sábado, 11 de marzo de 2017

CAPITULO 9 (TERCER HISTORIA)





Paula intentó no darle muchas vueltas al asunto. La apretadísima agenda de bodas de ese verano le ayudaba a no pensar en lo que había hecho, al menos durante cuatro minutos de cada cinco. Claro que su trabajo era tan solitario que tenía todo el tiempo del mundo para reflexionar y preguntarse por qué había cometido aquella increíble estupidez.


Pedro se lo había merecido, sin duda. Se veía venir desde hacía tiempo. Pero si lo analizaba con detalle, ¿a quién si no a sí misma castigaba con aquel beso?


Porque ya no se trataba de teorías ni conjeturas. Ahora sabía cómo era, cómo se sentía ella si se abandonaba, aunque fuera un minuto, en los brazos de Pedro. Nunca más podría convencerse de que besarlo en la vida real no estaría a la altura de sus sueños.


Se lo había buscado, y ahora tenía su merecido.


Si Pedro no le hubiera hecho perder los papeles, pensó mientras corría de un lado para otro con los preparativos durante el breve intervalo entre las dos bodas de aquel sábado. Si Pedro no hubiera sido tan estúpidamente Pedro, con sus «¿Y por qué no lo haces así?», «¿Y por qué no comes como es debido?», y luego hubiera echado mano de su cartera grande y abultada como si…


¡Qué injusta había sido! Había provocado a Pedro y le había clavado el aguijón. Había demostrado que andaba buscando pelea.


Paula colocó la última pieza en el piso superior de un pastel precioso, blanco y dorado, al que había puesto el nombre de Sueños de Oro. Era una de sus creaciones más extravagantes debido a la textura de seda de la capa exterior y a las escarapelas que llevaba en los lados.


Mientras decoraba la base con ellas y esparcía otras más sobre un reluciente mantel dorado, pensó que la tarta no encajaba con ella. Quizá porque no era fantasiosa y tampoco demasiado extravagante.


Era pragmática, decidió. Una mujer inmersa en la realidad. 


Ni una romántica como Emma, ni un alma libre como Maca u optimista como Carla.


En el fondo, su trabajo consistía en poner en práctica varias fórmulas. Podía experimentar cambiando las cantidades y los ingredientes, pero al final había que aceptar que determinados elementos no combinaban entre sí. Cuando se insistía en mezclar lo que era incompatible, solo se conseguía una bazofia incomible, y solo cabía reconocerlo y pasar a otra cosa.


—Fabuloso. —Echando un vistazo aprobatorio al pastel, Emma se deshizo del cesto que llevaba en el brazo—. Traigo las velas y las flores para las mesas. —Consultó su reloj de pulsera y dejó escapar un suspiro—. Seguimos el horario
previsto. Todas las salas están decoradas, y los exteriores también. Maca está a punto de terminar la sesión de fotos previa a la ceremonia.


Paula se volvió para contemplar el salón de baile y se sorprendió del cambio que había sufrido mientras ella había estado divagando. Más flores, más velas listas para ser encendidas y mesas por todas partes vestidas con el oro deslumbrante y el azul veraniego que la novia había elegido.


—¿Y el salón principal?


—Los del catering todavía no han terminado, pero mi equipo sí. —Emma arregló las candelas, las velitas bajas y las inflorescencias con sus hábiles manos de florista—. Jeronimo está entreteniendo a los acompañantes del novio. Me gusta que arrime el hombro.


—Sí. ¿No lo encuentras raro?


—¿El qué?


—Lo de Jeronimo y tú. ¿Nunca se te ha ocurrido pensar que es muy raro? Os conocéis desde hace años, habéis sido amigos, y de repente dais un giro de ciento ochenta grados…


Emma retrocedió y volvió sobre sus pasos para retocar unos milímetros la posición de una rosa.


