viernes, 7 de abril de 2017

CAPITULO 43 (CUARTA HISTORIA)





—¿PC? ¡Menuda idiotez!


—¿Lo has despachado con un mensaje de texto? Qué fría... —Laura se incorporó—. Eso es darse aires.


—No lo he despachado. Teníamos programada una reunión general. —Que, pensó Paula, había terminado hacía un momento con muy buenos resultados. Por eso podía estar ahora relajándose y tomando una copa de vino con sus amigas.


—Por lo que nos has contado, Pedro intentaba capear una situación complicada. —La compasión asomó a los grandes ojos castaños de Emma—. Hay gente que necesita refugiarse en sí misma para eso.


—Sí, es verdad. Por eso le he dado el tiempo y el espacio que me ha pedido.


—Y solo porque él lo dé por terminado no quiere decir que el asunto esté terminado. Por otro lado —apuntó Maca—, estás cabreada.


—En realidad, no. O solo un poco —rectificó Paula—. Prefiero que él, o quien sea, explote y grite, aunque yo esté a tiro, a que calle y se encierre en sí mismo. Lo que ocurre es que Pedro no quiere aceptar mi apoyo sincero, mi comprensión. Y eso me cabrea. Un poco.


—Bien, te diré lo que pienso. —Maca respiró hondo—. Mi madre nunca me puso las manos encima, o sea que no puedo culparla de ese tipo de maltrato. Pero me manipuló, me despreció y me abofeteó emocionalmente. —Maca dedicó a Emma una sonrisa de agradecimiento cuando su amiga le rozó la pierna con afecto—. Os tenía a las tres para hablar, pero aun así a veces me derrumbaba... o me encerraba en mí misma. Y a veces también, aun teniéndoos a todas, a la señora Grady, a Sebastian a mi lado, necesito encerrarme en mí misma, o al menos estoy acostumbrada a ello, y es lo que hago.


—Ojalá no fuera así—terció Emma.


—Ya sé lo que pensáis, y como lo sé, me siento un poco culpable cuando le doy tantas vueltas. Entiendo bastante bien a lo que se enfrenta Pedro. Mi padre no murió, pero me abandonó, y desde entonces nunca ha estado allí cuando yo quería o lo necesitaba de verdad. Y a mí me abandonaron y me dejaron con alguien que, con mucha menos violencia que el cabrón de Artie, hizo que me sintiera inferior.


Maca tomó un sorbo de agua para aclararse la garganta.


—Y a veces, aun cuando parece que ya lo he superado, vuelvo a sentir toda esta mierda y miro a Em, con esa familia increíble; a Laura, capaz de decir «que os den» y decirlo de verdad; a Paula, tan equilibrada... y siento que no podéis entenderlo. ¿Cómo diablos vais a entender una cosa así? Y eso te pone a la defensiva y se suma a la culpabilidad y al ir dándole vueltas al tema. Por eso a veces no quiero hablar de esta mierda porque... porque, bueno, soy yo quien tiene que tragársela.


—Piquito de oro —sentenció Laura brindando por ella—. De todos modos, nosotras conocemos varias maneras de hacerte hablar.


—Sí, y después siempre me siento mejor. No solo sabéis las teclas que hay que tocar para que me abra, sino que además termino abriéndome y sé que aceptaréis mis problemas porque me queréis.


—Yo no —dijo Laura sonriendo—. Solo me das pena porque soy un pozo inagotable de compasión.


Maca asintió.


—La madre Teresa era una zorra desalmada comparada contigo.


—Le he dicho que le quiero —murmuró Paula.


Laura, como activada por un resorte, se volvió para mirarla.


—¿Qué? Buena manera de desviar la atención. ¿Cuándo?


—Cuando estaba cabreadísima. Cuando me dijo que yo no entendía nada y que eso no tenía nada que ver conmigo. Le dije que era un imbécil y que sí tenía que ver conmigo, porque le quería. Luego volví a entrar en casa para seguir trabajando en la boda, que es lo que debería estar haciendo ahora mismo.


—¿Qué dijo él? —preguntó Emma con la mano en el corazón—. ¿Qué hizo?


—Ni dijo ni hizo nada. Estaba demasiado ocupado mirándome fijamente, como si acabara de recibir una patada en los huevos. Eso habría sido lo mejor.


