lunes, 20 de marzo de 2017
CAPITULO 38 (TERCER HISTORIA)
Moviéndose con sigilo en la oscuridad, Paula entró en el baño para ponerse un sujetador de deporte y unos pantalones de ciclista. La noche anterior Pedro había decidido quedarse a dormir y ella había querido sacar el equipo del dormitorio.
Eso era lo que habría hecho Carla, pensó mientras se embutía los pantalones.
Se recogió el pelo con un pasador, se puso los calcetines y decidió irse así, con las zapatillas de deporte en la mano.
Cuando abrió la puerta del dormitorio, soltó una exclamación. Pedro estaba sentado en la cama y había encendido la luz de la mesilla de noche.
—¿Qué pasa? ¿Tienes superoídos? No he hecho ruido.
—Más o menos. ¿Vas a hacer ejercicio? Buena idea. Iré a buscar algo de ropa y te acompaño.
Visto que Pedro estaba despierto, Paula se sentó para ponerse las zapatillas.
—Puedes dejar tus cosas aquí para la próxima vez.
Pedro sonrió.
—En nuestra tribu hay gente muy susceptible con esos temas.
—Yo no.
—Me alegro, porque yo tampoco. Es más fácil así. —Pedro echó un vistazo al reloj y esbozó una mueca—. Por lo general.
—Vuelve a dormirte. No te lo tendré en cuenta, ni pensaré que eres un macarra, un blandengue o un perezoso.
Pedro entornó los ojos y la fulminó con la mirada.
—Nos vemos en el gimnasio.
—Muy bien.
Paula salió de su habitación pensando que empezar el día bromeando con Pedro, hacer luego una hora de ejercicio y rematarlo todo con una ducha caliente, un buen café y una jornada de trabajo por delante era un plan fantástico.
De hecho, era perfecto.
Cuando entró en el gimnasio vio a Carla haciendo unos ejercicios de resistencia cardiovascular mientras veía un programa de la CNN.
—Buenos días —dijo en voz alta.
—Buenos días. Es insultante lo contenta que se te ve.
—Es que me siento de fábula. —Paula tomó una colchoneta de la estantería, se echó y calentó el cuerpo con unos estiramientos—. Pedro va a venir a hacer gimnasia.
—Eso explica tu alegría insultante. ¿Qué tal la cena?
—Bien, muy bien en realidad, solo que…
—¿Qué?
Paula miró hacia la puerta.
—No creo que tarde mucho en llegar. Te lo cuento luego. —Mientras empezaba sus estiramientos observó el equipo de Carla. Su amiga vestía unos pantalones ajustados de color chocolate y una camiseta sin mangas y con un estampado de flores. Un conjunto muy práctico y femenino—. Creo que me compraré ropa de deporte. Mis conjuntos están hechos polvo.
Carla subió a la otra bicicleta elíptica que había en el gimnasio.
—¿Cuánto tiempo has estado?
—Más de treinta minutos.
—A ver si te atrapo.
—No lo creo. Estoy a punto de llegar a los cinco kilómetros y luego me pondré a hacer pilates.
—Haré esos cinco kilómetros y compensaré tu pilates con un poco de yoga. Quizá llegue hasta los seis. Anoche tomé suflé.
—¿Valió la pena al menos?
—Por supuesto. El chef repostero de Los Sauces es muy bueno.
—Charles Baker.
—No se te escapa ni una, sabelotodo.
—Sí —dijo Carla con satisfacción—. Ya he llegado a los cinco kilómetros.
Carla secó la máquina con la toalla, apagó el televisor y puso música.
—Buenos días, señoras. —Vestido con unos pantalones cortos de gimnasia de hacía varios años y una camiseta descolorida, Pedro abrió el armario y sacó un botellín de agua para él y otro para Paula, y luego se dirigió a la máquina donde había estado Carla.
—Gracias —dijo Paula cuando él metió el botellín en el soporte.
—Tienes que hidratarte. ¿Cuánto ha corrido Carla?
—Cinco kilómetros. Yo correré seis.
Pedro subió a la otra máquina y la programó.
—Yo correré ocho, pero si a ti te basta con seis, no voy a echártelo en cara, y tampoco te tomaré por una blandengue.
—¿Ocho? —Paula asintió—. Acepto la apuesta.
Eran competitivos, pensó Carla tumbándose en la colchoneta para hacer unos ejercicios abdominales. ¿Quién era ella para culparles? Carla lo era tanto que empezaba a lamentarse de no haber corrido los tres kilómetros que le faltaban para igualar su marca.
