sábado, 25 de marzo de 2017
CAPITULO FINAL (TERCER HISTORIA)
Paula permaneció inmóvil cuando se hubieron ido, pero como sabía que alguna de ellas regresaría al cabo de una hora para comprobar si se encontraba bien, se obligó a levantarse y fue a prepararse para ir a dormir.
Pensó que había pasado unas buenas vacaciones, y que eso nadie podría quitárselo. Por si fuera poco, ese verano había disfrutado del amor de su vida. No todo el mundo podía decir lo mismo.
Sobreviviría. Quizá Pedro y ella no serían amantes, pero siempre serían familia. Pedro y ella encontrarían la manera de superar la ruptura.
Se quedó acostada y a oscuras, dolida. Muy dolida. Intentó consolarse diciéndose que el tiempo lo curaba todo. Hundió la cabeza en la almohada y lloró un poco, porque en el fondo no se lo creía.
La brisa marina susurró en su mejilla como si le diera un beso, dulce y delicado. Paula suspiró, y tuvo ganas de aferrarse al sueño, de dejarse llevar por su aturdimiento.
—Vas a tener que despertarte.
Paula abrió los ojos y vio a Pedro mirándola fijamente.
—¿Qué?
—Despiértate y levántate. Ven conmigo.
—¿Qué? —Paula le dio un empujón e intentó ordenar sus pensamientos. La callada y mortecina luz de plata de unos instantes antes del amanecer envolvía la estancia—. ¿Qué haces? ¿Has vuelto ya?
—Levanta.
Paula intentó agarrarse a la sábana cuando notó un tirón, pero no lo consiguió.
—Has dejado plantados a tus amigos. Te has ido cuando…
—Bah, cállate. Yo te he escuchado antes, ahora me escucharás tú a mí. Vámonos.
—¿Adónde?
—A la playa, a dejar las cosas claras.
—No bajaré a la playa contigo. La comedia ha terminado.
—Eres una mujer contradictoria, Paula. O vienes por tu propio pie o te llevo a rastras, pero tú y yo acabaremos en la maldita playa. Como me preguntes por qué, te juro que te arrastro hasta allí.
—Tengo que vestirme.
Pedro vio que llevaba puestos la camiseta de tirantes y los pantaloncitos cortos del pijama.
—Vas tapada. No me pongas a prueba, Chaves. No he dormido y llevo muchas horas conduciendo. No estoy de humor.
—¿No estás de humor? ¡Eso sí es una novedad! —Paula balanceó las piernas para darse impulso y plantó los pies en el suelo—. Muy bien, liquidaremos esto en la playa, ya que es tan importante para ti.
Paula se apartó de él de un manotazo cuando Pedro quiso tomarla de la mano.
—Yo tampoco he dormido bien precisamente y no he tomado café. Así que no me pongas a prueba tú a mí.
Salió enfurruñada al porche y bajó los peldaños que conducían a la playa.
—Vale más que te tranquilices —le aconsejó Pedro—. No tiene sentido enfadarse.
—Para mí, sí.
—Para ti, siempre. Por suerte, yo soy una persona más equilibrada.
—Y una mierda. ¿Quién ha aparecido en mitad de la noche amenazando con sacarme de la cama a rastras?
—Está a punto de salir el sol. De hecho, es un momento fantástico. Me gusta, por aquello de que nace un nuevo día. —Pedro se quitó los zapatos al llegar a la arena—. Anoche no llegamos más lejos, geográficamente, quiero decir. Creo que podemos mejorar eso en otro terreno. Manos a la obra.
Le dio la vuelta y tiró de ella para darle un beso tórrido y posesivo. Paula le dio un empujón para zafarse, pero se encontró frente a un muro sólido e inamovible. Sin embargo, Pedro notó su tensión y la soltó.
—No hagas eso —dijo ella con voz queda.
—Tienes que mirarme y escucharme y… Paula, tienes que prestarme atención. —La cogió por los hombros con suavidad—. Tal vez tengas razón y puede que yo no vea nada pero, maldita sea, tú no escuchas. Ahora estoy mirando y veo. Si me escuchas, oirás.
—Muy bien, de acuerdo. No tiene ningún sentido que nos enfademos. Solo…
—¿Cómo quieres oírme si no te callas?
—Dime que vuelva a callarme y… —amenazó mirándolo con aire desafiante.
Pedro le tapó la boca con la mano.
