lunes, 27 de marzo de 2017

CAPITULO 6 (CUARTA HISTORIA)



A PEDRO, LA EXPERIENCIA LE DECÍA que la mayor parte de la gente no se sentaba un martes cualquiera a cenar jamón glaseado con miel, patatas asadas, zanahorias baby y espárragos delicadamente salteados. Y probablemente no comía a la luz de las velas, con flores y un vino servido en centelleantes copas de cristal.


Claro que los que vivían en la casa de los Chaves no eran la mayor parte de la gente.


Habría pasado del sofisticado vino francés aunque la señora Grady no le hubiera echado miradas siniestras. Hacía mucho que había superado la etapa en que le habría dado al vino y luego se habría marchado en moto.


Su plan original era irse a casa, sacudirse la larga jornada de encima haciendo ejercicio, darse una ducha, meter algo entre pan y pan, abrir una lata de cerveza y acampar delante de la televisión.


Con eso se habría quedado contento.


Pero tenía que admitir que esto era mejor.


No solo por la comida (aunque... ¡qué bien cocinaba la señora Grady!), sino por el lugar, por todo el lote: mujeres hermosas, hombres de su agrado, la sorprendente señora Grady.


Y, en especial, la siempre intrigante Paula Chaves.


El rostro de esa mujer era digno de ser contemplado a la luz de las velas. Elegante pero sin ser fría a menos que se lo propusiera. Sexy pero sutil, como encaje asomando bajo una blusa almidonada.


Y luego estaba esa voz, registro grave, voluta de humo, pero mudable como el tiempo, de enérgica a remilgada, de cálida a gélida. Esa mujer conseguía lo que quería según el tono de voz. Sabía cómo emplearlo.


Paula había tenido que contar toda la historia de la colisión que había estado a punto de sufrir, y empleó un tono desenfadado con algunos repuntes de genio. Si él no la hubiera visto justo después del incidente, se habría tragado el cuento de que no había corrido un peligro real, de que solo estaba molesta por su reacción exagerada y por la negligencia del otro conductor.


A pesar de la actuación, los demás se mostraron muy preocupados por ella, la acribillaron a preguntas, se indignaron ante la actitud del otro conductor. Y manifestaron tanta gratitud a Pedro que este empezó a sentirse agobiado.


Supuso que tanto Paula como él acusaron el mismo alivio cuando todos cambiaron de tema.


Le gustaba escucharlos, a todos ellos. La cena en grupo, o más bien en familia, como supuso, fue larga, alborotada y estuvo animada por un montón de conversaciones cruzadas. Le vino bien a Pedro. Significaba que no tenía que decir gran cosa; él creía que se aprendía más de la gente cuando dejabas que otros llevaran el timón.


—¿Qué vas a hacer con el billar? —preguntó Jeronimo a Daniel.


—No lo he decidido.


El comentario motivó a Pedro a hacer una pregunta.


—¿Qué le pasa al billar?


—Nada.


—Daniel vende su casa y se muda aquí —explicó Sebastian a Pedro.


—¿La vende? ¿Desde cuándo?


—Noticias frescas. —Daniel miró a Pedro arqueando las cejas mientras untaba de mantequilla uno de los hojaldres de la señora Grady—. ¿Quieres comprarla?


—¿Qué haría yo con esa casa? Ahí cabe una familia de diez sin contar a los abuelos de Iowa. —Pedro se quedó pensativo mientras cortaba otro trozo de jamón—. ¿Hay alguna manera de comprar la sala de juegos?


—Me temo que no. Pero tengo un par de ideas sobre eso.


—Cuando te decidas a vender las máquinas del millón, dímelo.


—¿Dónde vas a ponerlas? —preguntó Jeronimo—. Si casi no hay espacio para moverse en el chiringuito que tienes sobre el garaje de tu madre...


—Por los clásicos, tiraría la cama y dormiría en el suelo.


—Los niños y sus juguetes. —Laura lanzó una mirada a Daniel—. Los tuyos no entran en nuestro dormitorio. 
Prohibido cruzar la línea, Daniel. Prohibidísimo.


—Lo que tengo en mente es un lugar muy distinto —dijo Daniel mirando a Paula—. Ya hablaremos.