Hacían muy buena pareja, aunque no sabía si se daban cuenta. Y no solo físicamente, pensó la joven mientras hacía unos ejercicios de tijera, sino en su manera de moverse y de conectar el uno con el otro.
Quería que su relación funcionara. Es más, quería que funcionara tan bien que casi se emocionaba al imaginarlo.
En su momento había deseado lo mejor para Maca y Emma, pero ahora se trataba de su hermano, y de una hermana que aunque no lo fuera de sangre, lo era en todo lo demás. Esas dos personas eran lo más importante de su vida, y deseaba con toda el alma su felicidad. Para ella sería un regalo tan preciado como podía serlo para ellos.
Carla creía fervientemente que cada persona, cada alma, tenía destinada su media naranja. Siempre lo había creído, y comprendía que esa creencia inamovible era una de las razones que la hacían buena en su trabajo.
—¡Ya llevo un kilómetro y medio! —anunció Paula.
—Has empezado antes que yo.
—Ese no es mi problema.
—Bien —dijo Carla viendo que Pedro aumentaba la marcha—. Ya no hay chico simpático que valga. —Sacudió la cabeza y empezó una nueva tanda de abdominales.
Pedro iba en cabeza al llegar al quinto kilómetro, y en ese momento entró Maca con andar cansino.
—Ahí está —dijo la joven con una mueca de disgusto al ver la máquina de musculación—. Mi enemigo. —Frunció el ceño al ver que Carla terminaba su sesión con unas posturas básicas de yoga a modo de estiramientos—. Ya estás, ¿verdad? Lo he adivinado por la cara de suficiencia que pones.
Carla juntó las manos en la posición de oración.
—Mi cara refleja la paz y el equilibrio de mi cuerpo y mi espíritu.
—Vete a hacer puñetas, Carla. Oye, no mires, pero aquí se ha colado un hombre.
—Están echando una carrera para ver quién llega antes a los ocho kilómetros.
—¡Qué locura! ¿Por qué? ¿Quién va a querer resoplar subido a esa máquina durante ocho kilómetros? A ver, dime qué te parece. —Maca dio una vuelta completa para enseñarle su camiseta de deporte y sus pantalones cortos de yoga—. Entré en crisis y compré un equipo de esos que venden para que una se aficione y se inspire.
—Muy bonito, y práctico. Bien por ti. —Carla terminó haciendo el pino y Maca tuvo que bajar la cabeza para mirarla.
—Ahora que me he comprado el equipo, ¿crees que podré hacer eso?
—Te guiaré si quieres intentarlo.
—Déjalo. Me lastimaría y he quedado con Sebastian para ir a hacer unos largos cuando termine la tortura que me he impuesto. ¿Le has visto nadar?
—Ajá. —Sebastian volvió a poner los pies en el suelo y se enderezó—. Lo vi una vez al salir a la terraza. Te aseguro que no fue en plan mirona.
—Pues está para comérselo con los ojos. Es una monada en bañador, pero lo mejor de todo es que cuando se mete en el agua, de repente deja de ser el profesor Patoso y se convierte en Míster Maravillas. —Preparó la máquina y se puso a hacer unos ejercicios para tonificar los bíceps—. ¿Por qué será?
—Quizá porque en el agua no puede tropezar con nada sólido.
—Hum… podría ser. En fin, cuando termine de maltratarme en el gimnasio, Sebastian y yo iremos a nadar, que es un ejercicio civilizado. Puede que el único. Hablando de gente monísima… —Maca bajó el tono de voz y con el mentón señaló hacia las bicicletas elípticas—. Míralos.
Carla asintió, se echó la toalla al cuello y bebió agua.
—Hace un rato estaba pensando lo mismo. —Consultó el reloj—. Mira, me da tiempo de escaparme y nadar un poco antes de empezar la jornada. A las diez, sesión consultiva, el equipo al completo.
—Lo sé.
—Nos vemos luego. Ah, Maca… tienes unos hombros espectaculares.
—¿De verdad? —A Maca se le iluminó la cara de satisfacción y esperanza—. ¿No dirás eso porque me quieres y me ves sufrir?
—Espectaculares —repitió Carla marchándose a ponerse el bañador.
—Espectaculares… —musitó Maca colocando la pieza que necesitaba para ejercitar sus tríceps.
—Seis kilómetros y medio. —Pedro agarró su botellín de agua y dio un trago muy largo—. Fíjate, vas detrás de mí.
—Me estoy reservando para el tramo final —dijo Paula enjugándose el sudor de la cara. No podría atraparlo, pensó, pero le haría sudar la gota gorda.