—Voy a arreglar las cosas. Mi trabajo consiste en encontrar soluciones, y además eso coincide con mi manera de ser. Si me amas, vas a tener que aceptarlo. —Pedro apartó la mano de sus labios—. Pero si quieres pelea, a mí no me importa.
—Me alegro por ti.
—Odio haberte hecho daño porque, por un lado, no he ido con cuidado y, por otro, he sido demasiado meticuloso. Supongo que los Alfonso siempre estamos intentando encontrar el equilibrio.
—Yo soy la única responsable…
—De tus propios sentimientos, ya… Ignoro si has sido la única mujer que ha existido para mí. Estaba acostumbrado a verte y a pensar en ti de otra manera. Por eso no lo sé.
—Lo entiendo, Pedro, de verdad, yo…
—Calla y escúchame. Diste un giro a nuestra relación, y eso me tomó por sorpresa. No lo lamento; es más, tendría que darte las gracias. No sé si en el pasado fuiste la única —repitió Pedro—, pero ahora sí lo eres, lo serás mañana, el mes próximo y el año que viene. Serás la única durante toda mi vida.
—¿Qué?
—Ya me has oído. ¿Quieres que te lo diga más claro? Eres tú.
Paula se quedó mirándolo y su expresión le resultó muy familiar. Entonces lo comprendió y en ese instante su corazón se llenó de alegría.
—Te he querido toda mi vida. Quererte ha sido fácil para mí. No estoy muy seguro de cuándo me enamoré de ti, pero sí sé que me costó un poco más. Mis sentimientos son honestos, auténticos, y si hay complicaciones, no me importa. Te quiero.
—Pienso que… —A Paula se le escapó la risa—. No, no puedo pensar.
—Entonces no pienses. Escucha, y por una vez deja de imaginar lo que pienso y siento yo. Creía que lo lógico era ir despacio, darnos tiempo para adaptarnos a nuestra nueva situación, a lo que empezaba a sentir yo.
Le cogió la mano y se la llevó al corazón.
—Supuse que lo que necesitabas era asumir las cosas.
Tenías razón, y yo andaba equivocado. Tendría que haberlo entendido, pero tú tampoco te diste cuenta de lo mucho que te amo, de que te quiero y te necesito. Me compraría un par de perros si me apeteciera vivir acompañado, y en cuanto a hermana, ya tengo una. No es así como te considero, y te aseguro por lo más sagrado que no quiero que pienses eso de mí. Ahora estamos empatados. Estamos en el mismo nivel, Paula.
—Hablas en serio.
—¿Cuánto tiempo hace que me conoces?
A Paula se le empañaron los ojos y parpadeó.
—Mucho.
—Entonces ya sabes que hablo en serio.
—Te quiero muchísimo. Me decía a mí misma que lo superaría, pero era mentira. Nunca habría superado algo así.
—No he terminado. —Pedro se metió la mano en el bolsillo, sacó una cajita y la abrió. Paula se quedó atónita—. Era de mi madre.
—Ya lo sé. Yo… Oh, Pedro…
—Fui a retirarlo de la caja de seguridad del banco hace un par de semanas.
—Hace semanas…
—Después de aquella noche en el estanque. Las cosas habían cambiado ya, pero después de esa noche… en realidad fue cuando viniste a mi despacho. Entonces lo supe… supe cómo quería que fuera nuestra relación. Lo he adaptado a la medida de tu dedo. Si he sido un poco arrogante, te aguantas.
—Pedro… —Paula se quedó sin aliento—. No puedes… es el anillo de tu madre. Carla…
—He ido a despertarla antes que a ti. Le parece bien. Me ha ordenado que te dijera que no seas idiota, que nuestros padres te querían.
—Oh… —Le saltaron las lágrimas—. No quiero llorar, pero no puedo evitarlo.
—Nunca se me había ocurrido pedirle a nadie que llevara este anillo, y quiero que lo lleves tú. He ido en coche a Greenwich para recogerlo, y he regresado hoy mismo para dártelo. Quiero que lo lleves porque eres la única mujer que existe para mí. Cásate conmigo, Paula.
—Dile a Carla que no seré idiota, pero primero dame un beso. Quiero celebrar que no hace falta que deje de quererte.
La brisa le rozó la piel y el pelo cuando ambos juntaron sus labios, y el fuerte latido del corazón de ese hombre se acompasó al suyo. En ese momento se oyeron unos silbidos y unos gritos de animación.
Paula volvió la cabeza y apoyó su mejilla en la de Pedro. El grupo se había reunido en el porche de la casa.