—A veces aún me sorprende, pero me asusta más pensar lo que habría ocurrido si hubiéramos seguido igual y no hubiésemos dado ese giro. —Emma se retocó una horquilla intentando controlar su mata de rizos—. A ti no te resulta extraño, ¿verdad?


—No. Incluso me pregunto si no es extraño que no me parezca raro. —Paula hizo una pausa y sacudió la cabeza—. No me hagas caso. Tengo la cabeza en otra parte. —Aliviada, oyó la voz de Carla en su auricular—. Faltan dos minutos. Si puedes seguir tú sola, bajaré para ayudar con el cortejo nupcial.


—Me las arreglaré. Cuando acabe, iré a echaros una mano.


Paula salió tras quitarse el delantal y soltarse el pelo. Se apresuró y llegó al punto de encuentro con treinta segundos de adelanto. Volvió a pensar que esa ceremonia no era de su agrado, pero tenía que admitir que la novia sabía lo que se hacía. Media docena de damas formaban una hilera siguiendo las órdenes de Carla. Deslumbraban con sus faldas doradas de campana y los vistosos ramos que Emma había creado con unas dalias azules y unas rosas blancas para compensar el efecto. La novia, que parecía una princesa vestida de una lustrosa seda con unas perlas nacaradas y una cola tradicional de fulgurantes lentejuelas, aparecía radiante junto a su padre, muy apuesto vestido de esmoquin y con un corbatín blanco.


—La MDNA está en posición —murmuró Carla a Paula—. La MDNA entra con su acompañante. ¡Señoras, acuérdense de sonreír! Caroline, estás espectacular.


—Me siento espectacular. Bien, ha llegado el momento, papá.


—No me pongas nervioso —dijo él tomando la mano de su hija y llevándosela a los labios.


Carla dio la orden de cambiar de música y sonó la orquesta de cuerda que la novia había elegido para dar la entrada.


—Número uno, adelante. ¡La cabeza bien alta! ¡Sonreíd! Estáis preciosas. Ahora… número dos. Arriba esa cabeza, señoras.


Paula alisó faldas, fijó tocados y se quedó junto a Carla para ver desfilar a la novia por el pasillo sembrado de flores.


—La palabra que me viene a la mente es «espectacular» —decidió Paula—. Pensaba que nos pasaríamos de la raya y caeríamos en lo grotesco, pero hemos conseguido no traspasar los límites de la elegancia.


—Sí, aunque te aseguro que me alegraré si no vuelvo a ver los colores amarillo oro y oro viejo durante un mes. Quedan veinte minutos para trasladar a los invitados al salón principal.


—Me tomo diez y voy a dar una vuelta. Necesito hacer una pausa.


Carla se volvió de inmediato.


—¿Estás bien?


—Sí, solo quiero descansar un rato.


Un tiempo para despejar la cabeza, pensó Paula poniéndose a pasear. Un tiempo apartada de la gente. El servicio de sala comía en la cocina antes de empezar el turno, por eso dio un rodeo y salió por las terrazas laterales al jardín, donde podría disfrutar del silencio y de la abundancia de flores estivales.


Para acentuar aquella exuberancia, Emma había dispuesto unas urnas y diversas macetas con lobelias de color azul en cascada e impatiens rosadas que se balanceaban delicadas al viento. La hermosa y antigua mansión victoriana se había engalanado para la boda con las dalias azules que tanto gustaban a la novia y unas rosas blancas arracimadas en el pórtico con guirnaldas de tul y encaje para contribuir al romanticismo del escenario.


Sin esos adornos la casa también tenía un aire romántico, al entender de Paula. El discreto azul pastel entreverado de colores crudo y oro pálido, las líneas del tejado y los hermosos trazos que recordaban a una casita de cuento aportaban su toque romántico, de ilusión y rancio abolengo. 


Siempre había sido su segunda casa, desde que tuvo uso de razón. Ahora era su hogar, y esa preciosa mansión se encontraba tan solo a unos metros de la casita de la piscina y de la casa de invitados donde vivían y trabajaban sus amigas.


