lunes, 20 de marzo de 2017

CAPITULO 38 (TERCER HISTORIA)





Moviéndose con sigilo en la oscuridad, Paula entró en el baño para ponerse un sujetador de deporte y unos pantalones de ciclista. La noche anterior Pedro había decidido quedarse a dormir y ella había querido sacar el equipo del dormitorio.


Eso era lo que habría hecho Carla, pensó mientras se embutía los pantalones.


Se recogió el pelo con un pasador, se puso los calcetines y decidió irse así, con las zapatillas de deporte en la mano. 


Cuando abrió la puerta del dormitorio, soltó una exclamación. Pedro estaba sentado en la cama y había encendido la luz de la mesilla de noche.


—¿Qué pasa? ¿Tienes superoídos? No he hecho ruido.


—Más o menos. ¿Vas a hacer ejercicio? Buena idea. Iré a buscar algo de ropa y te acompaño.


Visto que Pedro estaba despierto, Paula se sentó para ponerse las zapatillas.


—Puedes dejar tus cosas aquí para la próxima vez.


Pedro sonrió.


—En nuestra tribu hay gente muy susceptible con esos temas.


—Yo no.


—Me alegro, porque yo tampoco. Es más fácil así. —Pedro echó un vistazo al reloj y esbozó una mueca—. Por lo general.


—Vuelve a dormirte. No te lo tendré en cuenta, ni pensaré que eres un macarra, un blandengue o un perezoso.


Pedro entornó los ojos y la fulminó con la mirada.


—Nos vemos en el gimnasio.


—Muy bien.


Paula salió de su habitación pensando que empezar el día bromeando con Pedro, hacer luego una hora de ejercicio y rematarlo todo con una ducha caliente, un buen café y una jornada de trabajo por delante era un plan fantástico.


De hecho, era perfecto.


Cuando entró en el gimnasio vio a Carla haciendo unos ejercicios de resistencia cardiovascular mientras veía un programa de la CNN.


—Buenos días —dijo en voz alta.


—Buenos días. Es insultante lo contenta que se te ve.


—Es que me siento de fábula. —Paula tomó una colchoneta de la estantería, se echó y calentó el cuerpo con unos estiramientos—. Pedro va a venir a hacer gimnasia.


—Eso explica tu alegría insultante. ¿Qué tal la cena?
—Bien, muy bien en realidad, solo que…


—¿Qué?


Paula miró hacia la puerta.


—No creo que tarde mucho en llegar. Te lo cuento luego. —Mientras empezaba sus estiramientos observó el equipo de Carla. Su amiga vestía unos pantalones ajustados de color chocolate y una camiseta sin mangas y con un estampado de flores. Un conjunto muy práctico y femenino—. Creo que me compraré ropa de deporte. Mis conjuntos están hechos polvo.


Carla subió a la otra bicicleta elíptica que había en el gimnasio.


—¿Cuánto tiempo has estado?


—Más de treinta minutos.


—A ver si te atrapo.


—No lo creo. Estoy a punto de llegar a los cinco kilómetros y luego me pondré a hacer pilates.


—Haré esos cinco kilómetros y compensaré tu pilates con un poco de yoga. Quizá llegue hasta los seis. Anoche tomé suflé.


—¿Valió la pena al menos?


—Por supuesto. El chef repostero de Los Sauces es muy bueno.


—Charles Baker.


—No se te escapa ni una, sabelotodo.


—Sí —dijo Carla con satisfacción—. Ya he llegado a los cinco kilómetros.


Carla secó la máquina con la toalla, apagó el televisor y puso música.


—Buenos días, señoras. —Vestido con unos pantalones cortos de gimnasia de hacía varios años y una camiseta descolorida, Pedro abrió el armario y sacó un botellín de agua para él y otro para Paula, y luego se dirigió a la máquina donde había estado Carla.


—Gracias —dijo Paula cuando él metió el botellín en el soporte.


—Tienes que hidratarte. ¿Cuánto ha corrido Carla?


—Cinco kilómetros. Yo correré seis.


Pedro subió a la otra máquina y la programó.


—Yo correré ocho, pero si a ti te basta con seis, no voy a echártelo en cara, y tampoco te tomaré por una blandengue.


—¿Ocho? —Paula asintió—. Acepto la apuesta.


Eran competitivos, pensó Carla tumbándose en la colchoneta para hacer unos ejercicios abdominales. ¿Quién era ella para culparles? Carla lo era tanto que empezaba a lamentarse de no haber corrido los tres kilómetros que le faltaban para igualar su marca.


Hacían muy buena pareja, aunque no sabía si se daban cuenta. Y no solo físicamente, pensó la joven mientras hacía unos ejercicios de tijera, sino en su manera de moverse y de conectar el uno con el otro.


Quería que su relación funcionara. Es más, quería que funcionara tan bien que casi se emocionaba al imaginarlo.


En su momento había deseado lo mejor para Maca y Emma, pero ahora se trataba de su hermano, y de una hermana que aunque no lo fuera de sangre, lo era en todo lo demás. Esas dos personas eran lo más importante de su vida, y deseaba con toda el alma su felicidad. Para ella sería un regalo tan preciado como podía serlo para ellos.


Carla creía fervientemente que cada persona, cada alma, tenía destinada su media naranja. Siempre lo había creído, y comprendía que esa creencia inamovible era una de las razones que la hacían buena en su trabajo.


—¡Ya llevo un kilómetro y medio! —anunció Paula.


—Has empezado antes que yo.


—Ese no es mi problema.


—Bien —dijo Carla viendo que Pedro aumentaba la marcha—. Ya no hay chico simpático que valga. —Sacudió la cabeza y empezó una nueva tanda de abdominales.


Pedro iba en cabeza al llegar al quinto kilómetro, y en ese momento entró Maca con andar cansino.