Lo miró de reojo. El sudor le había marcado la camiseta con una V oscura que le atenazó el vientre de deseo. Paula recurrió a esa sensación para emplearse más a fondo.
Tenía las sienes mojadas y se le destacaban unos rizos muy sexis. Le brillaban los brazos y se le marcaban los músculos.
Su piel debía de estar salada, pensó Paula. Ese hombre podría resbalar en esos momentos bajo sus manos, y su energía, fuerza y resistencia podrían moverse encima de ella, debajo, envolviéndola, penetrándola…
Se le aceleró la respiración por algo que nada tenía que ver con el ejercicio, y entonces llegó a los seis kilómetros.
Pedro la contempló, y Paula reconoció en sus ojos el mismo temblor bajo la piel, la necesidad acuciante, primigenia. Le latía el pulso al compás de la música, le bullía la piel con la aceleración de la máquina. Su corazón se desbocó.
Paula esbozó una sonrisa y habló sin aliento.
—Te estoy atrapando.
—No te quedan fuerzas.
—Te equivocas.
—Estás molida.
—Tú también. Resistiré hasta el final, ¿y tú?
—Observa y verás.
Maca, desde el otro extremo del gimnasio, puso los ojos en blanco y, consciente de que ni siquiera las amigas íntimas pueden estar presentes en ciertos momentos, se escabulló de la sala.
Ninguno de los dos se dio cuenta de que se marchaba; ni siquiera recordaban que estuviera ahí.
Pedro aminoró la marcha y Paula comprendió que la carrera había finalizado. Empezaba entonces una danza sexual, intensa y primitiva.
Terminarían juntos la sesión.
—Veamos cómo aguantas el tramo final —exigió Pedro.
—¿Quieres que te haga una demostración?
—Sí, eso quiero.
—A ver si me coges. —Paula sacó fuerzas de flaqueza para seguir la marcha, hasta que sintió, asombrada, la excitación del placer más oscuro. Cuando Pedro volvió a atraparla, se le escapó un gemido.
Paula cerró los ojos y se dejó llevar, embargada por una necesidad imperiosa y tórrida que casi resultaba dolorosa.
Alcanzaron la meta juntos.
Con la respiración agitada, abrió los ojos y se quedó mirándolo. La quemazón de su garganta no la calmaría el agua. Al bajar de la bicicleta elíptica le fallaron las piernas.
—Creo que paso del yoga.
—Bien hecho —afirmó Pedro tirándole del sujetador de deporte y atrayéndola hacia sí.
Paula recibió su boca enfebrecida, que le anuló los sentidos hasta llevarla al delirio. Necesidad, hambre… el deseo de Pedro era tan hondo y desesperado como el de ella, y eso solo ya era excitante. Una nueva oleada salvaje de calor le recorrió el cuerpo hasta hacerle plantearse cómo era posible resistir.
—Démonos prisa. Deprisa. —Paula se separó de él intentando recuperar la respiración. Durante un momento muy intenso se quedaron mirando—. ¡A ver si me coges! —exclamó ella, y salió corriendo hacia la puerta. De camino hacia su dormitorio, se le escapó una carcajada enloquecida.
Pedro la atrapó justo delante de la puerta, y los dos la franquearon en volandas.
Sin dejar de reír, Paula se volvió, lo empujó contra la hoja y lo besó en la boca. Le arrancó la camiseta, la lanzó por los aires y le acarició el pecho.
—Estás sudado, resbalas y… —le lamió la piel—… sabes a sal. Me vuelves loca. Deprisa —exigió la joven haciendo ademán de quitarse los pantalones cortos.
—No tan deprisa. —Pedro invirtió las posiciones y empujó a Paula contra la puerta. Le quitó el sujetador, lo lanzó por encima de sus hombros y puso las dos manos en sus pechos.
Paula inclinó la cabeza al notar que le acariciaba los pezones.
—No puedo…
—Sí puedes. La carrera no ha terminado. No sabes lo que estás haciendo conmigo. No sé qué estás haciendo, pero quiero más. Te quiero a ti, quiero que me lo des todo.
Paula le tomó el rostro y lo atrajo hacia su boca.
—Toma lo que quieras, tómalo. Pero no dejes de tocarme, no pares.
Pedro no podía parar. ¿Cómo iba a apartar las manos y la boca de ese cuerpo terso y prieto, de esa piel suave y caliente? Paula se estrechó contra él murmurando, apremiándolo a que hiciera con ella lo que quisiese, que tomara lo que necesitase.