—Carla ha despertado a los demás.
—Sí, lo nuestro siempre ha sido un asunto de familia —comentó Pedro separándose de ella—. ¿Lista?
—Sí, estoy completamente lista. Pedro quiero todo.
El anillo que le puso en el dedo reflejó los primeros rayos del sol mientras una luz rosicler despuntaba por el este. Paula paladeó ese instante y lo selló con un nuevo beso.
—Estamos en el momento y en el lugar perfectos —le dijo—. Dime otra vez que soy la única mujer que existe para ti.
—Eres la única —repitió Pedro tomando la cara de ella entre sus manos—. La única mujer que existe para mí.
Iba a ser la única a partir de ese día que nacía, pensó Paula, y durante todos los días que vendrían.
Se cogieron de la mano y subieron los peldaños de la playa para ir a compartir ese momento con la familia.
CAPITULO 54 (TERCER HISTORIA)
Comprendió que esa mujer necesitaba algo más que palabras, y él quería dárselo. Le había abierto su corazón, y gracias a su sinceridad, le había quedado muy claro lo que sentía por él.
Paula corrió y paseó hasta serenarse. Había comprendido que la escena de la playa era obligada, que si no hubiera sucedido en ese momento, habría sucedido igualmente, quizá en otro lugar. Era inevitable abordar la cuestión. Para ambos. Mejor que hubiera ocurrido más pronto que tarde.
Si la consecuencia era que rompía con Pedro, saldría adelante. Paula sabía curarse las heridas y aceptar las cicatrices.
Pedro se había comportado con amabilidad y ella se había enfurecido, pero de alguna manera ambos se habían movido de sitio.
Paula subió a su dormitorio por las escaleras exteriores con la intención de no encontrarse con nadie hasta la mañana siguiente.
Sin embargo, sus tres amigas la esperaban. Emma se levantó al verla.
—Lo siento. Siento mucho haberle contado lo de Lourdes.
—No es culpa tuya, no te preocupes.
—Sí lo es y me preocupa. Lo siento.
—Yo también lo siento —intervino Maca—, porque fue mi madre quien colocó la bomba.
—Y yo —afirmó Carla tendiéndole la mano—, porque Pedro es mi hermano.
—Bueno… ¡Vaya grupo de plañideras…! —soltó Paula sentándose en la cama—. En realidad no es culpa de nadie. Las cosas son como son. Aunque creo que esta noche paso de las risas y los juegos. Podéis buscar una excusa para mí, ¿verdad? Decid que tengo dolor de cabeza, que estoy cansada de haber ido de compras o que me he tomado demasiados margaritas.
—Sí, por supuesto, pero… —Maca se interrumpió y miró a Carla y a Emma.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—Pedro se ha ido —dijo Carla sentándose a su lado.
—¿Se ha ido? ¿Qué quieres decir?
—Ha dicho que regresará mañana por la mañana, que tenía que ir a ocuparse de un asunto. Insinuó que se trataba de un tema de trabajo, pero…
—Nadie se lo ha tragado. —Paula escondió la cabeza entre las manos—. Fantástico. Mejor, imposible. He sido yo la que le ha dicho que se marchara. ¿Ahora resulta que me escucha? He metido la pata. Tendría que haberme ido yo. ¡Por Dios, estoy en su casa!
—Volverá —intervino Emma acariciándole la espalda—. Seguramente ha querido darte tiempo. Ya arreglarás las cosas, cariño.
—No se trata de arreglar nada. He dicho cosas que…
—Todos decimos barbaridades cuando nos ponemos furiosos o estamos tristes —la consoló Maca.
—Le he dicho que le quiero, que siempre le he querido, que nunca ha habido nadie más. Básicamente le he abierto mi corazón y se lo he puesto en bandeja.
—¿Qué ha dicho él? —preguntó Carla
—Nada. No le he dejado hablar, porque no quería oír sus comentarios. Lo único que quería era que se marchara, y yo he desaparecido, corriendo más que andando.
—¿No ha ido tras de ti? —Emma soltó un bufido—. Ese hombre es imbécil.
—No. Me conoce muy bien y sabe que hablaba en serio. Pero yo no esperaba que se marchara en realidad. Crees que conoces a alguien porque lo has tratado toda la vida, y un buen día te da una sorpresa. Procuremos que algo así no nos estropee las vacaciones. Creo que me pondría enferma si eso ocurriera. Lo único que quiero es irme a la cama.
—Te haremos compañía —murmuró Emma.