—Ahí está —dijo la joven con una mueca de disgusto al ver la máquina de musculación—. Mi enemigo. —Frunció el ceño al ver que Carla terminaba su sesión con unas posturas básicas de yoga a modo de estiramientos—. Ya estás, ¿verdad? Lo he adivinado por la cara de suficiencia que pones.


Carla juntó las manos en la posición de oración.


—Mi cara refleja la paz y el equilibrio de mi cuerpo y mi espíritu.


—Vete a hacer puñetas, Carla. Oye, no mires, pero aquí se ha colado un hombre.


—Están echando una carrera para ver quién llega antes a los ocho kilómetros.


—¡Qué locura! ¿Por qué? ¿Quién va a querer resoplar subido a esa máquina durante ocho kilómetros? A ver, dime qué te parece. —Maca dio una vuelta completa para enseñarle su camiseta de deporte y sus pantalones cortos de yoga—. Entré en crisis y compré un equipo de esos que venden para que una se aficione y se inspire.


—Muy bonito, y práctico. Bien por ti. —Carla terminó haciendo el pino y Maca tuvo que bajar la cabeza para mirarla.


—Ahora que me he comprado el equipo, ¿crees que podré hacer eso?


—Te guiaré si quieres intentarlo.


—Déjalo. Me lastimaría y he quedado con Sebastian para ir a hacer unos largos cuando termine la tortura que me he impuesto. ¿Le has visto nadar?


—Ajá. —Sebastian volvió a poner los pies en el suelo y se enderezó—. Lo vi una vez al salir a la terraza. Te aseguro que no fue en plan mirona.


—Pues está para comérselo con los ojos. Es una monada en bañador, pero lo mejor de todo es que cuando se mete en el agua, de repente deja de ser el profesor Patoso y se convierte en Míster Maravillas. —Preparó la máquina y se puso a hacer unos ejercicios para tonificar los bíceps—. ¿Por qué será?


—Quizá porque en el agua no puede tropezar con nada sólido.


—Hum… podría ser. En fin, cuando termine de maltratarme en el gimnasio, Sebastian y yo iremos a nadar, que es un ejercicio civilizado. Puede que el único. Hablando de gente monísima… —Maca bajó el tono de voz y con el mentón señaló hacia las bicicletas elípticas—. Míralos.

Carla asintió, se echó la toalla al cuello y bebió agua.


—Hace un rato estaba pensando lo mismo. —Consultó el reloj—. Mira, me da tiempo de escaparme y nadar un poco antes de empezar la jornada. A las diez, sesión consultiva, el equipo al completo.


—Lo sé.


—Nos vemos luego. Ah, Maca… tienes unos hombros espectaculares.


—¿De verdad? —A Maca se le iluminó la cara de satisfacción y esperanza—. ¿No dirás eso porque me quieres y me ves sufrir?


—Espectaculares —repitió Carla marchándose a ponerse el bañador.


—Espectaculares… —musitó Maca colocando la pieza que necesitaba para ejercitar sus tríceps.


—Seis kilómetros y medio. —Pedro agarró su botellín de agua y dio un trago muy largo—. Fíjate, vas detrás de mí.


—Me estoy reservando para el tramo final —dijo Paula enjugándose el sudor de la cara. No podría atraparlo, pensó, pero le haría sudar la gota gorda.


Lo miró de reojo. El sudor le había marcado la camiseta con una V oscura que le atenazó el vientre de deseo. Paula recurrió a esa sensación para emplearse más a fondo.


Tenía las sienes mojadas y se le destacaban unos rizos muy sexis. Le brillaban los brazos y se le marcaban los músculos.


Su piel debía de estar salada, pensó Paula. Ese hombre podría resbalar en esos momentos bajo sus manos, y su energía, fuerza y resistencia podrían moverse encima de ella, debajo, envolviéndola, penetrándola…


Se le aceleró la respiración por algo que nada tenía que ver con el ejercicio, y entonces llegó a los seis kilómetros.


Pedro la contempló, y Paula reconoció en sus ojos el mismo temblor bajo la piel, la necesidad acuciante, primigenia. Le latía el pulso al compás de la música, le bullía la piel con la aceleración de la máquina. Su corazón se desbocó.


Paula esbozó una sonrisa y habló sin aliento.


—Te estoy atrapando.


—No te quedan fuerzas.


—Te equivocas.


—Estás molida.


—Tú también. Resistiré hasta el final, ¿y tú?


—Observa y verás.


Maca, desde el otro extremo del gimnasio, puso los ojos en blanco y, consciente de que ni siquiera las amigas íntimas pueden estar presentes en ciertos momentos, se escabulló de la sala.


Ninguno de los dos se dio cuenta de que se marchaba; ni siquiera recordaban que estuviera ahí.


Pedro aminoró la marcha y Paula comprendió que la carrera había finalizado. Empezaba entonces una danza sexual, intensa y primitiva.


Terminarían juntos la sesión.


—Veamos cómo aguantas el tramo final —exigió Pedro.


—¿Quieres que te haga una demostración?


—Sí, eso quiero.


—A ver si me coges. —Paula sacó fuerzas de flaqueza para seguir la marcha, hasta que sintió, asombrada, la excitación del placer más oscuro. Cuando Pedro volvió a atraparla, se le escapó un gemido.


Paula cerró los ojos y se dejó llevar, embargada por una necesidad imperiosa y tórrida que casi resultaba dolorosa. 


Alcanzaron la meta juntos.


Con la respiración agitada, abrió los ojos y se quedó mirándolo. La quemazón de su garganta no la calmaría el agua. Al bajar de la bicicleta elíptica le fallaron las piernas.


—Creo que paso del yoga.


—Bien hecho —afirmó Pedro tirándole del sujetador de deporte y atrayéndola hacia sí.


Paula recibió su boca enfebrecida, que le anuló los sentidos hasta llevarla al delirio. Necesidad, hambre… el deseo de Pedro era tan hondo y desesperado como el de ella, y eso solo ya era excitante. Una nueva oleada salvaje de calor le recorrió el cuerpo hasta hacerle plantearse cómo era posible resistir.