—¿El viernes? Se lo dijiste el viernes. —Emma hizo aspavientos—. ¿Hemos estado trabajando juntas todo el fin de semana y no nos lo has dicho hasta ahora?


—No nos lo ha dicho porque cada cual se traga su propia mierda.


Paula desvió la mirada hacia Maca.


—Si tenemos que seguir con este latiguillo, sí, supongo que es verdad. Necesito pensarlo un poco. Porque absolutamente nada está yendo como pensaba, como siempre había pensado. Yo tengo que enamorarme de un hombre sensato y brillante a la vez, con un gran sentido del humor y aficionado al arte. Ya sé que has puesto los ojos en blanco, Laura, o sea que corta el rollo.


—Ha sido por el gran sentido del humor.


—Como quieras. Este era el plan a largo plazo que me había ido trazando con sumo cuidado a lo largo de toda una década.


—¿De verdad?


—Cállate, Maca. —Pero Paula sonrió tímidamente—. Este hombre, sensato y brillante a la vez, y yo saldríamos tranquilamente durante unos meses, para ir conociéndonos, gustándonos, y luego haríamos un viajecito romántico... destino optativo. Podría ser una suite maravillosa de un hotel de Nueva York, una casita en la playa o un hotel rural en el campo. Cenaríamos a la luz de las velas o quizá haríamos un picnic. Y después, el sexo sería fantástico.


—¿Eso incluiría también follar en el lavadero? —preguntó Laura.


—Tú cállate también o no oirás el resto del plan.


Adoptando un aire de mortificación, Laura imitó el gesto de coserse los labios.


—Bien. —Satisfecha, Paula se quitó los zapatos y puso los pies encima de la mesa—. Seríamos amantes y viajaríamos cuando nuestras obligaciones nos lo permitieran. Discutiríamos de vez en cuando, claro, pero siempre lo hablaríamos... de una manera razonable, racional.


Paula miró de repente a Emma.


—Estás callada, pero puedo oír que estás pensando «¡Qué aburrido!». De todos modos, esta parte te gustará. Él me diría que me quiere. Me cogería de las manos, me miraría a los ojos y me lo diría. Y un día, volveríamos a esa suite maravillosa, o a esta casita, o a ese hotel rural, y cenando a la luz de las velas, me diría otra vez que me quiere, que soy todo lo que siempre ha querido. Y me pediría que nos casáramos. Yo le diría que sí, y así es como se haría realidad el felices para siempre.


—Más le vale llevar en el bolsillo un anillo de diamantes enormes —dijo Laura—. Mínimo cinco quilates.


—Típico —comentó Maca ahogando una carcajada.


—A mí me parece muy bonito —terció Emma fulminando a Laura con una mirada.


—Es muy bonito, y puede que sea ridículo, pero es mi plan. 
—Paula, decidida, se dio unos golpecitos en el corazón—. Soy capaz de ajustar mis planes según las circunstancias y las necesidades.


—Nadie mejor que tú para eso —accedió Maca.


—Pero lo que está pasando con Pedro se sale absolutamente del guión. Ni siquiera se le parece, y aun así, estoy enamorada de él. Además ahora ya se lo he dicho, y con eso he roto otra página más del guión.


—Ya sé que sabes, y que todas sabemos, que el amor no se ajusta a ningún guión. Si fuera así—añadió Laura—, ahora estaría besuqueándome con un artista cachondo llamado Luc en nuestro estudio de París en lugar de casarme con tu hermano, un abogado cachondo llamado Daniel.


—Claro que lo sé, pero eso no significa que la idea me entusiasme.


—No solo le estás dando a Pedro tiempo y un poco de espacio —prosiguió Maca—. Tú también te lo estás dando.


—Lo necesito, porque hay algo en el guión que no puede cambiarse ni reescribirse. La persona de quien te enamores tiene que corresponderte, si no las cosas terminan por torcerse.


—Si ese hombre no te quiere es un imbécil.


—Gracias, Em.


—Lo digo en serio. Eres perfecta... en el buen sentido de la palabra, no en el sentido qué repelente es esa tía.


—A veces es repelente —dijo Laura y sonrió a Paula—. Pero de todos modos la queremos.


Comprendiendo, Paula levantó la copa en honor de sus amigas.


—Yo también os quiero, repelentes mías.


