensó en darse un largo baño iluminada por el fuego de la chimenea.


La tentación voló sin embargo ante la llamada del salón de juegos. El silencio se pobló de la algarabía de tintineos y silbidos que salía de la estancia.


Jeronimo y Pedro combatían a muerte disputando una partida en la máquina del millón cuando Paula decidió que tiraba la toalla. Subió al dormitorio y se dio el gusto de tomar el largo baño con el que había soñado. Tras ponerse un camisón y salir al porche, se dio cuenta de que hacía horas que no consultaba el reloj.


Eso sí eran vacaciones.


—Me preguntaba adónde habías ido.


Paula se volvió y vio a Pedro.


—Voy a tener que practicar mucho antes de poder ganaros a ti o a Jeronimo. Me he dado un baño increíble ante la chimenea, mirando al mar. Me siento como una heroína de novela.


—Si lo hubiera sabido, me habría metido en la bañera contigo y habríamos escrito una escena de amor. —Pedro la rodeó con los brazos y Paula apoyó la cabeza en su hombro—. ¿Has pasado un buen día?


—El mejor. En este lugar, con estas vistas, la brisa, los amigos…


—Tan pronto como vi la casa, lo pensé. Esto es lo que necesitamos.


Paula advirtió que no había hablado en singular. Pedro había elegido el plural con toda naturalidad.


—Nunca se lo pregunté a Carla, pero siempre me sorprendió que vendierais la casa de East Hampton.


—Quisimos conservar la de Greenwich porque era nuestro hogar. La otra, en cambio… Los dos sabíamos que esa casa no nos dejaría seguir adelante, que no la disfrutaríamos. La finca era un consuelo porque nos recordaba a nuestros padres, pero la casa de la playa… Nos faltaron fuerzas. Este lugar es nuevo, y nos traerá otros recuerdos.


—Además teníais que daros tiempo, y distanciaros.


—Supongo que sí. Me gusta este lugar, y noto que ha aparecido en el momento adecuado.


—A Carla le encanta, y sé que eso es importante para ti. Me lo ha dicho, pero aunque no hubiera sido así, me habría dado cuenta. Nos gusta a todos. Gracias por haber encontrado el lugar adecuado en el momento justo.


—De nada —respondió él besándola en el cuello—. ¡Qué bien hueles! —murmuró.


—Huelo bien y me siento bien. —Paula sonrió cuando notó que él le acariciaba la espalda—. Mira, ¿lo ves? —Inclinó hacia atrás la cabeza y le rozó los labios con un beso—. Creo que tendríamos que escribir esa escena de amor.


—Buena idea. —Con un ademán ostentoso, la tomó en brazos—. Creo que esta es una buena manera de empezar.


—Si es un clásico, por algo será.


Paula no era capaz de imaginar un lugar más perfecto, un momento más idóneo y un estado de ánimo mejor. Su reloj interno se empeñó en despertarla antes del alba, pero regodeándose en el hecho de no tener que levantarse, se quedó en la cama aovillada junto a Pedro, escuchando la serenata que les dedicaba el mar.


Dormía a intervalos, y la sensación era perfecta, como lo fue ver salir el sol por el este, sobre el mar. Pensó que el astro desplegaba sus rosas y dorados solo para ella, que permanecía de pie en el porche, dando la espalda al vuelo de unos transparentes visillos.


Siguiendo su inspiración, tomó unos pantalones cortos y una camiseta de tirantes y bajó corriendo los escalones del jardín. Carla estaba al pie de la escalera, equipada como ella, con el pelo castaño recogido en una larga coleta que sobresalía de una llamativa gorra blanca.


—Te has levantado igual que yo.


—Sí, claro.


Paula levantó las manos.


—¿Qué nos pasa?


—Nada. Los demás han elegido dormir durante las vacaciones. Tú y yo vamos a exprimirlas al máximo.


—Eso es una verdad como un templo. La playa nos reclama. Vamos a correr, como habíamos dicho.


—Me has leído el pensamiento.


Calentaron de camino, y al llegar a la arena empezaron a correr a un ritmo tranquilo. Sin necesidad de hablar, acompasaron la marcha y avanzaron por la orilla, junto a la espuma de las olas.


Las aves levantaban el vuelo o se paseaban ufanas por el borde del agua. Probablemente Sebastian conocería el nombre de la especie, pensó Paula, pero a ella le bastaba con que estuvieran ahí, levantaran el vuelo, graznaran y picotearan mientras el sol resplandecía sobre las aguas.


Al regresar mantuvieron el mismo ritmo hasta que la casa volvió a aparecer ante sus ojos. Paula tocó a Carla en el brazo cuando aminoraron la marcha.


—Mira. Ahí es adonde vamos.


—No me lo tengas en cuenta, pero estoy pensando que es un lugar estupendo para organizar bodas en la playa en plan informal.


—Me parece que voy a darte un puñetazo.


—No puedo evitarlo. Este lugar es fabuloso.