No podía imaginar que las cosas fueran tan diferentes, aun cuando ahora también contaban con Santiago y con Jeronimo, y las obras del nuevo anexo al estudio de Maca, que convertiría su espacio particular en una vivienda para una pareja, estaban a punto de terminar.


No, no lograba imaginar su vida sin esa finca, sin la casa, la empresa que había levantado con sus amigas y… la comunidad que habían terminado constituyendo entre ellas.


Paula necesitaba reflexionar sobre eso, tenía que admitirlo, para entender por qué había organizado su vida de esa manera.


Debía su triunfo al esfuerzo de su trabajo, sin duda alguna, y al esfuerzo que sus amigas dedicaban a su propio trabajo. 


Se lo debía asimismo a la visión de Carla, al talón que la señora Grady le había entregado hacía muchos años y a la confianza que había depositado en ella, tan preciada como el dinero. Todo eso le había abierto muchas puertas.


Sin embargo, no todo terminaba ahí.


La casa, la finca y lo que contenía esta habían pasado a pertenecer a Carla y a Pedro cuando sus padres fallecieron. 


Pedro había depositado una confianza inquebrantable en ellas tan crucial y esencial como la que había demostrado la señora Grady al extender ese talón bancario.


Ese también era el hogar de Pedro, pensó Paula retirándose para examinar la estructura, la gracia y la belleza del edificio. 


Sin embargo, Pedro se lo había cedido a Carla. Entre ellos discutían temas legales, modelos de negocio, proyectos, porcentajes, contratos… pero el poso permanecía intacto.


Cuando su hermana, o mejor dicho, ellas cuatro, el Cuarteto, como le gustaba llamarlas, habían querido algo y se lo habían pedido, él se lo había dado. Pedro había creído en todas ellas y les había ayudado a convertir su sueño en realidad. No lo había hecho por una cuestión de porcentajes o por tener determinados proyectos en mente. Había actuado de esa manera porque las quería.


—Maldita sea. —Enfadada consigo misma, Paula se pasó una mano por el pelo. Le daba rabia ser injusta, malvada y, por si fuera poco, tonta de remate.


Pedro no merecía todo lo que le había dicho, y si le había soltado tantas barbaridades era porque le resultaba más fácil enojarse con él que reconocer que le atraía. Besarlo había sido lo más estúpido que había hecho en la vida.


Ahora tendría que rectificar, protegerse y poner al mal tiempo buena cara. Conseguir aquel triplete no iba a ser fácil.


Sin embargo, era ella quien había cruzado los límites y la que tendría que poner en orden sus sentimientos. Por eso le tocaba arreglarlo.


En ese momento oyó que Carla ordenaba que encendieran el cirio del amor y la unión y que diese comienzo el solo vocal. Se había acabado el tiempo, se dijo Paula. Ya daría con la solución más tarde.







CAPITULO 8 (TERCER HISTORIA)





Después de hornear las bases, envolverlas y colocarlas en el refrigerador para que la masa se aposentara, y tras poner a secar las flores cristalizadas en la rejilla de acero, Paula se preparó para la degustación. En la antesala de la cocina dispuso los álbumes de sus diseños junto con las flores que Emma le había dado. Dobló en forma de abanico unas servilletas de aperitivo con el logo de Votos y colocó a la vista los cuchillos, las cucharas, las tazas de té, las copas de vino y las de champán.


Regresó a la cocina y cortó en finos rectángulos varias porciones de distintos pasteles que dispuso sobre una fuente de cristal. En unos platitos también de cristal sirvió unas cucharadas de una variedad de glaseados y rellenos.


A continuación fue al baño para retocarse el maquillaje y el peinado, se puso una americana corta y se cambió los zuecos de la cocina por unos zapatos de tacón alto.


Cuando los clientes llamaron al timbre, ya estaba lista para recibirlos.