—De acuerdo. Pensando que querrías aprovechar una de las buhardillas —retomó la palabra Paula—, fui a verlas, pero me ha dado la impresión de que no van a poder soportar tanto peso. Sobre todo si quieres meter ahí el billar de pizarra.


—No estaba pensando en la parte de arriba. Estaba pensando en la parte de abajo.


—¿Abajo? —repitió Paula—. ¿Dónde...? ¡Por Dios, Dani, en uno de los sótanos, no!


—¿Cuántas buhardillas y sótanos hay en este lugar? —susurró Pedro a Emma.


—Tres buhardillas y dos... no, tres sótanos, si cuentas el espeluznante cuarto de la caldera donde viven los diablos que se comen a las niñas.


—Mola.


—Claro, si de pequeño fuiste como Daniel, mola —Emma entornó sus oscuros ojos mirando con furia al otro lado de la mesa—,pero si eres una niña que juega a la caza del tesoro puedes acabar traumatizada de por vida por culpa de cierto niño malo que va con una linterna roja, camina arrastrando los pies y suelta unas carcajadas maníacas y guturales. —Tomó su copa y se estremeció—. Todavía soy incapaz de bajar ahí.


Pedro volvió a la conversación general. Paula y Daniel exponían los pros y los contras de los distintos sótanos, Laura sonreía mirando su copa de vino, Jeronimo cogía otro hojaldre y Maca susurraba unas palabras al oído de Sebastian que le hicieron enrojecer hasta la punta de las orejas.


Interesante.


—Escucha —dijo Daniel—, vosotras usáis el sótano del ala oeste para guardar el material de los actos: mesas supletorias, sillas, etcétera.


—Compraremos más. Vamos a invertir en el negocio —señaló Paula—. Así nos quedamos con el alquiler en lugar de pasarlo a los subcontratados.


—Eso será un buen negocio. Ni me acuerdo ya de las veces que he estado ahí abajo arrimando el hombro para vuestros actos. Tenéis espacio suficiente para montar vuestra propia exposición.


—No lo digo por el espacio, Daniel, puedes quedarte con ese espacio. —Sopesando obviamente las opciones, Paula centró la mirada en su vaso de agua y luego en Daniel—. Podríamos trasladar el almacén al ala este, pero incluso así...


—¡No, no! —exclamó Emma con aspavientos—. Está demasiado cerca de la Boca del Infierno.


—Y él sigue allí—dijo Dani con voz lúgubre—, esperándote...


—Te odio, Daniel. Pégale, Jeronimo—exigió Emma—. Dale una paliza.


—Vale. ¿Puedo terminar primero el hojaldre?


—Este, oeste... —terció Paula—, sigue siendo un sótano. No hay luz natural, los techos miden dos metros escasos, el suelo es de cemento, las paredes están encaladas y hay tuberías por todas partes.


—Tanto mejor para los hombres de las cavernas. Además, ¿por qué crees que siempre tengo a este cerca? —preguntó Daniel señalando a Jeronimo—. Este tío no solo es una cara bonita.


—¿Y si reestructuramos este sótano-caverna y lo convertimos en una ALM? Área Lúdica Masculina, para los no iniciados —explicó Jeronimo mientras el interés asomaba a sus ojos grisáceos —. Yo podría encargarme de ello.
Las paredes tienen unos treinta centímetros de grosor—prosiguió Daniel—, o sea que el espacio podría utilizarse incluso durante los actos y no se oiría ni una mosca. —Levantó la copa y agitó el centímetro de vino que le quedaba clavando sus ojos en Emma—. Tampoco oye nadie los gritos lastimeros de las niñas que el diablo del ojo rojo se come vivas.


— Imbécil —espetó Emma encorvándose.


—Vamos a echar un vistazo.


Paula se quedó mirando a Daniel.


—¿Ahora?


—Claro.


—Yo no voy ahí abajo —musitó Emma.


—Oh, cariño… —Jeronimo se inclinó hacia ella y le pasó un brazo por los hombros—. Yo te protegeré.


Emma negó con la cabeza.


—Eso lo dices ahora.


—Id pasando, chicos —dijo Maca con la copa en la mano— Sebastian y yo vamos a terminarnos el vino y luego... tenemos cosas que hacer en casa.


—Todavía falta la tarta de melocotón —anunció la señora Grady.