—Mis mujeres favoritas. —Dani entró en la habitación, examinó a las chicas y sacudió la cabeza—. Si esta es una de vuestras charlas solo para chicas, ya podéis ir terminando. He convencido a la señora G. para que nos prepare sus chuletas de cordero al romero, y acaba de avisarme de que faltan dos minutos. Jeronimo y Sebastian vienen de camino.


—¿Comemos aquí? —Maca brincó de su asiento y levantó el puño al aire—. ¡Uau! Tenemos el mejor montaje de todos los montajes.


—Iré a echarle una mano. —Laura se levantó y miró a Dani, que arqueó las cejas y asintió—. Vamos, Em.


Las chicas se fueron y Dani, sentándose en el borde de la mesita de centro, impidió la salida a su hermana.


—Dime, ¿qué pasa entre Pedro y tú? ¿Tengo que atizarle? —Al ver la cara de Paula, le dio una palmada en la rodilla—. Creo que puedo con él, pero me llevaría a Jeronimo y a Sebastian por si las moscas.


—Muy amable de tu parte, pero no es necesario.


—Algo se cuece. El domingo no pasó por casa para ver el partido de los Giants y hace días que no viene por aquí.


—Estamos... evaluando la situación.


—¿Y eso, traducido, quiere decir que os habéis peleado?


—No, no nos hemos peleado. Y si nos hubiéramos peleado, creo que sabes que puedo defenderme sola.


—Sin duda, pero si algún tío te hace daño, aunque sea amigo mío, precisamente si es amigo mío, se va a enterar. Son las normas del Gran Hermano.


—Sí, pero tú siempre estás cambiando las normas del Gran Hermano.


—Eso son enmiendas, apéndices, el codicilo ocasional.


—No nos hemos peleado. Y si me siento herida en mis sentimientos, y eso vas a tener que asumirlo, es porque estoy enamorada de él.


—Ah…—Daniel se sentó con las manos encima de los muslos—. Voy a necesitar un minuto.


—Tómate el tiempo que quieras, yo me estoy tomando el mío. Porque todos vamos a tener que asumirlo, Daniel. Tú, yo... y Pedro. —Paula le apartó la rodilla con un codazo afectuoso y se levantó—. Vamos a comer antes de que la señora Grady envíe una patrulla de búsqueda.


—Quiero que seas feliz, Paula.


—Daniel —dijo ella cogiéndolo de la mano—. Yo también quiero ser feliz.





CAPITULO 42 (CUARTA HISTORIA)




PREFIRIÓ PENSAR QUE LAS COSAS SE HABÍAN CALMADO. No recordaba haber cometido jamás un tropiezo parecido, y todavía menos dos seguidos, con una mujer.


Aunque Paula era una fuera de serie en todos los aspectos.


Pedro comprendió que un par de pifias monumentales exigían un esfuerzo en forma de regalo, un símbolo, algo que oliera bien o brillara. Incluso a la chica que lo tenía todo o podía comprárselo todo sin problemas le gustarían los regalos tipo «he sido un idiota».


Pensó en regalarle flores, pero su casa ya estaba llena de ellas. Aunque las flores probablemente ocupaban el último puesto de la escala de valoración de idiotas.


Dio vueltas a la idea de comprarle una joya, pero le pareció excesivo.


Y entonces se acordó de su debilidad.


¡Qué diablos! Como su madre no paraba de pincharlo para que se comprara un traje nuevo, tenía que ir de compras de todos modos.


Pedro odiaba ir de compras, le parecía que era una especie de penitencia. Peor aún, tenía que soltar dinero para comprarse unas prendas que le hacían sentirse como si fuera un paquete de regalo. Todo eso implicaba demasiado tiempo y tomar decisiones molestas o desconcertantes, con el agravante de terminar con dolor de cabeza.


Sin embargo, cuando hubo terminado, tenía el traje y un regalo bien envuelto en su correspondiente caja y se prometió que nunca más, ni en esta vida ni en otra, volvería a pasar por esa experiencia.


Le envió dos mensajes con el móvil, pese a que nunca lo hacía, los odiaba. Tenía los dedos demasiado grandes para las teclas y eso hacía que se sintiera torpe y estúpido. De todos modos, imaginó que su estrategia de distanciamiento durante unos días tenía que incluir un contacto mínimo.


El lunes calculó que ya se había alejado lo suficiente y la llamó. Le salió el contestador, otra tecnología que odiaba, aun cuando incluyera su fantástica voz.