—Steph, Chuck, me alegro de volver a veros. ¿Qué tal la sesión de fotos? —Con un ademán, los invitó a entrar.


—Muy divertida. —Stephanie, una morena muy risueña, iba del brazo de su prometido—. ¿Verdad que ha sido divertido?


—Sí, cuando he conseguido que se me pasaran los nervios.


—Odia que le hagan fotos.


—Me siento extraño y ridículo. —Chuck, un hombre tímido de cabellos rubios como la arena, sonrió con modestia.


—Maca me ha hecho ponerle una galleta entre los labios porque le dije que el día de nuestra primera cita comimos galletas. Teníamos ocho años.


—Yo no sabía que iba a una cita.


—Yo sí. Dieciocho años después, ya eres mío.


—Bueno, espero que os hayáis quedado con apetito para el pastel. ¿Os apetece champán o preferís vino?


—Me encantaría tomar champán. Dios, adoro este lugar —dijo Steph hablando con entusiasmo—. Lo adoro absolutamente todo. ¿Esta es tu cocina? ¿Aquí es donde preparas los pasteles?


A Paula le gustaba que los clientes entraran en su cocina para hacerse una idea… y para que la vieran relucir como los chorros del oro.


—Aquí mismo. Empezó siendo una cocina secundaria que usaban los del catering, pero ahora es toda mía.


—Es realmente bonita. A mí me gusta cocinar, y se me da bastante bien. La repostería, en cambio… —Steph hizo aspavientos.


—Requiere práctica, y paciencia.


—¿Qué es esto? ¡Qué preciosidad!


—Flores cristalizadas. Acabo de prepararlas. Tienen que reposar varias horas a temperatura ambiente. —Ojalá que no las toquen, pensó Paula.


—¿Se pueden comer?


—Claro que sí. Es mejor no emplear flores ni decoraciones en los pasteles a menos que sean comestibles.


—Quizá podríamos elegir algo así, Chuck. Con flores de verdad.


—Hay muchos diseños que van con flores, y puedo haceros uno a medida. ¿Por qué no entráis y os ponéis cómodos? Iré a buscar el champán y así podremos empezar.


Qué fácil resultaba con clientes tan predispuestos como aquellos, pensó Paula. Les gustaba todo, y estaban encantados de quererse. Su trabajo más duro, comprendió tras los primeros diez minutos, sería averiguar qué les hacía más felices.


—Lo encuentro todo buenísimo. —Steph se sirvió un poco de mousse de chocolate blanco aromatizado con vainilla en rama—. ¿Cómo se deciden los clientes?


—Lo mejor es que es imposible equivocarse. A ti te gusta el especiado con moca —le dijo Paula a Chuck.


—¿Cómo no va a gustarme?


—Es una combinación muy acertada para el pastel del novio, y va de perlas con el ganache de chocolate. Es muy varonil —sentenció Paula guiñándole el ojo—. Este diseño, además, representa un corazón grabado en el tronco de un árbol, y los nombres y la fecha van inscritos con la manga pastelera.


—Oh, me encanta. ¿No te encanta a ti? —le preguntó Steph a su prometido.


—No está mal. —Chuck ladeó la foto para verla mejor—. No sabía que yo también podía elegir un pastel.


—Es optativo. Piensa que elijas lo que elijas, acertarás.


—Encarguemos un pastel para ti, Chuck. Si él elige un diseño varonil, yo podré pasarme de femenina con el pastel de boda.


—Trato hecho. Este es el de ganache, ¿verdad? —preguntó Chuck tomando un trozo sin dejar de sonreír—. Ah, sí. Me lo quedo.


—¡Vale! ¡Qué divertido es esto también! Nos habían dicho que planear una boda era un quebradero de cabeza, que nos pelearíamos y nos enfadaríamos. En cambio, lo estamos pasando muy bien.


—Dejad que nos ocupemos nosotras de los quebraderos de cabeza, las peleas y los nervios.