—Démonos prisa. Deprisa. —Paula se separó de él intentando recuperar la respiración. Durante un momento muy intenso se quedaron mirando—. ¡A ver si me coges! —exclamó ella, y salió corriendo hacia la puerta. De camino hacia su dormitorio, se le escapó una carcajada enloquecida.


Pedro la atrapó justo delante de la puerta, y los dos la franquearon en volandas.


Sin dejar de reír, Paula se volvió, lo empujó contra la hoja y lo besó en la boca. Le arrancó la camiseta, la lanzó por los aires y le acarició el pecho.


—Estás sudado, resbalas y… —le lamió la piel—… sabes a sal. Me vuelves loca. Deprisa —exigió la joven haciendo ademán de quitarse los pantalones cortos.


—No tan deprisa. —Pedro invirtió las posiciones y empujó a Paula contra la puerta. Le quitó el sujetador, lo lanzó por encima de sus hombros y puso las dos manos en sus pechos.


Paula inclinó la cabeza al notar que le acariciaba los pezones.


—No puedo…


—Sí puedes. La carrera no ha terminado. No sabes lo que estás haciendo conmigo. No sé qué estás haciendo, pero quiero más. Te quiero a ti, quiero que me lo des todo.


Paula le tomó el rostro y lo atrajo hacia su boca.


—Toma lo que quieras, tómalo. Pero no dejes de tocarme, no pares.


Pedro no podía parar. ¿Cómo iba a apartar las manos y la boca de ese cuerpo terso y prieto, de esa piel suave y caliente? Paula se estrechó contra él murmurando, apremiándolo a que hiciera con ella lo que quisiese, que tomara lo que necesitase.


Ninguna otra mujer lo había excitado hasta hacerle sentir el latido de la sangre golpeteando bajo la piel. Deseo era una palabra demasiado simple y serena para describir lo que Paula desencadenaba en él. Pasión, un recurso fácil.


Levantándole los brazos la sostuvo contra la puerta mientras se comía a besos su boca y su cuello; luego recorrió su cuerpo, disfrutándolo. Estaba hambriento de ella.


Los pantalones de ciclista le sentaban como una segunda piel y moldeaban sus caderas y muslos. Fue bajando por su cuerpo y se los quitó, y luego sus manos se acoplaron a ella, hasta que sus labios y su lengua se identificaron con el calor húmedo de Paula.


El orgasmo la sacudió alterando sus sentidos y nublando su visión. Se le combaron las piernas, pero él la sostuvo con firmeza.


Pedro hizo con ella lo que quiso, tomó lo que necesitaba.


Paula apenas conseguía respirar, sumergida en un torrente de placer. Le costaba mantener el equilibrio en la densa y sofocante oscuridad. Solo podía sentir la sacudida loca que la había dejado temblorosa a la espera del siguiente asalto.


Pedro volvió a levantarle los brazos y la asió por las muñecas. Con la mirada fija en sus ojos, la penetró.


Ella se corrió por segunda vez, y una lágrima de asombro la delató. Paula se estremecía y él empujaba, y entre estremecimientos y sacudidas el placer fue creciendo hasta que les resultó imposible contenerse.


Paula se escurrió de las manos de Pedro y se agarró a sus hombros al notar que le fallaban las fuerzas. Vio que él aceleraba el ritmo sin dejar de observarla, acompasándose a ella… hasta que llegaron juntos a la meta.


Al terminar se dejaron caer al suelo, demasiado débiles para moverse. Cuando lograron recuperar el aliento, Paula suspiró.


—Nos haremos ricos.


—¿Eh?


—Olvídalo. Tú ya eres rico. Yo me haré rica, y tú serás más rico aún.


—Vale.


—Lo digo en serio. Acabamos de descubrir la motivación infalible para hacer ejercicio: la llamada sexual de la selva. Seremos tan ricos como Bill Gates. Escribiremos un libro. Editaremos varios DVD y rodaremos anuncios. Nuestro país y el mundo entero se sentirán motivados y satisfechos sexualmente. Y tendrán que darnos las gracias a nosotros.


—¿En los DVD y los anuncios incluiremos demostraciones de la llamada sexual de la selva?


—Solo en las versiones para adultos. Jugaremos con la niebla, la iluminación y los ángulos de la cámara para darles un toque elegante.


—Cariño, la llamada sexual de la selva no tiene que ser elegante.


—Lo será a efectos de producción. Aquí no entra el porno. Piensa en los millones que ganaremos, Pedro. —Paula rodó hasta quedar boca abajo y lo miró a los ojos—. Piensa en los millones de cuerpos que habrá que poner en forma, en la gente que leerá nuestro libro, verá los DVD o los anuncios y pensará: «¡Jo! ¿Eso me va a pasar a mí si hago ejercicio?» Hemos de constituir el Club de Salud Motivacional Chaves-Alfonso y captar socios. Abriremos franquicias. Pagarán, Pedro. Oh, sí, pagarán mucho por eso.


—¿Por qué en el Club de Salud Motivacional tu nombre va primero?


—Porque ha sido idea mía.


—Es verdad, pero si yo no te hubiera hecho tambalear hasta perder el mundo de vista, esa idea no se te habría ocurrido.


—Tú también has perdido el mundo de vista gracias a mí.


—Eso es verdad. Ven aquí. —Pedro tiró de ella hasta situarla sobre su pecho—. Me parece bien que tu nombre vaya primero.


—De acuerdo entonces. Tendremos que editar los DVD por niveles. Como Yoga para principiantes y todo eso. Los niveles serán inicial, medio y avanzado. No queremos lesiones.


—Me encargaré del papeleo.


—Bien. Vaya, vaya… ocho kilómetros y la llamada sexual de la selva. Tendría que estar agotada, pero siento que podría volver a empezar y… ¡Ay, mierda!