Ninguna otra mujer lo había excitado hasta hacerle sentir el latido de la sangre golpeteando bajo la piel. Deseo era una palabra demasiado simple y serena para describir lo que Paula desencadenaba en él. Pasión, un recurso fácil.
Levantándole los brazos la sostuvo contra la puerta mientras se comía a besos su boca y su cuello; luego recorrió su cuerpo, disfrutándolo. Estaba hambriento de ella.
Los pantalones de ciclista le sentaban como una segunda piel y moldeaban sus caderas y muslos. Fue bajando por su cuerpo y se los quitó, y luego sus manos se acoplaron a ella, hasta que sus labios y su lengua se identificaron con el calor húmedo de Paula.
El orgasmo la sacudió alterando sus sentidos y nublando su visión. Se le combaron las piernas, pero él la sostuvo con firmeza.
Pedro hizo con ella lo que quiso, tomó lo que necesitaba.
Paula apenas conseguía respirar, sumergida en un torrente de placer. Le costaba mantener el equilibrio en la densa y sofocante oscuridad. Solo podía sentir la sacudida loca que la había dejado temblorosa a la espera del siguiente asalto.
Pedro volvió a levantarle los brazos y la asió por las muñecas. Con la mirada fija en sus ojos, la penetró.
Ella se corrió por segunda vez, y una lágrima de asombro la delató. Paula se estremecía y él empujaba, y entre estremecimientos y sacudidas el placer fue creciendo hasta que les resultó imposible contenerse.
Paula se escurrió de las manos de Pedro y se agarró a sus hombros al notar que le fallaban las fuerzas. Vio que él aceleraba el ritmo sin dejar de observarla, acompasándose a ella… hasta que llegaron juntos a la meta.
Al terminar se dejaron caer al suelo, demasiado débiles para moverse. Cuando lograron recuperar el aliento, Paula suspiró.
—Nos haremos ricos.
—¿Eh?
—Olvídalo. Tú ya eres rico. Yo me haré rica, y tú serás más rico aún.
—Vale.
—Lo digo en serio. Acabamos de descubrir la motivación infalible para hacer ejercicio: la llamada sexual de la selva. Seremos tan ricos como Bill Gates. Escribiremos un libro. Editaremos varios DVD y rodaremos anuncios. Nuestro país y el mundo entero se sentirán motivados y satisfechos sexualmente. Y tendrán que darnos las gracias a nosotros.
—¿En los DVD y los anuncios incluiremos demostraciones de la llamada sexual de la selva?
—Solo en las versiones para adultos. Jugaremos con la niebla, la iluminación y los ángulos de la cámara para darles un toque elegante.
—Cariño, la llamada sexual de la selva no tiene que ser elegante.
—Lo será a efectos de producción. Aquí no entra el porno. Piensa en los millones que ganaremos, Pedro. —Paula rodó hasta quedar boca abajo y lo miró a los ojos—. Piensa en los millones de cuerpos que habrá que poner en forma, en la gente que leerá nuestro libro, verá los DVD o los anuncios y pensará: «¡Jo! ¿Eso me va a pasar a mí si hago ejercicio?» Hemos de constituir el Club de Salud Motivacional Chaves-Alfonso y captar socios. Abriremos franquicias. Pagarán, Pedro. Oh, sí, pagarán mucho por eso.
—¿Por qué en el Club de Salud Motivacional tu nombre va primero?
—Porque ha sido idea mía.
—Es verdad, pero si yo no te hubiera hecho tambalear hasta perder el mundo de vista, esa idea no se te habría ocurrido.
—Tú también has perdido el mundo de vista gracias a mí.
—Eso es verdad. Ven aquí. —Pedro tiró de ella hasta situarla sobre su pecho—. Me parece bien que tu nombre vaya primero.
—De acuerdo entonces. Tendremos que editar los DVD por niveles. Como Yoga para principiantes y todo eso. Los niveles serán inicial, medio y avanzado. No queremos lesiones.
—Me encargaré del papeleo.
—Bien. Vaya, vaya… ocho kilómetros y la llamada sexual de la selva. Tendría que estar agotada, pero siento que podría volver a empezar y… ¡Ay, mierda!
—¿Qué?
—¡La hora! Ocho kilómetros más la llamada sexual de la selva ocupan más tiempo que cinco kilómetros más yoga. Tengo que ducharme.
—Yo también.
Paula le pellizcó en el hombro.
—Te dejo, a condición de que solo te des una ducha. Voy retrasada.
—Paula, los hombres tenemos un límite, y creo que esta mañana he llegado al mío.
Ella se levantó y se echó hacia atrás el pelo.
—Debilucho —dijo, y salió disparada hacia la ducha.
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