—Eh, Piernas. Quería saber si te apetecería salir a dar una vuelta esta noche. Podríamos ir a comer una pizza. Tengo ganas de verte —añadió sin pensarlo demasiado—. Dime algo.


Se echó sobre la camilla para mecánico, se deslizó por debajo del cacharro que un cliente le había pedido que recompusiera y empezó a desmontar el silenciador del tubo de escape, que no funcionaba.


Estaba a punto de colocar el nuevo cuando su teléfono sonó.


Se golpeó en los nudillos, soltó un taco al ver que el rasponazo sangraba y logró sacar el móvil del bolsillo.


Soltó otro taco cuando se dio cuenta de que era un mensaje de texto.


Me apetece mucho, pero esta noche no puedo salir. Estamos a tope hasta el día de Acción de Gracias. Me encantará verte ese día, y a tu madre también. PC.






CAPITULO 41 (CUARTA HISTORIA)





Cuando llegó a casa de Paula, la finca estaba en plena vorágine preparando la boda. Emma y su equipo de floristas ya habían decorado la entrada con numerosos maceteros enormes color paja llenos de flores. Habían intercalado alguna que otra calabaza diminuta y lo que parecían varias calabazas grandes.


No recordaba haber visto nunca calabazas en una boda, pero tuvo que admitir que quedaban bien.


En el interior habían forrado la escalera con metros y más metros de la tela blanca y translúcida que solían utilizar, flores y lucecitas. Y más flores aún en macetas, cestos y jarrones.


Era como pasear por un paisaje otoñal de cuento de hadas. 


Y ese, imaginó, debía de ser el objetivo.


Oyó que había alguien trabajando en la sala de estar y en lo que ellas llamaban el salón principal, pero no se dejó vencer por la curiosidad y no se asomó. Podrían obligarlo a presentarse de voluntario.


Estaba valorando hacer una entrada tranquila, ir a ver a la señora Grady y comer un bocadillo antes de dedicarse a lo que tuviera que hacer arriba cuando, en el momento en que torcía hacia la cocina, Paula apareció ante su vista en lo alto de la escalera.


Esa mujer, pensó, tiene un radar más potente que los de la NASA.


—En el momento oportuno. —Paula le lanzó una sonrisa asesina mientras bajaba—. El cortejo del novio ha empezado a arreglarse. Ni te imaginas el peso que les has quitado de encima, a ellos y a mí. —Se pegó a él como una lapa y lo condujo hacia arriba—. Todo va según lo previsto.


—He estado preocupado todo el día.


Paula le dio un codazo afectuoso.


—Sé que te he pedido más de lo que debía, pero esto te ha convertido en un héroe. La madre de Justin ha salido de la operación con éxito y todos estamos celebrándolo.


—Qué bien... lo de la madre.


—Es verdad. Te presentaré a Channing y a sus amigos y te ayudaré a ubicarte. Regresaré dentro de una hora para darte instrucciones porque no estuviste en el ensayo.


Paula golpeó con los nudillos la puerta de la suite del novio.


—Soy Paula —dijo alzando la voz—. ¿Se puede entrar?


El hombre que abrió la puerta llevaba puestos los pantalones del esmoquin y tenía una cerveza en la mano.


—No puedo decir que estemos presentables, pero al menos vamos tapados.


—Entonces ya me vale. Pedro, te presento a Darrin, recientemente ascendido a padrino.


—Le he dicho a Channing que me siento como si siempre hubiera sido el padrino. Tú debes de ser el sustituto. Encantado.


Se estrecharon la mano, y luego Paula le indicó con un codazo que entrara en la suite, donde las botellas de cerveza asomaban sus helados cuellos de unas cubiteras y una botella de champán se enfriaba en otra. Había varias bandejas de bocadillos y montaditos, y los hombres se paseaban por la estancia a medio vestir. Eran cinco. Seis contando al recién nombrado padrino.


Uno de ellos, alto, rubio y con unos músculos trabajados en el gimnasio, se acercó a él.


—¿Pedro? Soy Channing, y hoy me toca ser el novio.


—Te deseo suerte.


—No sé cómo darte las gracias por lo que vas a hacer por mí. Te parecerá extraño, pero... te conozco de no sé dónde.


—He vivido en varios lugares, pero tu cara no me resulta familiar.