—¿Cuántas llamadas te han hecho desde que hemos llegado?


—Solo dos. Bueno, tres, pero las he solucionado sin problemas. Además, he corrido por la playa al salir el sol y ahora me muero por una taza de café, en serio. A propósito… la última en llegar se encarga de la cafetera.


Salió disparada y Paula no tardó en alcanzarla, aunque sabía perfectamente que le tocaría a ella preparar el café. 


Carla corría como un guepardo.


Al llegar al porche, tuvo que doblarse y apoyar las manos en las rodillas para recuperar el aliento.


—Iba a preparar yo el café de todos modos.


—Ajá.


—Odio que ni siquiera te hayas despeinado. Haré el café, y unas tortillas de clara de huevo.


—¿De verdad?


—Me apetece.


Los demás empezaron a desfilar hacia la cocina, probablemente atraídos por el aroma del café y por la música que Carla había puesto bajita.


Pedro se apoyó en la encimera y se pasó los dedos por el cabello todavía revuelto de dormir.


—¿Por qué no te has quedado en la cama conmigo?


—Porque he corrido cinco kilómetros por la playa y he tomado mi primera taza de café —explicó ella sirviéndole una—. Ahora prepararé el desayuno, y vale más que aproveches que me siento generosa.


Pedro tomó un buen sorbo de café.


—Vale —dijo, y salió al porche para dejarse caer sobre una tumbona.


Emma dejó de cortar la fruta y puso los ojos en blanco con una expresión que indicaba a las claras: «Hombres…».


—Hoy dejaré que se salga con la suya porque estoy de muy buen humor. —Paula se interrumpió al oír un motor y se acercó a la ventana—. ¿Quién podrá ser?


Carla dejó una jarra de zumo encima de la mesa y se volvió para ver a Martin Kavanaugh, quien se quitó el casco, sacudió la cabeza para poner en orden el pelo y bajó de la motocicleta.


—Muy bonita tu casita —dijo en voz alta saludando a Pedro y subiendo las escaleras. Le dedicó una breve sonrisa a Carla—. ¿Qué tal estás, Piernas? Parece que llego a tiempo de desayunar.


Paula pensaría más tarde que ese hombre encajaba en el grupo. Quizá a Carla le enfureciera, pero ese hombre encajaba de veras con ellos. A media mañana ya tenían montado el campamento en la playa con unas sillas de tijera, toallas, sombrillas y neveras portátiles. El aire olía a mar y a filtro solar.


Paula estaba a punto de quedarse dormida sobre su libro cuando Pedro la arrancó de la silla.


—¿Qué…? Basta ya.


—Hora de bañarse.


—Si quiero darme un baño, voy a la piscina. ¡Para!


—No puedes venir a la playa y mirar el mar de lejos. —Pedro se la cargó al hombro, entró en el agua y la tiró.


La joven logró soltar un taco y luego aguantó la respiración.


La envolvió el agua fría, y notó arena por todas partes al subir a la superficie. Parpadeó para quitarse el agua salada de los ojos y entonces lo vio de pie, con el agua hasta la cintura y sonriendo.


—Maldita sea, Pedro. Está fría.


—Está fresca —la corrigió él, y se zambulló bajo una ola.


Paula, evidentemente, no la vio y la fuerza la derribó de nuevo. Se quedó sin aire y cubierta de arena. Cuando iba a levantarse, Pedro la tomó de la cintura.


—Eres un pesado, Alfonso.


—He conseguido que te metieras en el agua, ¿o no?


—Me gusta mirar el mar y nadar en la piscina.


—En casa no hay mar que valga —precisó Pedro—. Ahí viene otra.


Al menos esta vez la ola no la tomó por sorpresa, así que se dejó llevar y tuvo la satisfacción de hundir a Pedro de un empujón, aunque solo sirvió para que este saliera a la superficie riendo a carcajadas. Como ya estaba mojada y llena de arena y sal, decidió ponerse a saltar olas. La piel y los músculos reaccionaron al ejercicio y tuvo que admitir que la argumentación de Pedro era impecable.


En casa no había mar que valiera.


Paula volvió a zambullirse, por el puro placer de sumergirse, y una vez más Pedro la rodeó por la cintura.


—Ya basta. Ahora, sal.


—Pesado —protestó Paula.


—Es posible. —Pedro la tomó en brazos y flotaron en el mar.


Paula notó que Pedro daba unas cuantas patadas para empujarse hacia la orilla. Qué diablos, decidió relajando el cuerpo. Que trabajase si quería.


Sus amigos estaban en la arena, en el agua, y le llegaron las voces, el sonido de las olas, la música.


—Podría llegar a la playa por mi propio pie —le dijo—. También habría podido meterme solita en el agua si hubiera querido.


—Sí, pero entonces no habría podido hacerte esto. —Pedro le dio la vuelta y la besó en los labios dejando que el agua los meciera.


Una vez más Paula tuvo que admitir que no le faltaba razón.