Steph alzó las manos riendo.


—Dime tu opinión. Con Chuck, la has clavado.


—Muy bien. Celebráis la boda el día de San Valentín. ¿Por qué no explotamos la veta romántica? Veamos, como os ha gustado la idea de las flores cristalizadas, os enseñaré un diseño con pasta de azúcar. En mi opinión, es romántico y divertido y muy, muy femenino.


Paula localizó la foto en el álbum y le dio la vuelta para que la vieran.


Steph se llevó las manos a la boca.


—¡Oh, es fantástico…!


Definitivamente, pensó Paula, lo era.


—Son cinco pisos que van disminuyendo de tamaño, separados con unas columnitas en medio para darle un aire más ligero —explicó—. Las columnitas van recubiertas de pétalos de pasta de azúcar, y cada piso va sembrado con pétalos y flores. Estas son hortensias, pero puedo hacer cualquier clase de flor: pétalos de rosa, flores de cerezo… lo que queráis. En todos los colores. En este pastel he usado glaseado real, pero en general lo uso en cada piso y doy forma a la corona con la manga pastelera. Aunque insisto en que puedo personalizar el pastel. Con el fondant le doy un aspecto más estilizado y puedo hacer cintas o perlas, en blanco o del mismo color que las flores.


—Mis colores son estos: el azul y el rosa lavanda. Lo sabías. Lo sabías y por eso me has enseñado el pastel perfecto. —Steph dejó escapar un suspiro de admiración—. Es precioso.


—Lo es —coincidió Chuck—. Pero ¿sabes una cosa más? Es verdaderamente encantador, como Steph.


—Oh, Chuck…


—Estoy de acuerdo. Si optáis por este estilo, podríais elegir distintos sabores y jugar con los rellenos.


—No es que sea mi estilo, es que el pastel me encanta. Es mi pastel. ¿Podemos ponerle unas figuritas? Me refiero a los novios.


—Claro que sí.


—Perfecto, porque quiero que tú y yo salgamos en la tarta. ¿Puedo tomar otra copa de champán?


—Por supuesto —dijo Paula levantándose para servirla.


—¿No puedes acompañarnos? ¿No te dejan?


Paula se volvió y sonrió.


—Soy la jefa, y ahora mismo me encantaría tomar una copa.


El champán y los clientes la dejaron de un humor excelente. 


Y como había terminado la jornada, decidió servirse una segunda copa y prepararse una bandeja de fruta y queso para acompañar el champán. Relajada, se sentó frente a la encimera para comer mientras preparaba la lista de compras para Carla.


Repostería griega significaba mantequilla, mantequilla, mantequilla y frutos secos. Tendría que preparar láminas de pasta filo, una tarea de chinos… pero así era el trabajo. Y miel, almendras, pistachos, nueces y harina de fuerza.


Puesta a organizar, pensó en los artículos de primera necesidad y en el próximo encargo de su proveedor.


—Este es el trabajo que me gustaría.


Paula levantó la cabeza y vio a Pedro en el umbral. En plan abogado, pensó ella, con traje a medida gris, de raya diplomática, una corbata elegante con un nudo Windsor perfecto y un severo maletín de cuero.


—Si quieres pasar diez horas de pie, te lo regalo.


—Vale la pena. ¿Está recién hecho el café?


—Más o menos.


Pedro se sirvió una taza.


—Carla me ha dicho que pienses si la prefieres sexy, lacrimógena o tontorrona. Si eso tiene algún significado para ti, me alegro.


La película de aquella noche, pensó Paula.


—Vale. ¿Vienes a recoger el pastel?


—No hay prisa. —Pedro se acercó y con el cuchillo de Paula untó camembert en un cracker—. Bien. ¿Qué hay para cenar?


—Lo que estás comiendo.


Una mirada de desaprobación cruzó su semblante.


—Tendrías que prepararte algo mejor, sobre todo después de una jornada de diez horas.