—Juraría que…


—Eh. —Uno de los hombres se detuvo cuando estaba a punto de servir una copa de champán—. Te llamas Alfonso, ¿verdad?


—Sí. —Pedro entornó los ojos mirando al tipo del champán—. Mercedes SL600. Rotación de neumáticos, limpieza y encerado.


—Eso es. La mejor limpieza y encerado que me han hecho jamás.


—Claro... —Channing chasqueó los dedos—. Sabía que te había visto antes. Tú restauraste el T-Bird de mi padre. Yo estaba allí cuando viniste a entregarlo. Tuve que secarle las lágrimas de alegría.


—Un coche sensacional. Entonces tú debes de ser Channing Colbert.


—Sí. Pensé que mi padre se había vuelto loco cuando compró ese coche. Luego, después de que te hicieras cargo de él, vi cómo había quedado y pensé, ¿por qué no me compro yo uno? ¿Quieres champán, cerveza?


—Cerveza.


—Te dejo en buenas manos. —Paula le dio unos golpecitos en el brazo—. Tu esmoquin está allí. La fotógrafa vendrá dentro de unos quince minutos.


Aquello no estaba tan mal, decidió Pedro. Comida, cerveza, y los tíos estaban tan animados que a duras penas tenía la sensación de que estaba allí de relleno.


Al menos eso pensó hasta que Maca entró y lo apuntó con la cámara.


—Oye, que yo solo soy el sustituto.


—Y quieren un documento gráfico de eso. Olvídate de que estoy aquí —dijo Maca con un aspaviento, y empezó a moverse por la habitación como una serpiente bermeja, resbaladiza y silenciosa.


Sintió un profundo alivio cuando Maca separó a Channing del grupo para hacerle las fotos oficiales.


Aprovechando que ella había salido, se cambió y se puso los pantalones del esmoquin y la camisa. Paula había dado en el clavo una vez más. Eran de su talla, como también lo era la chaqueta color granate.


La mitad de los hombres querían hacerle preguntas sobre sus coches, pero Pedro ya estaba acostumbrado. Un mecánico es un médico de automóviles, y la gente siempre quiere algún consejo médico gratis. Y como los consejos podían ayudarlo a ganar nuevos clientes, no le importaba darlos.


Cuando Paula regresó, lo encontró batallando con la corbata.


—Ven, deja que lo haga yo.


—Cuando alquilas un esmoquin, lo único que tienes que hacer es abrochar el botón de la maldita corbata.


Paula sonrió.


—Creo que en parte la razón por la que los hombres se la ponen es para que las mujeres se les acerquen y les hagan el nudo. ¿Qué tal vas?


—Bien. —Por encima del hombro de Paula, Pedro miró a sus compañeros de ceremonia—. Son buena gente.


—El nombre de tu pareja es Astoria.


Pedro desvió la mirada hacia ella.


—¿De verdad?


Paula carraspeó para disimular una carcajada.


—La llaman Asti. Es guapa, un poco tímida... y está casada, así que nada de ideas raras.


—Y yo que pensaba en un polvete en la habitación de los abrigos...


—En eso piensan todos. Asti trabaja en Chicago con niños con necesidades especiales. Conoció a Leah en la universidad. Ya está. —Paula dio un paso atrás y ladeó la cabeza—. Cumple con tu parte del trato y diviértete. Estás guapísimo.


Maca entró en la suite.


—Bueno, chicos, todos a la terraza para hacer las fotos oficiales. Es un poco arriesgado, no sé si mi cámara podrá aguantar tanta belleza.


Paula ayudó a Pedro a ponerse la chaqueta y le alisó la manga.


—Volveré para darte esas instrucciones cuando Maca haya terminado con vosotros.


—¿Conmigo también? Yo no quiero salir en las fotos de grupo. No formo parte de este grupo. Soy el sustituto.


—Channing quiere que salgas. Solo serán unos minutos.


—Escucha, Paula...


—Oh, perdona. —Paula se tocó los auriculares—. Tengo que irme corriendo.


Es escurridiza, pensó Pedro mientras ella se escabullía como una anguila.


Iba a tener que ofrecerle una gran cantidad de salsa de caramelo.


Pedro cumplió con su papel y acompañó a los invitados a sus asientos bajo las refulgentes luces del salón principal, además de las velas y la chimenea.


Laura apareció para comprobar la situación sobre el terreno y le guiñó el ojo.


—¿Cómo lo llevas?