—¿Qué?


—¡La hora! Ocho kilómetros más la llamada sexual de la selva ocupan más tiempo que cinco kilómetros más yoga. Tengo que ducharme.


—Yo también.


Paula le pellizcó en el hombro.


—Te dejo, a condición de que solo te des una ducha. Voy retrasada.


—Paula, los hombres tenemos un límite, y creo que esta mañana he llegado al mío.


Ella se levantó y se echó hacia atrás el pelo.


—Debilucho —dijo, y salió disparada hacia la ducha.




CAPITULO 37 (TERCER HISTORIA)





Jeronimo y Pedro ocuparon dos taburetes junto a la barra del restaurante Los Sauces y la propietaria salió a atenderlos.


—¡Vaya, vaya…! Hoy me ha tocado la lotería por partida doble.


—¿Qué tal vas, Angie?


—No me quejo, y eso ya es mucho teniendo en cuenta cómo es gran parte de la clientela que se derrumba en estos taburetes. ¿Qué os pongo?


—Un agua Pellegrino —pidió Pedro.


—Yo tomaré una cerveza Sam Adams.


—Marchando. ¿Habéis venido solo a tomar una copa? —preguntó Angie llenando una jarra de cerveza y poniendo hielo en un vaso.


—Yo sí —le dijo Jeronimo—. Este ha quedado para cenar.


—¿Ah, sí? ¿Quién es la afortunada esta noche?


—Hoy ceno con Paula.


—¿Con Paula Chaves? —Angie lo miró disimulando su asombro—. ¿De verdad te has citado con ella?


—Sí.


—Buen cambio, para variar. —Conociendo sus gustos, la joven añadió una rodaja de lima en el vaso de agua carbonatada y les sirvió las bebidas—. Había oído rumores, pero pensaba que solo serían habladurías.


—¿Ah, sí? ¿Por qué?


—Porque conoces a Paula desde hace veinte años y nunca le habías pedido para salir. Hace tiempo que no la veo por aquí, pero he oído que su empresa va viento en popa.


—Exacto, viento en popa.


—He ido a un par de bodas de las que organizan ellas y, oye, ¡qué categoría…! Es cosa de tu hermana, ¿verdad? —añadió Angie pasando el trapo por la barra—. En cualquier caso, tienen mucha clase. Todavía echo de menos a Paula. Fue la mejor chef repostera que hemos tenido jamás. Dime, Jeronimo, ¿cómo está Emma? ¿Y vuestros planes de boda?


—Muy bien. Ha encontrado el vestido, y ahora ya tiene las llaves del reino.


—Eso va a misa, te lo aseguro. Veo que las aguas andan revueltas entre vosotros. Primero Maca, ahora Emma… —Angie le guiñó el ojo a Pedro y tamborileó con los dedos en su vaso—. Cuidado con lo que bebes. —Y se fue a servir a otro cliente que se había sentado junto a la barra.


Jeronimo se echó a reír.


—No sé por qué te sorprendes tanto, tío —le dijo levantando la jarra en su honor—. Es ley de vida.


—Salimos desde hace… ¿cuánto, un mes? ¿Tú crees que hacer planes de boda es ley de vida?


Jeronimo se encogió de hombros.


—Primero Maca, luego Emma, y ahora le toca a Paula. Parece una de esas comedias que terminan con tres bodas a la vez.


—Paula no lo ve así. —¿Acaso habían olvidado que la conocía desde hacía veinte años?—. Para ella las bodas son un negocio. Es empresaria, una profesional emprendedora y ambiciosa.


—Como las demás. Las mujeres emprendedoras y ambiciosas también se casan —sentenció Jeronimo estudiando a Pedro por encima de su jarra—. ¿No se te había ocurrido en ningún momento?


—«Ocurrido» es una palabra muy vaga —dijo Pedro esquivando la respuesta—. Estamos acostumbrándonos a nuestra nueva relación. No soy contrario al matrimonio. De hecho, te presento a un admirador de la institución, aunque todavía no me haya planteado seriamente casarme.


—Me parece que ha llegado el momento de intercambiar los papeles, teniendo en cuenta el chorreo que me soltaste cuando Emma y yo empezamos a salir. Dime cuáles son tus intenciones con mi hermana putativa.


—Voy a cenar con ella.


—¿Y luego probarás suerte?


—Sería un idiota si no lo hiciera. Estamos disfrutando de esta nueva etapa. Ahora es… distinto —aventuró Pedro—. Para los dos. Paula me importa mucho; siempre me he preocupado por ella, y lo sabes. Solo que… lo que siento es diferente, aunque tampoco quiero que creas que estoy pensando en contratar a mi hermana para que planifique la boda.


—¿Porque no ha llegado el momento?


—Por Dios, Jeronimo… —Pedro notó la garganta seca y bebió un generoso trago de agua.


—La pregunta es justa.


—Solo ves bodas en tu cabeza —murmuró Pedro—. Puede que sí se esté cociendo algo entre nosotros. En fin, yo qué sé… En realidad no lo había pensado, y ahora no me lo quito de la cabeza. Mira, conozco a Paula. Sé que no se plantea casarse, y que no le afecta que vayan a casarse Maca y Emma. Hablamos de la chica que fue a estudiar a Nueva York y a París. Es más, incluso pensó en mudarse a París y por eso se puso a trabajar, para ahorrar el dinero que necesitaría, y entonces…


—Sí, ya lo sé. —La mirada zumbona de Jeronimo se desvaneció—. Todo eso cambió cuando tus padres murieron.


—Paula cambió de planes y no fue a París. —Pedro no lo había olvidado, y jamás lo olvidaría—. Nunca habría dejado sola a Carla, y pensándolo bien, sé que en parte se quedó por mí. Luego triunfó la creatividad de Carla y sus proyectos acabaron por unirlas a todas.