—No, de verdad. Voy a acostarme, pero si queréis hacerme un favor, salid y fingid que todo va bien, que la situación es completamente normal. Eso sí os lo agradecería.
—Muy bien —dijo Carla antes de que Emma empezara a protestar—. Si necesitas compañía o cualquier otra cosa, solo tienes que llamar a mi puerta.
—Lo sé. Estaré bien, y por la mañana, aún mejor.
—Si no es así, y quieres volver a casa, iremos contigo —afirmó Carla abrazándola.
—O echaremos a los hombres y nos quedaremos aquí nosotras solas —propuso Maca.
—Sois las mejores amigas del mundo. Estaré bien.
CAPITULO 53 (TERCER HISTORIA)
Pedro tuvo la oportunidad de hablar con Emma a solas cuando le sugirió que fueran en coche al vivero de la zona para que eligiera las plantas que más le gustaran para el jardín.
La joven se apuntó al plan con tanta rapidez y entusiasmo que Pedro se sintió un poco culpable. Decidió que la compensaría dejando que escogiera libremente, aunque eso implicara tener que contratar a un equipo de paisajistas local para que se encargara del mantenimiento.
Su mala conciencia se disipó en el mismo momento en que Emma entró en el coche.
—La clave está en buscar un mantenimiento mínimo —dijo Emma—. Me encantaría diseñar un jardín inundado de color y con texturas muy diversas, pero como no vivís aquí, no tiene ningún sentido, porque al final lo cuidarían otros. Vosotros estaréis yendo y viniendo durante todo el año.
—Exacto. —Le daría lo que le pidiese, se dijo de nuevo Pedro. Lo que le pidiese.
—Lo siguiente que hay que hacer es optar por unas plantas y un césped que sean compatibles con la playa y procurar darle un aire natural. ¡Será muy divertido!
—Seguro que sí.
—Claro. —Emma rió y le apretó el brazo—. Me voy a divertir un montón, y además quiero que lo consideres un detalle de agradecimiento por mi parte, por haberme invitado a venir de vacaciones. Este lugar es precioso, Pedro. Todos estamos muy contentos de haber venido.
—¿Un detalle de agradecimiento? Por favor, Emma…
—A mí me gusta dar las gracias, y no te consiento que me lleves la contraria. No se hable más. Chico, ¡qué día más bonito…! Me muero de ganas de empezar.
—Es muy agradable salir de la ciudad y relajarse. Nos irá bien a todos.
—Tienes toda la razón.
—Te olvidas de las presiones. Vivimos con mucho estrés, y no solo por el trabajo, sino por cosas que nos preocupan. A Paula le afectó mucho la escena con Lourdes.
—¿Ah, te lo contó? No estaba segura de si lo haría —dijo Emma retrepándose en el asiento, al notarse que se acaloraba de la rabia.
—Fue una suerte sorprender a Lourdes antes de que entrara en casa de Maca y Sebastian, pero no me gustó que tuviera que enfrentarse a esa mujer sola.
—Manejó bien la situación y la envió a paseo, pero comprendo lo que quieres decir. Cuando Lourdes fue a por ella, no supo defenderse. Le afectó mucho. Esa mujer sabe exactamente dónde clavarte el cuchillo.
—Lo que diga Lourdes no tiene ninguna importancia.
—No, pero las palabras hieren, y ella sabe usarlas. Es… una depredadora, eso es lo que es, y va a buscar los puntos débiles. A Paula le dio de lleno. Primero atacando a su padre, y luego a ti. La apuñaló y le clavó las garras.
—Los padres en general son un punto débil para mucha gente. Paula se ha hecho a sí misma, incluso a pesar de su familia, y eso es digno de orgullo.
—Estoy completamente de acuerdo, pero para nosotros es más fácil porque nunca nos han despreciado. Siempre nos han querido y nos han apoyado. Imagínate que te enteras de que tu padre fue lo bastante débil (y tuvo el mal gusto) para enrollarse con Lourdes… Tragarse una cosa así tiene que costar; y mientras Paula intenta digerir la historia, esa bruja le suelta que es el hazmerreír de todos al creerse que alguien como tú irá en serio con ella. Por si fuera poco, además la insulta diciéndole que todos saben que va detrás del dinero y de la posición de los Alfonso, porque solo hace falta ver cuáles son sus orígenes.
Emma se interrumpió para calmarse y Pedro se quedó en silencio mientras procesaba mentalmente toda esa información.