—¿El pastel es tan bueno como promete?


—Mejor aún.


—Entonces habrá valido la pena.


—Y habrá mares de salsa de caramelo.


Pedro captó su sonrisa irónica, una más entre las muchas que le estaban dirigiendo, mientras ella desaparecía.


¿Se lo contarían todo esas mujeres?


Muy bien, entonces se aseguraría de que tuvieran muchas cosas que contarse durante el desayuno. Podría conseguir una botella de champán para acompañar la...


—Vaya, vaya... ¿Ahora te dedicas al pluriempleo como acomodador?


Pedro enderezó la espalda con tensión antes incluso de volverse hacia su tío.


Envejecemos mal, ¿eh, Artie?, pensó Pedro con una cierta satisfacción. El hombre conservaba todavía el pelo, motivo de orgullo y alegría para él, pero había engordado, y sobre todo se le notaba en la cara y en la panza. Los ojos, de un engañoso azul tierno, parecían haber encogido en medio de una cara en forma de plato.


A ella la había tratado mejor la vida, decidió Pedro mirando a la esposa de su tío. Conservaba la figura, quizá se había hecho un par de retoques. Pero la mirada de asco restaba atractivo a su rostro.


—Supongo que sabréis encontrar vuestros asientos.


—Galante como siempre. He oído decir que andas tras el dinero de la chica de los Chaves.


—Nunca supiste cuál era tu lugar —le soltó Marge Frank con desprecio—. Y ahora parece que Paula Chaves ha olvidado el suyo. Su abuela debe de estar revolviéndose en su tumba.


—Sentaos o marchaos.


—No parece que se te haya pegado nada de su educación —comentó Artie—. Paula no tardará mucho en verte tal como eres. ¿Cómo has conocido a los novios? ¿Les cambiaste los neumáticos?


Jódete, pensó Pedro. Jódete.


—Exactamente.


—Por mucho que te quites la grasa de las uñas, Pedro, sigues siendo un paleto apestoso. Y la gente como los Chaves siempre terminan con los de su clase. Vamos, Marge.


Necesitaba cinco minutos, pensó Pedro. Cinco minutos para respirar y tranquilizarse. Sin embargo, en el momento en que salía de la sala en dirección al vestíbulo entró Laura.


—Queda menos de una docena de invitados por sentar. Dentro de dos minutos los testigos y tú tendréis que estar en posición. ¿Tienes...? ¿Qué te pasa?


—Nada.


—Muy bien. Puedes animar a los rezagados a que se sienten y luego podrías ir a... Paula te ha enseñado cómo funciona esto, ¿verdad?


—Sí. Lo he entendido.


—Estaré cerca de ti para hacerte de apuntadora. No te preocupes. No sentirás dolor.


No sentía ningún dolor, sino una rabia que amenazaba con salirle por la garganta. No quería estar allí, con el esmoquin de otro frente a un grupo de gente, en una habitación llena de flores y velas viendo cómo se casaban unas personas a las que no conocía.


Y sintiendo, impotente, el profundo desprecio de su tío reptando desde el otro extremo de la sala hasta agarrarlo por el cuello y cebarse en su rabia.


Una vez, queriendo librarse de eso, viajó casi cinco mil kilómetros. Había vuelto convertido en un hombre, pero todavía quedaba algún rescoldo en él, odiaba reconocerlo, de esa amargura.


Y se esforzaba, incluso en ese preciso instante, por superar los ecos de la humillación.


Posó para las fotos tras la ceremonia sobre todo como una vía de escape. Escuchó al padre de Channing hablar con entusiasmo de su T-Bird e hizo todo lo que pudo para estar a la altura de lo que se esperaba de él.


Luego desapareció hacia el jardín adyacente en busca de algún lugar tranquilo donde sentarse y respirar el frío aire de la noche.


Fue allí donde Paula lo encontró. Llegó sin aliento, sin chaqueta y sin su habitual compostura.


Pedro.


—Mira, como no me necesitan para la cena, me estoy tomando un merecido descanso.


—Pedro. —Paula se sentó junto a él y lo cogió de la mano—. No lo sabía. No sabía que venían los Frank. No los he visto hasta que he pasado revista durante la cena. Lo siento. Lo siento mucho.


—Podrías sentirlo si los hubieras invitado tú. Como no ha sido así, no tienes por qué sentirlo.