—Los planes cambian.


—Sí, es cierto, pero lo que quiero decir es que Paula siempre ha seguido su camino, su instinto, y no se ha conformado con una vida convencional. Si las cosas hubieran ido de otra manera, ahora estaría viviendo en un piso moderno del París bohemio y dirigiendo un negocio exclusivo.


—No lo creo —comentó Jeronimo sacudiendo la cabeza—. Cuando hubiera llegado el momento de la verdad, la unión de esas cuatro mujeres se habría impuesto. Quizá habría ido a Nueva York, pero a Europa, no. El tirón de las otras era demasiado fuerte.


—No hace mucho le dije lo mismo un poco en broma.


Jeronimo tomó una almendra del platito que Angie había colocado en la barra.


—Antes de que entre Emma y yo cambiaran las cosas creía que entendía cómo funcionan esas mujeres, pero ahora que vivo en la finca, que formo parte del grupo… veo que lo que existe entre las cuatro es prácticamente una conexión psíquica. A veces incluso da miedo, si quieres que te diga la verdad. —Jeronimo levantó la jarra como si brindara—. Eso es amor, tío, un amor generoso y profundo.


—Siempre lo ha sido —reflexionó Pedro—. De todos modos, mantengo que Paula no piensa casarse, pero también te diré que si fuera así, las otras tres lo sabrían. Podrías tantear a Emma.


—De ninguna manera haría eso. Ni siquiera por ti. Acabaría teniendo que justificar mis ideas sobre los hombres y mi negativa a tantearte sobre el asunto. —Jeronimo se metió en la boca otra almendra—. De ahí a la locura, hay solo un paso.


—No te falta razón. Además, eso les daría alas. Paula y yo estamos bien así. Dejémoslo correr. De momento el camino es llano. ¿Para qué buscar un desvío?


Jeronimo sonrió.


—Eso es lo que yo decía de Emma y de mí.


—No sigas por ahí.


—Tengo que admitir que me divierte meter el dedo en la llaga. Volviendo al tema de nuestra boda, ¿verdad que serás el padrino?


—Claro. No aceptaría ningún otro papel.


—Bien. Esa era la tarea que me quedaba por hacer. En general basta con que sonría y diga que sí cuando Emma me comenta las decisiones que han tomado para la boda. Carla me dijo que tengo que encargarme de la luna de miel, y me pasó el número del mejor agente de viajes que conoce. También me sugirió que eligiera un paquete a Bora-Bora porque es un lugar al que Emma siempre ha querido ir, y además es exótico y romántico. Supongo que eso es lo que haremos.


Intrigado, Pedro se llevó el vaso de agua a los labios y examinó a Jeronimo.


—¿Tú quieres ir a Bora-Bora?


—Sí… Cuando vi el paquete, pensé: genial. Tu hermana es de miedo, Pedro.


—Ya lo sé.


—Sebastian ha elegido un paquete a la Toscana que incluye unos discos para aprender italiano.


Pedro soltó una carcajada.


—Supongo que también se ha encargado de eso.


—Tú dirás. Oye, tengo que marcharme. Antes de salir del despacho he recibido un correo de Emma. Hoy tiene ganas de cocinar.


—Te invito a la cerveza.


—Gracias.


—Oye, Jeronimo. El traje de casado te queda bien.


—Porque me siento bien. ¿Quién iba a decirlo? Hasta pronto.


Se sentía bien no solo porque se casaba, reflexionó Pedro, sino por la vida que llevaba con Emma, por lo que estaba creando: un hogar, una familia, cenar juntos al terminar una larga jornada… Acabarían necesitando más espacio del que tenían en la casita de invitados. Conociendo a Jeronimo, ya se le ocurriría algo.


La finca empezaba a parecer una comunidad. Pedro pensó que esa idea habría complacido y divertido también a sus padres.


—Su mesa está lista, señor Alfonso —dijo el maître acercándose—. ¿Quiere sentarse o prefiere esperar a su acompañante en la barra?


Pedro echó un vistazo al reloj. Paula llegaba tarde, aunque quizá el retraso fuera por culpa de Maca, porque esta le había propuesto dejarla en el restaurante de camino a una sesión que tenía concertada.


—Aparecerá en cualquier momento. Me sentaré a la mesa.


Decidió pedir una botella de vino. Acababa de elegir cuando oyó su nombre.


—¡Hola, forastero!


—Deborah. —Se levantó y saludó con un beso amistoso a una conocida de hacía años—. Estás fantástica. ¿Qué tal?


—Fenomenal. —La joven se apartó de la cara un mechón de su exuberante melena pelirroja—. Acabo de regresar de España. He estado allí un par de meses… y las últimas dos semanas en Barcelona.


—¿Por negocios o por placer?


—Por las dos cosas, y ha sido intenso. He quedado con mi madre y mi hermana para pasar un rato entre mujeres y ponernos al día. Llego pronto, como siempre; y ellas tarde, para variar.


—Siéntate conmigo a esperarlas.


—Encantada, Pedro. —Deborah le dedicó una sonrisa radiante cuando él le retiró la silla—. No te había visto desde… ¿Cuánto hace? Creo que desde el baile de primavera. ¿Qué has estado haciendo?


—Nada que supere tu viaje a Barcelona. —El sumiller le mostró la botella para que diera su aprobación y, tras mirar la etiqueta, Pedro asintió.


—Bueno, ponme al día. ¿De quién se habla? ¿Alguien se ha liado con algún conocido? ¿Ha habido algún escándalo?


Pedro sonrió antes de probar el vino que el sumiller le había servido en la copa.


—Creo que para eso será mejor que confíes en tu madre y en tu hermana. Es perfecto —le dijo al sumiller, y le indicó con un gesto que sirviera a Deborah.