—Bueno... —Maca sonrió—. Nosotros tomaremos el postre en casa, ¿verdad, Sebastian?


Las orejas de Sebastian volvieron a enrojecer.


—Eso parece.


—Vamos, Pedro—le invitó Daniel—. Te haremos una visita guiada de las profundidades, para que te entre el apetito antes de la tarta.


—Muy bien. —Se levantó el último y fue a retirar su plato.


—Deja eso de momento —dijo la señora Grady moviendo un dedo—. Primero ve a explorar.


—Vale. El mejor jamón que he comido en mi vida.


—Te envolveré unas lonchas para que te las lleves.


Pedro hizo una reverencia al pasar junto a ella.


—Le debo un baile —le susurró al oído, y la hizo reír.


—¿De qué iba eso? —preguntó Paula.


—Son cosas nuestras.


Pedro la siguió por una escalera trasera por la que en otros tiempos, imaginó, debieron de apresurarse los criados, y se preguntó por qué Paula todavía llevaba esos tacones finos.


A medida que Daniel iba pulsando los interruptores, unas duras luces fluorescentes parpadeaban revelando un inmenso laberinto.


Se fijó en los techos bajos, las paredes sin acabados, las tuberías a la vista y, cuando doblaron la esquina y llegaron a un espacio abierto, en unas estanterías funcionales, en mesas, sillas y taburetes amontonados.


Un sótano, de eso no había duda, con el toque fantasmagórico justo y limpio e inmaculado como la cocina de un restaurante de cinco estrellas.


—¿Qué pasa aquí? ¿Tenéis unos duendes en el sótano que salen de noche y se ponen a fregar?


—Que sea un almacén para guardar mobiliario no significa que no deba estar limpio —contestó Paula—. Daniel esto es deprimente.


—Ahora sí.


Entró en un pasadizo, se inclinó bajo otras tuberías con lo que Pedro supuso que sería la elegancia de la experiencia y siguió el tortuoso recorrido.


—El viejo cuarto de la caldera. —Daniel señaló con el pulgar una puerta de madera cerrada—. Donde a los diablos se les hace la boca agua afilando los colmillos con los huesos de...


—Eso no me lo tragué yo a los ocho años —le recordó Laura.


—Fue una pena. —Le pasó el brazo por los hombros; ella lo cogió por la cintura.


Pedro ajustó el paso para caminar junto a Paula.


—Hay mucho espacio.


—Tuvo distintas funciones y sirvió para cosas muy diferentes. Almacén para guardar muebles, como ahora. Mi bisabuelo instaló un taller aquí. Le gustaba fabricar objetos, y dicen que le gustaba también retirarse a un lugar tranquilo cuando mi bisabuela se ponía hecha una furia. Almacenaban conservas, tubérculos y todo lo que podían enlatar durante las cosechas. Mi padre decía que los abuelos lo acondicionaron como refugio antiaéreo en los años cincuenta.


Cuando el espacio volvió a agrandarse, Paula se detuvo y se puso en jarras.


—Daniel, esto es fantasmagórico. Es como una catacumba.


—Me gusta. —Jeronimo dio una vuelta entornando los ojos—. Quitamos ésa pared, ensanchamos la entrada. Vigas, columnas. Eso nos dará una ventana más, un poco más de luz.


—¿Llamas ventana a esa rendija? —preguntó Laura.


—La iluminación es una prioridad y hay maneras de resolverla. —Jeronimo levantó la mirada al techo—. Tendríamos que reconducir algunas tuberías, conseguir más altura. El espacio no es problema, por eso remozaría las paredes, retocaría la instalación eléctrica y completaría la fontanería. Pondría un buen lavabo por ahí y lo equilibraría con un armario por aquí. Yo instalaría una chimenea de gas. Calefacción y ambiente, quizá cubriría esa pared con piedra o ladrillo. Baldosas en el suelo y las tuberías de la calefacción por debajo. »También tenéis ésa entrada al sótano desde el jardín. Quiero pensarlo con calma, tomar medidas, pero se puede hacer. Claro que se puede hacer.


Daniel miró á Paula y arqueó una ceja.


—Si eso es lo que quieres, por mí, perfecto.


—Ahí tienes la luz verde, Cooke.


Jeronimo se frotó las maños.


—Muy bien, tío.