—Se acabó montando un lío espantoso —siguió contando Emma—. Paula quedó como una cazafortunas de baja estofa y tú como el energúmeno que te tiras a la amiga de su hermana porque le apetece. Y como eso es exactamente lo que piensa Lourdes, sabe clavar el puñal con autoridad. Le hizo llorar, y ya sabes que a Paula hay que darle con un palo para arrancarle las lágrimas. Si Lourdes no se hubiera ido ya cuando llegué, le habría… Ay, mierda… ¡Mierda! Paula no te lo había contado.
—Me contó que Lourdes apareció en la finca y que ella la echó, pero pasó por alto varios puntos importantes.
—Maldita sea, Pedro. ¡Eres lo que no hay! Me has manipulado para que te contara toda la historia.
—Es posible, pero ¿no tengo derecho a enterarme?
—Puede que sí, pero yo no tenía derecho a contarte algo así. Me la has jugado y ahora he traicionado a una amiga.
—No has traicionado a nadie —especificó Pedro aparcando en el vivero y volviéndose hacia ella—. Escucha, ¿cómo quieres que lo arregle si no me entero de lo que ha pasado?
—Si Paula quisiera que lo arreglaras…
—Por lo que sé se enfada cada vez que quiero arreglar las cosas, pero dejemos eso por ahora. Lourdes es un problema, y no solo para Paula, sino para todos nosotros. Sin embargo, en este caso en concreto, fue a por ella, y le hizo daño. ¿No ibas a decir que te habrías encargado personalmente si lo hubieras sabido antes?
—Sí, pero…
—¿Crees que salgo con Paula porque sí, que me acuesto con ella porque la tengo a mano?
—No, claro que no.
—Paula sí lo piensa, créeme. Al menos, en parte.
—Sin comentarios, y no me parece bien que me interrogues.
—Bien, plantearé la cuestión de otra manera.
Emma se quitó las gafas de sol con brusquedad y lo fulminó con la mirada.
—No me intimidarás con tu palabrería de abogado, Pedro. Ahora mismo estoy que me subo por las paredes.
—Era necesario que me enterara. Paual no dejará que meta baza. En parte por orgullo, pero también porque no se quita esa idea de la cabeza. Puede que yo tenga la culpa, que haya provocado que se sienta insegura… Ayer pensé que los tiros podrían ir por ahí, pero tenía que confirmar mis sospechas.
—¡Qué listo eres! —Emma abrió la portezuela del coche con decisión y Pedro la detuvo asiéndola por el brazo.
—Emma, si no me entero de lo que está pasando, si no tomo cartas en el asunto y actúo, le haré daño, y lo último que quiero es herirla.
—Deberías habérselo preguntado directamente.
—Ella no habría querido hablar del tema conmigo. Lo sabes muy bien. Solo se prestará si encuentro la manera de acorralarla, y ahora ya estoy preparado. Ayer me equivoqué cuando me ofrecí a devolverle el dinero de la compra, porque no entendí la situación. No se trata de Lourdes, aunque ya quise ocuparme de ella hace tiempo, y pienso hacerlo. Se trata de mí y de Paula.
—No andas desencaminado. —Emma suspiró—. Pero me has puesto en una situación muy difícil, Pedro.
—Lo siento, y vas a seguir en esta situación, porque voy a pedirte que no le digas nada. Al menos hasta que pueda hablar con ella. Si Paula no cree en nuestra relación a estas alturas, no funcionará. No saldrá bien. Y si tengo ni que sea una mínima parte de responsabilidad en eso, me toca arreglarlo. Te pido por favor que me des esta oportunidad.
—¡Qué bueno eres! ¿Cómo quieres que te diga que no?
—Hablo en serio. Paula y yo tenemos que quitarnos la careta y hablar claro de lo que está pasando. Quiero que me des la oportunidad de poder hacer eso.
—Os quiero a los dos, y me gustaría que fuerais felices. Créeme, Pedro, si te digo que vale más que lo arregles. Si fastidias las cosas, o dejas que ella meta la pata, te echaré a ti las culpas.
—Me parece bien. ¿Vas a seguir enfadada conmigo?
—Te lo diré cuando hayas hablado con ella.
—Emma… —Pedro se inclinó y le dio un beso en la mejilla.
—Oh… —Emma suspiró hondo—. Vamos a comprar plantas.
Pedro procuró armarse de paciencia durante la interminable inspección, búsqueda y selección de género, y en los momentos en que se atrevía ni que fuera a cogerla del brazo para reanudar la marcha, ella lo fulminaba con una mirada glacial.