—Eres tan discreto… Siempre lo has sido. —Dio un sorbo a su vino—. Y sigues teniendo un gusto excelente para los vinos. Vamos, confiesa… Me ha llegado el rumor de que Jeronimo Cooke está prometido. ¿Es verdad o no?


—Eso es verdad. Jeronimo y Emma Grant han fijado fecha para la boda. Será la próxima primavera.


—¿Se casa con Emma? ¿De verdad? Bien, brindo por ellos —dijo Deborah levantando su copa—, aunque una legión de solteras guardará luto por él. Está claro que no estoy al día. Ni siquiera sabía que fueran pareja.


—Creo que todo fue muy rápido entre los dos.


—Me alegro. ¿No te resulta extraño? Quiero decir que Emma es casi como una hermana para ti, y Jeronimo es tu mejor amigo.


—Me costó un poco al principio —reconoció Pedro—, pero les va muy bien. Cuéntame cosas de Barcelona. Nunca he ido.


—Hay que ir. Las playas, la comida, el vino. El amor. Se palpa en el ambiente… —añadió ella sonriendo.


Estaban riendo, inclinados el uno ante el otro, compartiendo mesa, y en ese momento entró Paula. Se detuvo en seco, como si hubiera topado con un muro de cristal… y ella se encontrara en el lado equivocado.


Se lo veía cómodo, pensó Paula. Los dos estaban relajados, y eran guapísimos… tanto él como ella. Si Maca estuviera ahora allí habría podido sacarles una foto, captar el instante, la viva imagen de dos personas atractivas que comparten un vino y unas risas a la luz de las velas.


Parecían la pareja perfecta, y estaban en la misma onda.


—Hola, Paula.


—Hola, Maxie. —Paula procuró sonreírle a la camarera que se había detenido junto a ella—. La noche está movidita.


—Dímelo a mí —dijo Maxie poniendo los ojos en blanco—. No sabía que venías hoy. Te montaremos una mesa.


—De hecho, he quedado con una persona.


—Ah, vale. No dejes que Julio te vea —le dijo guiñándole el ojo y refiriéndose al chef—. No resistiría la tentación de arrastrarte a la cocina en una noche como esta. Te echamos de menos.


—Gracias.


—Tengo que seguir. Hablaremos luego.


Paula asintió y se escabulló hacia el servicio para concederse un poco más de tiempo. Se dijo que era una idiotez que le afectara tanto ver a Pedro tomando una copa con una amiga, sentirse inferior porque unos años antes había trabajado duro en esa cocina en lugar de estar sentada a una mesa, porque en su calidad de repostera habría estado preparando un postre delicioso para parejas con la imagen de Pedro Alfonso y Deborah Manning.


—No hay nada malo en eso —se dijo en voz alta, y mientras se sermoneaba a sí misma se retocó con el brillo labial.


Estaba orgullosa del trabajo que había desempeñado en ese restaurante… y del dinero que había ganado para contribuir a que Votos despegara. Le enorgullecía su talento, porque la capacitaba para tener un negocio propio, ganarse la vida y hacer feliz a la gente con sus creaciones.


Sabía cuidar de sí misma y tomaba sus propias decisiones. 


Eso era lo más importante.


Sin embargo, se sentía herida sin remedio al recordar que, en cualquier caso, siempre había vivido al otro lado de ese muro de cristal.


—No importa —dijo volviendo a guardar en el bolso el pintalabios y respirando hondo—. En realidad, no tiene ninguna importancia.


La confianza era como el brillo labial, se recordó a sí misma. 


Lo único que había que hacer era darse unos retoques.


Salió de los servicios, giró hacia el comedor y se dirigió a la mesa. «Bien, allá vamos.»


Le ayudó sobremanera apreciar la mirada cálida que Pedro le dirigió al reconocerla. Se levantó y le tendió una mano. Deborah se revolvió en la silla y alzó los ojos.


Paula comprendió que le costaba situarla y adivinar su nombre. Era normal. Deborah y ella no se movían en los mismos círculos.


—Paula, recuerdas a Deborah Manning, ¿verdad?


—Claro. Hola, Deborah.


—Paula, me alegro de volver a verte. Pedro acaba de contarme lo de Emma y Jeronimo. Seguro que ya les habrás diseñado un pastel estupendo.


—Tengo un par de ideas.


—Me encantaría que me lo contaras. Las bodas son tan divertidas… ¿Puedes sentarte? Pedro, necesitaremos otra copa.


Por suerte Deborah comprendió la situación enseguida, y su cutis inmaculado de pelirroja se encendió como una llama al darse cuenta de su metedura de pata.


—¡Qué imbécil soy! —exclamó riendo y levantándose—. Era a ti a quien esperaba Pedro. Te diré que ha tenido el detalle de hacerme compañía.


—Me alegro —«Soy una mujer muy madura», pensó Paula—. No has terminado tu vino. Pediremos otra silla.


—No, no. Estoy esperando a mi madre y a mi hermana. Saldré fuera a llamarlas para asegurarme de que no me hayan dado plantón. Gracias por el vino, Pedro.


—Me ha gustado verte, Deborah.


—A mí también. Disfrutad de la cena.


Deborah salió del comedor con aire impecable, pero a Paula no se le escapó su mirada atónita e interrogativa.


—He llegado tarde por culpa de Maca —dijo Paula con ligereza.


—Valía la pena esperar —respondió Pedro retirándole la silla—. Estás preciosa.


—He pensado lo mismo de ti al verte.


Con la discreta eficacia de que hacía gala el restaurante, un camarero se llevó la copa de Deborah y le sirvió vino a Paula. La joven dio un sorbo y asintió.


—Muy bueno.


Tomó la carta que le ofreció el maître y la dejó encima de la mesa sin abrir. —Hola, Ben.


—Hola, Paula. Me han dicho que estabas aquí.


—¿Qué me recomiendas hoy?


—El pagro con ragú de cangrejo, salteado con una reducción de vino blanco y acompañado de arroz de jazmín y espárragos.