—Yo te he metido en esto. Ojalá no...


—No pasa nada.


—Lo arreglaré. Daré una excusa a Leah y a Channing para que tú...


—¿Y darles otra vez la satisfacción de volver a echarme? Eso no va a pasar, ni hablar. Me estoy tomando un merecido descanso, Paula. Dame un poco de tiempo.


Paula le soltó la mano y se levantó.


—No todos queremos que te ocupes de los detalles, que arregles todas y cada una de las cosas que pasan.


—Tienes razón.


—Y no seas siempre tan agradable. Sé cuándo me paso, y ahora me estoy pasando.


—Estás disgustado. Entiendo que...


—No quiero que entiendas nada. Tú no entiendes nada. ¿Cómo vas a entender? Esto no tiene nada que ver contigo. ¿Alguna vez te han molido a palos cuando no podías defenderte?


—No.



—A mí sí, sin parar, hasta que empecé a creérmelo, a creer que era un inútil, un imbécil y que no valía nada. ¿Sabes qué es que te digan que, si no obedeces, te pondrán de patitas en la calle?


—No.


Pero eso no significaba que a Paula no se le partiera el corazón, que se le encendiera la sangre por el niño que había sufrido esa desgracia.


—Por eso digo que no lo entiendes. Mierda, y lo que yo no entiendo es por qué intenté superarlo haciendo todo lo posible por empeorar las cosas, por buscarme problemas y por echarle la culpa a mi madre, que no sabía lo que estaba pasando porque yo tenía demasiado miedo, era demasiado orgulloso, o ambas cosas a la vez, para contárselo.


Paula no dijo nada. Comprendió, o creyó comprender, que en ese momento presionarle implicaría que él se cerrara en banda, por lo que no dijo nada y se limitó a escuchar.


—Compliqué la vida a mi madre cuanto pude y durante todo el tiempo que pude. Y cuando no era yo quien le daba disgustos, se los daba él o la bruja de su esposa. Ella aguantaba porque intentaba darme un techo, darme una familia, porque intentaba superar el dolor por la pérdida de mi padre. Y yo la culpaba también por eso. Le eché toda la mierda encima. ¿Qué derecho tenía ella a tener una vida propia? Artie la trataba como a un perro, porque podía. Su propio hermano, el muy cabrón. Y se suponía que teníamos que estarle agradecidos.
»Dos largos años así, de desgracia en desgracia, un día tras otro. Yo esperaba con ilusión ser lo bastante mayor, lo bastante fuerte, para patearle el culo y sacarme la rabia de encima. Y, entonces, ella lo hizo por mí. Después de todo, fue ella quien hizo eso por mí. Una noche salió antes del trabajo y vino a casa. Se encontraba mal. Él la obligaba a hacer doble turno y la mujer estaba agotada. Artie me tenía contra la pared, con su mano en mi garganta, y me abofeteaba. Le gustaba abofetearme porque es más humillante que un puñetazo y no deja marca.


Alguien salió por una de las terrazas y el trino de unas risas flotó en el aire fresco.


Pedro miró hacia la casa, hacia las luces y las risas, aunque Paula dudó que viera el resplandor u oyera la alegría.


—La vi entrar. Estaba blanca como la pared, hasta que nos vio y entonces montó en cólera. Nunca la había visto moverse tan deprisa. No sé si habré visto jamás a alguien moverse tan deprisa. Me lo quitó de encima. Ella estaba en los huesos. El debía de pesar unos treinta kilos más, pero mi madre se abalanzó sobre él, lo tumbó y él aterrizó en el suelo cuan largo era. Le dijo que si se atrevía a levantarse, si se atrevía a intentar ponerme las manos encima otra vez, se las cortaría y luego le obligaría a comérselas.


Pedro se detuvo y sacudió la cabeza.


—Ya ves, éste es mi pasado, y no me digas que lo entiendes.


—No voy a discutir contigo ahora, pero te diré que si crees que voy a echarles la culpa a un niño y a su pobre madre por haberse visto atrapados en esa situación, será porque tienes una triste opinión de mí.


El tono de voz de Pedro era tan frío como la brisa.


—Ya te he dicho, Paula, que esto no tiene nada que ver contigo.


—Claro que tiene que ver conmigo, idiota. ¡Serás idiota! ¿No ves que te quiero?


Paula captó la profunda estupefacción de su rostro antes de marcharse furiosa.