Al final metieron en el coche lo que pudieron y encargaron que les enviaran el resto, que era una cantidad considerable, a domicilio.
—Llévatela a la playa —le sugirió Emma durante el trayecto de vuelta—. Procura que no se entrometa nadie. No intentes hablar con ella de este tema en la casa o en los alrededores. Hay demasiadas posibilidades de que os interrumpan, y si
eso pasa, le darás la oportunidad de cerrarse en banda o de huir.
—Bien pensado. Gracias.
—No me las des. Puede que no lo haga por ti, sino por ella.
—Como quieras.
—Id a dar un largo paseo. Ahora bien, como Paula regrese trastornada, te aseguro que te vas a enterar. Le diré a Jeronimo que te dé tu merecido.
—No estoy tan seguro de que vaya a poder, aunque tú sí podrías.
—Métete esto en la cabeza y no la pifies. —Emma se interrumpió—. ¿Tú la quieres?
—Claro que sí.
La joven se volvió hacia él.
—Menuda bobada… Decir eso es ridículo. Me están entrando ganas de darte una patada en el culo.
—¿Por qué…?
—Basta —exclamó Emma sacudiendo la cabeza, y desviando la mirada al frente—. Se acabaron las pistas. Vas a tener que solucionar esto tú solo; si no, no servirá de nada. Yo me mantendré al margen. Me zambulliré de cabeza en mis plantas. Me desentiendo de vosotros dos. Es lo mejor que puedo hacer. —Y entonces se mordió el labio—. Pero no seas idiota y nunca más digas «claro que sí».
—Vale.
Pedro aparcó el coche frente a la casa y Emma hizo honor a su palabra. Descargó las herramientas nuevas y se enfrascó en su trabajo.
A su pesar, Pedro tuvo que posponer el plan de llevarse a Paula a dar un largo paseo.
—Paula se ha ido con Carla de compras —le aclaró Jeronimo—. Carla quería unas cosas para la casa y ha hecho una lista. También he oído que hablaban de unos pendientes. Maca está en la piscina, Sebastian en la playa, con uno de sus libros, y Martin anda por ahí. Yo bajaba ahora mismo.
—¿Han dicho cuándo volverán? Me refiero a Paula y a Carla.
—Tío, yo qué sé… Han ido de compras… Igual pueden tardar una hora como tres, o incluso cuatro días.
—De acuerdo.
—¿Hay algún problema?
—No, no… Quería saberlo.
Jeronimo se puso las gafas de sol.
—¿A la playa?
—Sí, bajo enseguida.
—Iré a ver si Emma quiere que le ayude antes de marcharme. Por cierto, muchas gracias.
—Espera a que llegue el resto. No nos cabía en el coche.
—Fantástico.
Al cabo de una hora Carla y Paula todavía no habían regresado, y Pedro empezó a enfadarse. Se dedicó entonces a pasear arriba y abajo del porche repasando
mentalmente diversas situaciones posibles, como haría antes de comparecer en los juzgados.
Oyó las voces de Emma, Jeronimo, Sebastian, Maca y Martin. Vio a unos en la playa, dándose un baño, y a otros en el paseo, y cuando a la hora del almuerzo oyó que se acercaban, probablemente para picotear, salió para darse un chapuzón a solas y reflexionar.
Al caer la tarde, cuando empezaba a plantearse si debería o no llamar a Paula al móvil, vio que el coche de Carla enfilaba el camino de entrada.
Mientras las chicas descargaban un montón de bolsas con sus compras, Pedro se acercó para ayudarlas. No paraban de reír, como dos niñas a quienes pillan abriendo una caja de galletas.
Sabía que no venía a cuento, pero verlas tan alegres le irritó.
—Oh, Emma… ¡esto es precioso! —gritó Carla.
—Lo es, y todavía no está terminado.
—Descansa un rato y ven a ver lo que hemos comprado. Lo hemos pasado bomba. ¡Eh! —exclamó Paula sonriéndole a Pedro—. Llegas a tiempo para ayudarnos a cargar con las bolsas. Huy, vamos retrasados y ya es hora de menear la coctelera. Las compras nos han dado mucha sed y queremos tomar unos margaritas en la playa.
—Empezaba a preocuparme… —Pedro oyó el tono de su voz y estuvo a punto de esbozar una mueca de disgusto.
—Bah, ahora no nos des la lata, papi. Carga con esto. —Paula le pasó unas cuantas bolsas—. Em, hemos descubierto una tienda de regalos increíble. ¡Habrá que volver!