—Perfecto. Tomaré una ensalada de la casa para empezar.


—Ahora me toca a mí —intervino Pedro—. ¿Me sugieres algún otro plato?


—El solomillo de cerdo con salsa de miel y jengibre. Lo servimos con patatas paja y verduras asadas a la nigoise.


—Fenomenal. También tomaré la ensalada.


—Una elección excelente.


En cuanto Ben abandonó la mesa, otro camarero se acercó para servir el pan de aceitunas de la casa con su aliño.


—El servicio es muy bueno en este restaurante —comentó Pedro—, pero contigo se esmeran.


—Siempre hemos sabido cuidar de los nuestros —afirmó ella mordisqueando el pan.


—Había olvidado que trabajaste aquí. No lo pensé cuando te propuse venir a cenar. Tendremos que probar el postre para que puedas comprobar si tu sustituta está a la altura.


—Creo que van por la sustituta de la sustituta.


—Cuando se ha tenido a la mejor, cuesta conformarse con menos. ¿Lo echas en falta? Me refiero a trabajar en equipo, a la energía, al caos controlado…


—No siempre está tan controlado. En realidad, es lo contrario. Me gusta tener mi propio espacio, y el horario de un restaurante es brutal.


—¡Hablas como si dispusieras de mucho tiempo libre!


—Pero ahora se trata de mi tiempo, y eso es muy diferente. Ah, me parece que la madre y la hermana de Deborah acaban de llegar —dijo Paula señalando hacia una mesa cercana con la copa en la mano.


Pedro echó un vistazo y vio a tres mujeres siguiendo al camarero hasta una mesa.


—No creo que hayan tardado tanto como decía Deborah. Lo que pasa es que ella suele ser muy puntual.


—Claro… —Paula habló con naturalidad, con calma, con madurez… y se felicitó por ello—. Lo sabes porque saliste con esa mujer.


—Duró poco y fue hace mucho, antes de que se casara.


—Imaginaba que no habría sido durante su matrimonio. ¿Qué pasó después del divorcio?


Pedro sacudió la cabeza.


—Fui su abogado y llevé su caso. Tengo por norma no salir nunca con clientas. Es una mala idea.


—Penny Whistledown —afirmó Paula apuntándole con un dedo—. Recuerdo que llevaste su divorcio y que además saliste con ella un par de años después.


—Por eso digo que es una mala idea.


—Esa mujer parecía desamparada. Cuando no podía localizarte en casa o en el despacho, llamaba a la finca y mareaba a Carla para que le dijera dónde estabas. —
Paula bebió un poco de vino—. Eso, letrado, fue un error de bulto por tu parte.


—Culpable de todos los cargos. Tú tuviste una pareja.


—Huy, huy, huy… A mí no me interesan los desamparados.


—Los errores de bulto. Drake… no, Deke no sé qué. ¿Cuántos tatuajes tenía?


—Ocho, creo. Quizá nueve. Pero ese tipo no cuenta. Yo tenía dieciséis años y me apetecía fastidiar a mis padres.


—También me fastidiaste a mí.


Paula arqueó las cejas.


—¿De verdad?


—De verdad. Ese tío rondó mucho por casa durante el verano. Iba con camisetas de manga recortada y unas botas de motorista. Llevaba un pendiente, y diría que era de los que ensayan la sonrisa en el espejo.


—Te acuerdas más de él tú que yo. —Paula esperó a que Ben les sirviera la ensalada y llenara las copas—. Conocemos demasiado bien nuestra vida sentimental. Eso puede ser peligroso.


—No te lo tendré en cuenta si tú no me lo tienes en cuenta a mí.


—Me parece justo y razonable —concluyó ella—. La gente se pregunta qué nos traemos entre manos, qué está pasando entre tú y yo.


—¿Qué gente?


—Hablo de esas conocidas tuyas aquí presentes —dijo ella ladeando la cabeza con disimulo para referirse a la mesa en la que las tres mujeres fingían no ocuparse de ellos—, y de mis conocidos también.


—¿Te molesta?


—En realidad, no. Un poco, quizá. —Se encogió de hombros y se concentró en la ensalada—. Es natural, sobre todo cuando uno de nosotros es un Alfonso de los Alfonso de Connecticut.


—Yo diría que es natural porque estoy sentado con la mujer más bella del comedor.


—Bien por ti. Buen tanto. No en vano los clásicos lo son por alguna razón.


Pedro le acarició la mano.


—Sé valorar lo que está frente a mí.


Desarmada, Paula entrelazó los dedos con los de él.


—Gracias.


Que especularan, pensó, que hablasen. Ella tenía lo que siempre había querido tener, en la palma de la mano.


Cenaron picoteando de un plato y del otro, bebiendo un buen vino y charlando de lo que les venía a la mente. Paula recordó que ellos dos siempre habían hablado a gusto, de todo y de nada a la vez. Se dio cuenta de que era capaz de levantar un muro de cristal alrededor, dejar el mundo fuera y saborear ese paréntesis tanto como la comida.


Ben les sirvió un trío de minisuflés.


—Cortesía de Charles, el chef repostero. Se ha enterado de que estabas en el restaurante y ha querido prepararte algo especial. Está un poco nervioso —añadió el camarero bajando la voz e inclinándose hacia ella.


—¿De verdad?


—Tú eres un peso pesado, Paula. Si prefieres otra cosa…


—No, me parece fantástico. Son muy bonitos —dijo ella probando el postre de chocolate y untándolo con una perla de nata montada. Cerró los ojos y sonrió—. Glorioso. Pruébalo —le dijo a Pedro, y luego saboreó el de vainilla—. Maravilloso.


—Le gustaría venir a saludarte.


—¿Por qué no voy yo a la cocina? Después de hacer justicia a los suflés, claro.


—Vas a darle una alegría. Gracias, Paula.


Probó la última variedad cuando Ben se alejó.