—Sí, papá.


Impasible ante el sarcasmo, Pedro picó un trozo de manzana.


—Habría podido traerte algo de cenar, porque tu jornada ha sido tan larga por mi causa.


—No hay para tanto. Si me hubiera apetecido otra cosa, la habría preparado o habría ido a tirar de las faldas de la señora Grady.


Tan solo una más de sus chicas, pensó Paula al borde de la frustración.


—Curiosamente las mujeres adultas sabemos sobrevivir sin que tengas que echarnos el sermón sobre nuestras elecciones nutricionales.


—El champán debería de haberte mejorado el humor. —Pedro ladeó la cabeza para repasar las listas—. ¿Por qué no escribes eso en el ordenador?


—Porque lo escribo a mano, porque aquí abajo no tengo impresora y porque no me apetece. ¿A ti qué te importa?


Sintiendo que empezaba la diversión, Pedro se apoyó en la encimera y se cruzó de brazos.


—Te conviene echar una siesta.


—A ti te conviene tener un perro.


—¿Un perro?


—Sí, para tener a alguien de quien preocuparte, a quien echarle un sermón y dar órdenes.


—Me gustan los perros, pero para eso ya te tengo a ti. —Pedro se detuvo y soltó una carcajada—. Ha sonado fatal. Además, lo de echar un sermón lo hacen las abuelas, o sea que busca otra palabra. Preocuparme por ti forma parte de mi trabajo, no solo como abogado y socio sin voz de la empresa, sino porque eres una de mis chicas. En cuanto a lo de darte órdenes, solo lo hago la mitad de las veces, aunque quinientos tantos resulta un buen promedio en el béisbol.


—Eres un jodido cabrón, Pedro.


—Puede —respondió él probando un trozo de Gouda—. Tú eres una lunática, Paula, y no te lo echo en cara.


—¿Sabes cuál es tu problema?


—No.


—Exacto. —Lo amonestó con un dedo y saltó del taburete—. Iré a buscar tu pastel.


—¿Por qué la has tomado conmigo? —preguntó él siguiéndola a la cámara frigorífica.


—No la he tomado contigo. Estoy enfadada. —Paula tomó el pastel que ya había empaquetado en una caja de cartón. Le entraron ganas de volverse y encajarle el paquete entre las manos, pero ni siquiera enfadada era descuidada en su trabajo.


—Vale, dime por qué estás enfadada.


—Porque siempre estás en medio.


Pedro alzó las manos en son de paz y se apartó a un lado. 


Paula salió de la cámara y dejó el pastel sobre la encimera. 


Abrió la tapa y le hizo señas para que se acercara.


Con pies de plomo, porque la situación empezaba a molestarle, Pedro se acercó, miró en su interior y se le escapó una sonrisa.


Las dos capas circulares, o pisos, se corrigió a sí mismo, eran de un blanco reluciente y llevaban unos dibujos de colores que simbolizaban la vida de Dara: maletines, caminadores, libros de Derecho, sonajeros, balancines y ordenadores portátiles. En medio había una graciosa caricatura de la madre sosteniendo un maletín en una mano y un biberón en la otra.


—Es fantástico. Perfecto. Le encantará.


—El primer piso es amarillo y va relleno de crema de mantequilla. El segundo es de chocolate negro y merengue suizo. Asegúrate de llevarlo derecho.


—Vale. Realmente te lo agradezco.


Fue a sacar la cartera y Paula siseó furiosa:
—De ninguna manera permito que pagues este pastel. ¿Qué demonios te pasa?


—Solo quería… ¿Qué demonios te pasa a ti?


—¿Que qué demonios me pasa a mí? Te diré lo que demonios me pasa. —De un empellón en el pecho le hizo retroceder un paso—. Me pones de los nervios porque eres un mandón y un creído y vas perdonando la vida a los demás.