—¿Para qué? No debe de quedar nada. —Martin se acercó para echar una mano.
—Creo que hemos entrado en todas las tiendas que existen en ochenta kilómetros a la redonda, pero no creáis que lo hemos comprado todo. ¡Qué triste estás! —Paula se rió mirando a Pedro—. Te he traído una cosa.
Visto que no le quedaba otra alternativa, Pedro subió las bolsas, y se vio obligado a permanecer en un discreto segundo plano mientras las mujeres se abalanzaban para abrirlas y enseñar sus trofeos.
—¿Por qué no vamos a dar una vuelta por la playa? —le propuso a Paula.
—¿Estás de guasa? He caminado ochocientos mil kilómetros y ahora necesito un margarita. ¿Quién se encarga hoy de prepararlos? —preguntó alzando la voz.
—Me ocupo yo —se ofreció Martin dirigiéndose a la cocina.
Pedro miró a Emma con la intención de que le echara un cable, pero ella se limitó a encogerse de hombros y admirar las adquisiciones.
Ojo por ojo, pensó Pedro.
—Toma —dijo Paula entregándole una caja—. Te he traído un recuerdo.
Puesto que no podía con ellas, Pedro decidió relajarse.
—Es un atrapasoles —le dijo cuando Pedro abrió el paquete—. Está hecho con cristales de la playa reciclados. —Paula tocó uno de los suaves fragmentos de colores—. He pensado que podrías colgarlo en casa… para recordar los buenos tiempos.
—Es fantástico. —Pedro dio unos golpecitos en uno de los lados y el móvil tintineó ejecutando una danza—. En serio. Gracias.
—He comprado otro más pequeño para mí que colgaré en la sala de estar. No he podido resistirme.
Tomaron unos margaritas y hablaron de preparar la cena.
Pedro no consiguió convencerla.
Paciencia, se recordó y logró seguir su propio consejo hasta que se puso el sol.
—Paseo. Playa. Tú y yo —dijo Pedro tomándola de la mano y empujándola hacia la puerta.
—Pero si ahora vamos a…
—Luego.
—Mandón —exclamó Paula, pero entrelazó los dedos con los suyos—. ¡Qué bien se está aquí fuera! Mira el cielo. Supongo que se impone una visita a la playa, ya que hoy he pasado el día de compras —comentó tocándose los pendientes nuevos—. De todos modos, la cantidad de cosas bonitas que me he comprado me recordarán estas dos semanas. Cuando en invierno tengamos que quedarnos encerrados en casa, miraré a mi alrededor y diré: el verano ha vuelto.
—Quiero que seas feliz.
—Tus deseos son órdenes. Estoy muy contenta.
—Necesito hablar contigo, preguntarte una cosa.
—Dime. —Paula se volvió y caminó hacia atrás mirando la casa—. Emma ha acertado con las plantas y el césped.
—Paula, préstame atención.
Ella se detuvo.
—Está bien. ¿Qué pasa?
—No estoy muy seguro. Necesito que me lo digas tú.
—Entonces te diré que no pasa nada malo.
—Paula… —Le cogió las manos—. No me contaste que Lourdes se metió contigo por mi causa, que se metió con los dos.
Notó que las manos de ella se tensaban.
—Te dije que me enfrenté a Lourdes. Emma no tenía ningún derecho a…
—No es culpa suya. Se lo sonsaqué sin que se diera cuenta. Creyó que me habías contado toda la historia, que es lo que deberías haber hecho. Es más, Paula, deberías haberme dicho que creías que parte de lo que había dicho era verdad. Si por lo que he hecho o dicho te has sentido…
—Olvida eso.
—No. —Pedro la asió con fuerza al notar que ella iba a retirar las manos—. Lourdes te hizo daño, y yo también, indirectamente. No se me olvida que por mi culpa te sentiste herida.
—Olvídalo, Pedro. Te absuelvo de todo pecado, y no quiero hablar de Lourdes.
—No estamos hablando de ella. Hablamos de ti y de mí. Por Dios, Paula, ¿no puedes ser sincera conmigo? ¿No podemos ser sinceros el uno con el otro?
—Lo soy. Te he dicho que no pasa nada.
—No es verdad. Si lo fuera, no te pondrías furiosa cuando me ofrezco a pagar la compra, o cuando quiero abonarte un pastel. Sé que no se trata del dinero, sino de lo que este enmascara.