—¡Qué rico! El de limón es exquisito. Tiene la proporción ideal de acidez y dulzura.


—Yo seré un Alfonso de los Alfonso de Connecticut, como has dicho antes —dijo Pedro mientras compartía el postre con Paula—, pero ante mí tengo a la diva de los postres.


—La diva de los postres… —Paula soltó una carcajada. Se controló y sonrió—. Me gusta. Puede que adopte el título. Ay, mañana voy a tener que matarme en el gimnasio porque no quiero herir sus sentimientos —añadió la joven tomando otra cucharada—. Escucha, iré a saludarlo, pero solo tardaré unos minutos.


—Voy contigo.


—¿Estás seguro?


—No me perdería esto por nada del mundo —dijo él levantándose y dándole la mano.


—Ahora estarán más tranquilos en la cocina —comentó Paula—. La hora punta de cenar ya ha pasado. De todos modos, no toques nada. Julio está loco de atar. Si amenaza con filetearte como a una trucha, no lo tomes como un ataque personal.


—Conozco a Julio. Ha venido varias veces a saludarme a la mesa.


Paula miró fijamente a Pedro antes de entrar en la cocina.


—Entonces es que no lo conoces —afirmó empujando la puerta.


Suerte que Paula había dicho que la cocina estaría tranquila, pensó Pedro. Era obvio que esa palabra no significaba lo mismo para los dos. El personal se movía sin cesar y el ruido era ensordecedor: vocerío, tintineo de platos, zumbidos de campanas y conductos de ventilación, golpeteo de cuchillos y siseo de planchas.


El vapor hacía aumentar el calor y la tensión del ambiente.


A uno de los lados de unos fogones inmensos estaba Julio, con su delantal y su gorro de chef, maldiciendo en varias lenguas.


—¿No es capaz de decidirse? ¿Necesita más tiempo? —Julio soltó una salva de tacos en español que enrareció el de por sí caldeado aire de la cocina—. No quiero setas; quiero una ración extra de zanahorias. ¡Gilipollas! ¿Dónde está su jodido plato?


—Todo sigue igual —afirmó Paula en voz alta para que la oyera.


Julio giró en redondo. Era un hombre esquelético, con las cejas muy pobladas y negras, de mirada ojerosa.


—Contigo no me hablo.


—No he venido a hablar contigo —respondió Paula acercándose a un joven que salseaba con frambuesas una porción de pastel de chocolate—. Tú debes de ser Charles.


—Prohibido hablar con él hasta que acabe. ¿Crees que estás en un club de contactos?


Charles puso los ojos en blanco. Tenía un rostro atractivo, del color del café recién molido.


—Un momento, por favor.


Esparció unas bayas para terminar el plato y enmarcó con unas galletas muy finas un cuenco de un bizcocho borracho de crema y frutas. Como siguiendo una señal secreta, una camarera tomó el postre y se fue volando por la puerta.


—Estoy tan contento de conocerla, tanto…


—Tus suflés eran extraordinarios, sobre todo el de limón. Gracias.


Pedro vio que a ese chico se le iluminaba el rostro, como si ella le hubiera transmitido una descarga de electricidad.


—¿Le han gustado? Cuando me dijeron que estaba en el restaurante, quise preparar algo especial para usted. El de limón precisamente… ¿Le ha gustado el de limón?


—Sobre todo ese. Es sabroso y fresco a la vez.


—Todavía no está en la carta. Es una creación mía.


—Creo que lo has bordado. Imagino que no querrás pasarme la receta…


—¿Quiere la receta? —preguntó sin aliento el repostero—. La escribiré ahora mismo. Voy a anotársela, señora Chaves.


—Paula.


—Paula.


Pedro habría jurado que su nombre le salió de los labios como una plegaria. Cuando Charles fue a buscar la receta, Paula se dirigió a él.


—Ahora mismo vuelvo.


Pedro se quedó solo en la cocina, metió las manos en los bolsillos y se dedicó a observar. Julio bebía agua directamente de un botellín y no lo perdía de vista.


—Medallones de cerdo.


—Exacto. Buenísimos.


—Gracias, señor Alfonso —respondió Julio, y luego paseó la mirada entre Paula y él—. Hum…


Tapó la botella y fue a buscar a Paula. La joven hablaba con Charles en una postura algo encorvada.


—Todavía estoy furioso contigo.


Paula se encogió de hombros.


—Te marchaste de mi cocina.


—Avisándote con mucha antelación, y además vine durante mi tiempo libre para formar a mi sustituto.


—Tu sustituto… —Julio soltó un taco y blandió una mano en el aire—. Era un inútil. Se echaba a llorar.


—Eso les pasa a algunos de tanto aguantar que los machaques continuamente.


—No quiero a llorones en mi cocina.


—Tienes suerte de contar con Charles, y considérate afortunado si quiere conservar el trabajo y es capaz de aguantar la mierda que le echas.


—Este trabaja bien, y no llora. Además no es respondón.


—Dale tiempo. Te enviaré esa receta, Charles. Creo que es un intercambio justo —dijo Paula metiéndose en el bolso la que Charles le había dado.


—Gracias por entrar a saludarme. Ha significado mucho para mí.


—Volveremos a vernos. —Paula le estrechó la mano y luego se volvió hacia Julio—. El pagro era fabuloso, cabrón. —Y le dio un beso en la mejilla.


Julio soltó una carcajada que tronó como un insulto.


—Puede que te perdone.


—A lo mejor me dejo. Buenas noches.


Pedro le acarició la espalda al salir.


—Lo que has hecho es muy bonito… con los dos, quiero decir.


—A veces puedo ser simpática.


—Eres como el suflé de limón, Paula. La mezcla perfecta de acidez y dulzura. —Se llevó su mano a los labios y le dio un beso.


Paula parpadeó.


—Bueno, me parece que alguien va a tener suerte esta noche.


—Eso esperaba.