—Buf… ¿Me dices eso porque quiero pagar el pastel que te encargué? Estamos hablando de tu empresa, por Dios. Tú haces pasteles y la gente paga por llevárselos.


—Primero me echas un sermón, y sí, la expresión es «echar un sermón», porque ceno de cualquier manera, y después sacas la cartera como si yo fuera la asistenta.


—Eso no es lo que… Maldita sea, Paula.


—Nadie puede hacerte sombra, ¿verdad? —exclamó ella alzando las manos con un gesto de desesperación—. Gran hermano, consultor legal, socio de la empresa y gallina clueca. ¿Tienes que ser todo eso? ¿No te basta solo con una de esas facetas?


—No, porque encajo en más de una. —Pedro no gritaba como ella, pero por el tono de voz se notaba que empezaba a perder la paciencia—. Aunque no soy una gallina clueca.


—Entonces deja de manipular la vida de los demás.


—Hasta ahora nadie se ha quejado, y ayudarte forma parte de mi trabajo.


—En el campo legal y empresarial, pero no en el personal. Deja que te diga una cosa, e intenta meterte esto en la cabezota de una vez por todas. No soy tu mascota, no soy tu responsabilidad, ni tu hermana, ni tu chica. Soy una mujer adulta, libre de hacer lo que quiera y cuando quiera. No tengo que pedirte permiso ni buscar tu aprobación.


—Me estás tomando por el cabeza de turco —le espetó Pedro—. No sé qué mosca te ha picado. Si te apetece, me lo dices, pero no me escupas el veneno.


—¿Quieres saber qué mosca me ha picado?


—Sí.


—Ahora verás.


Quizá fue el champán. Quizá fue un ataque de locura. O puede que fuera la mirada atónita y molesta de Pedro, pero Paula dio rienda suelta al impulso que burbujeaba en su interior desde hacía años.


Lo agarró por el nudo perfecto de su elegante corbata, tiró de él llevándose al paso un mechón de su pelo y lo acercó a su rostro. Y lo besó presionándole los labios, con un beso tórrido, apasionado y furioso que le disparó el corazón cuando su mente le susurró: «Lo sabía.»


Le hizo perder el equilibrio, aposta, hasta que Pedro terminó asiéndola con fuerza por la cadera durante un instante glorioso.


Paula se abandonó. Quería saborear a ese hombre, absorberlo. Sabores y texturas, fuego y pasión al alcance de la mano. Se sació de él, como quería, y luego lo apartó de un empujón.


—Ya está. —Se echó hacia atrás el cabello con la mirada de él clavada en sus ojos—. El cielo no se ha desplomado, el mundo sigue girando, no nos ha partido un rayo ni hemos bajado a los infiernos. No soy tu maldita hermana, Pedro. Con esto queda claro.


Salió de la cocina con paso decidido y sin volver la vista atrás.


Excitado y sin poder salir de su asombro, Pedro, todavía enojado, se quedó clavado en el sitio.


—¿Qué demonios ha sido eso? ¿Qué diablos…?


Hizo ademán de salir tras ella pero se detuvo. Eso no terminaría bien, o terminaría de una manera que… Mejor no pensarlo. Primero tenía que recuperar sus facultades mentales.


Frunció el ceño al ver una copa de champán por la mitad. Se preguntó cuántas más se habría tomado antes de llegar él. 


Luego, como sentía la garganta más seca de lo normal, levantó la copa y se bebió hasta la última gota.


Debería irse a casa, directamente, y olvidarlo todo. 


Achacaría el incidente a… lo que fuera. Ya inventaría algo cuando recuperara el sentido.


Había ido a ver a Paula para recoger su pastel, nada más, pensó tapando la caja con cuidado. A ella le había dado por pelearse y luego lo había besado para darle una lección. Así estaban las cosas.


Él se iría a casa y dejaría que Paula reflexionara sobre lo que había sucedido.


Tomó el pastel. Sí, se iría a casa y se daría una buena ducha de agua fría.