—¿Cuántas veces te he dicho que no tienes que estar sacando siempre la cartera? No permitiré que pagues por mis servicios…
—Paula. —Habló con un tono tan pausado que ella se calló—. Esa nunca ha sido mi intención, y deberías saberlo. Me dijiste que teníamos que movernos en el mismo terreno, pero no podremos si no me dices lo que quieres, lo que necesitas y sientes.
—¿No lo sabes?
—No lo sé si tú no me lo dices.
—¿Tengo que decírtelo? ¿Durante todo este tiempo me has mirado, me has tocado, has estado conmigo y aún no lo sabes? —Paula se zafó con un gesto brusco y se volvió de espaldas—. De acuerdo, bien… Soy la única responsable de mis propios sentimientos, y es una estupidez quedarme esperando hasta que seas capaz de verlo. ¿Necesitas que te lo diga yo? Bien, te lo diré. Dices que tenemos que movernos en el mismo terreno, pero eso es imposible si andas siempre preocupado por mí y yo estoy perdidamente enamorada de ti. Siempre he estado loca por ti, y tú sin darte cuenta.
—Espera…
—No. ¿Quieres sinceridad? Seré sincera. Tú eres el único hombre que ha contado para mí. Siempre lo has sido, y nada, nada de lo que he hecho ha logrado cambiar eso. Me mudé a Nueva York, trabajé para labrarme un futuro y convertirme en alguien de quien pudiera sentirme orgullosa, pero seguía sintiendo que Pedro era el único hombre para mí, y por muchas cosas que hiciera, por muchos triunfos que consiguiera, él seguía faltándome. Intenté entablar relaciones serias con otros hombres, pero solo conseguí afectos pasajeros, o fracasos directamente, porque no encontré a nadie como tú.
Cuando el viento sopló y el pelo le tapó los ojos, se lo apartó de la cara de un manotazo.
—No podía hacerme la dura ni convencerme a mí misma con argumentos, por muy dolorosa y humillante que fuera la situación, aunque me diera rabia. Lo manejé como pude, y luego le di un vuelco a mi vida. Cambié las cosas, Pedro.
—Tienes razón. —Pedro le enjugó las lágrimas que raramente le rodaban por las mejillas—. Escucha…
—No he terminado todavía. Cambié las cosas, pero tú sigues, y seguirás, intentando encargarte de todo, y de mí también. No quiero pasar a ser responsabilidad tuya, ser una obligación para ti, tu mascota. No lo toleraré.
—Por Dios, ¿cuándo he dicho yo algo así? No es esto lo que siento por ti. Te quiero.
—Sí, me quieres. Nos quieres a las cuatro, y tuviste que ponerte al frente de todo cuando tus padres murieron. Lo sé, Pedro, lo entiendo, y sentí mucho que tuvieras que vivir eso, y asumirlo. Ahora que estoy contigo, comprendo mejor las cosas, y tus sentimientos también.
—No se trata de eso.
—En cierto modo, sí; siempre sale el mismo tema. Ahora que han cambiado las cosas entre los dos, o que tendrían que haber cambiado, estoy contenta tal y como lo vivimos… o al menos lo estaba. ¿No acabo de decirte que me siento feliz? Si ahora me preguntas qué necesito o qué deseo, y me pides que haga una de tus malditas listas, te diré que no es esto lo que quiero, ni lo que necesito. No te estoy pidiendo que te declares, ni que me hagas promesas. Sé vivir el presente, y soy feliz. Pero también estoy en mi derecho de sentirme herida y triste cuando alguien como Lourdes me clava las zarpas. Incluso tengo derecho a refugiarme en mí misma hasta que sanen los arañazos. No necesito que te hagas cargo de mis cosas, que procures solucionarlo todo, y tampoco lo deseo. No quiero que me presiones para que analice mis sentimientos cuando yo nunca hago eso contigo.
—Eso es cierto —musitó Pedro—. ¿Por qué no lo has hecho nunca?
—Quizá porque no me apetece oír lo que puedas decirme; porque, en el fondo, no quiero saberlo —le espetó antes de que Pedro pudiera retomar la palabra—. Acabo de abrirte mi corazón y me siento como una idiota. Ahora no podría oírte decir nada. No esperes eso de mí. Necesito ir a dar una vuelta para digerirlo. Deja que vaya a pasear. Márchate.
Pedro la observó mientras ella se alejaba corriendo por la playa. Podría alcanzarla y obligarle a que lo escuchara, pero ella se negaría.
La dejó marchar.
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