Volvió a verlo durante la recepción, hablando con los recién casados y, un poco más tarde, sentado en el bar con el PDN, enfrascados ambos en la conversación.


No perdió de vista a los Frank, preparada para intervenir si decidían acercarse a Pedro. Quizá él pensara que no era asunto suyo, quizá pensara que ella no entendía nada o que era imbécil, pero no permitiría que nada ni nadie creara problemas en una de sus bodas.


Casi le decepcionó que eso no sucediera.


—¿Te has peleado con Pedro? —Maca apareció a su lado cuando la gente empezaba a dispersarse.


—¿Por qué lo dices?


Maca dio unos golpecitos a su cámara.


—Sé interpretar las caras y sé interpretar la tuya.


—Yo no diría que nos hemos peleado, pero parece que nuestra definición de relación no coincide, salvo que él no reconoce que tengamos una relación. Dice que estamos viviendo una historia.


—Los hombres pueden llegar a ser muy tontos.


—Eso es cierto.


—Las mujeres deberíamos mudarnos a Amazonia o al menos ir allí de vacaciones cuatro veces al año.


—¿Amazonia?


—Es un mundo imaginario donde solo hay chicas. Voy a menudo cuando me enfado con Sebastian o con los hombres en general. Hay cinco zapaterías per cápita, no existen las calorías y todos los libros y las películas terminan con un final feliz.


—Me gusta Amazonia. ¿Cuándo vamos?


Maca le pasó un brazo por los hombros.


—Amazonia, amiga mía, siempre está presente en el pensamiento de todas y cada una de nosotras. Cierra los ojos: piensa en Manolo Blahnik y habrás llegado. Tengo que ir a hacer más fotos, luego vuelvo.


Divertida, Paula se puso a imaginar un mundo femenino tranquilo, relajante y poblado de zapaterías, pero tuvo que admitir que no querría vivir allí. Ir unos días de vacaciones, de vez en cuando, sí. Eso sonaba bien.


Se quedó contemplando a los novios cuando estos volvieron a la pista para bailar la última pieza de la velada.


Muy enamorados, pensó. En la misma onda. Listos para iniciar una vida juntos, como pareja, como amantes, como amigos y compañeros.


Para caminar juntos haciendo realidad el felices para siempre.


Y eso, admitió, era lo que ella siempre había querido.


Destacar en la vida, sí, hacer un buen trabajo, ser una buena amiga, una buena hermana, construir algo y compartirlo. Y además de todo eso, amar y ser amada, hacer una promesa y aceptarla. Encontrar a alguien y caminar juntos de la mano para que se hiciera realidad el felices para siempre.


No podía conformarse con menos.


No volvió a ver a Pedro hasta que salió a despedir a los recién casados.


Observó que se había cambiado de ropa y se le veía considerablemente más tranquilo y dueño de sí mismo.


—¿Tienes un momento? —le preguntó.


—Sí, ahora tengo un rato —contestó Paula.


—Antes he reaccionado mal contigo, algo que empieza a convertirse en una costumbre que no me gusta.


—De acuerdo.


—Creía que lo había superado y que nunca más reaccionaría así por culpa de Artie, pero estaba equivocado. —Pedro se metió las manos en el bolsillo—. No me apetece retroceder hasta ese estado, así que no lo haré. No tiene ningún sentido. Comprendo que intentabas ayudarme.


—Pero tú no quieres que te ayuden.


—Lo que no quiero es necesitar ayuda. Creo que no es exactamente lo mismo. Aunque eso no es excusa para emprenderla contigo.


—No pido que te disculpes, Pedro. No necesito tus disculpas porque conozco la razón.


—Supongo que todavía estoy trabajando en ello. En fin... me marcho. Así nos daremos un poco de tiempo hasta que las cosas se calmen.


—Mientras se calman, pregúntate si de verdad crees que voy a pensar mal de un niño que está de luto por la muerte de su padre, que quiere defenderse y que busca escapar de un maltratado. O si voy a pensar mal del hombre en el que se convirtió por esa razón. Cuando estés seguro de que
conoces la respuesta, dímelo. —Paula abrió la puerta—. Buenas noches, Pedro.


—Paula... sea cual sea la respuesta, sigo queriendo estar contigo.


—Ya sabes dónde encontrarme —dijo ella, y cerró la puerta a su espalda.