—Ahora empezarán a hablar de paredes maestras y de tuberías empotradas. —Laura sacudió la cabeza—. Me voy arriba. Aún no me he librado de la migraña que me provocaron las obras de mi cocina auxiliar. Resueltas por un genio —añadió dirigiéndose a Jeronimo.


—Aquí hay categoría.


—Te acompaño —dijo Paula a Laura, y de repente se detuvo—. Jeronimo, ¿podemos poner la calefacción bajo el suelo en la zona de almacén?


—Todo eso, cariño, y mucho más.


Paula sonrió.


—Entonces ya hablaremos.


Cuando Pedro regresó a la cocina después de que Jeronimo le hubiera hecho ver un espacio tan logrado, puede que incluso más logrado que el paraíso de testosterona que había en casa de Daniel, la señora Grady, Emma, Laura y Paula ya habían adelantado mucho recogiendo.


Pedro cogió a la señora Grady de la mano meneando la cabeza en un gesto de negación.


—Ni hablar. Usted, siéntese. —Señaló el banco que había en el rincón donde desayunaban—. Quien cocina no lava, son las normas de los Alfonso.


—Siempre me ha gustado tu madre.


—A mí también. ¿Quiere un poco de vino?


—Ya he tomado bastante, pero me apetecería una taza de té.


—Marchando.


Pedro se acercó a los fogones, agitó la hervidora y apartó de en medio a Paula para alcanzar el grifo. La observó con otra de sus miradas.


—¿Algún problema?


—No.


—Tu pelo huele como esa flor blanca del arbusto que había bajo la ventana de mi habitación cuando vivimos un tiempo en Florida. Me recuerda muchas cosas.


Puso la hervidora sobre uno de los quemadores y lo encendió. Los demás hombres entraron cuando Pedro le quitaba a Emma un montón de platos de las manos.


—Maldita sea —se quejó Daniel—. Habríamos tenido que quedarnos ahí abajo un rato más.


—Podéis terminar de recoger la mesa —les dijo Laura—. Nos faltan manos porque Maca y Sebastian se han escaqueado para ir a tomar el postre en casa. Un postre que se deletrea s-e-x-o.


—Si hubieran aguantado una hora más, habrían podido comer tarta y disfrutar luego del sexo. —Pedro encontró una taza y un platito en un armario—. No hay nada mejor que eso.


Y la tarta, como no tardó en descubrir, estaba buenísima.


Esperó el momento adecuado para levantarse de la mesa. 


Daniel y Jeronimo estaban encorvados sobre unos diseños que Jeronimo había esbozado en una libreta para asuntos legales que alguien había encontrado por ahí y Laura comentaba recetas con la señora Grady.


—Tengo que marcharme. Gracias, señora Grady.


—Noche de póquer —dijo Daniel levantando los ojos—. Trae pasta.


—Por supuesto, porque voy a marcharme con la tuya.


—Dale muchos recuerdos a tu madre. —La señora Grady dio unos golpecitos con el dedo encima de la mesa—. Paula, dale a Pedro las sobras que he apartado para él.


Mejor, imposible, pensó Pedro, y dedicó una sonrisa a la señora Grady cuando ella le guiñó el ojo. Siguió a Paula a la cocina.


—Parece que mañana también comeré como un rey —dijo Pedro colocándose el paquete bajo el brazo.


—La señora G. tiene debilidad por los desamparados. No ha sido mi intención… —se apresuró a corregir Paula. .


—No me lo he tomado así.


—Te agradezco mucho que me hayas ayudado esta noche. Me has ahorrado mucho tiempo y padecimientos. Te acompaño a la puerta.


Había abandonado el tono formal, observó Pedro. Ese que ordenaba sin tapujos a los hombres que dieran un paso atrás. Se acercó deliberadamente a ella mientras se dirigían a la puerta.


—¿Puedes decirme cuándo crees que podré recoger mi coche?


Ahora toca hablar de negocios, pensó Pedro.


—Mamá te llamará por la mañana para hablarte de los neumáticos y ya quedarás con ella. Como tengo el coche en el taller, puedo darle un repaso.


—Iba a pedir hora para que le hicieras la revisión el mes que viene, pero sí, ya que está ahí.


—¿Te ha dado problemas?


—No. Ninguno.


—Eso facilita las cosas.


Paula fue a abrir la puerta. Él se le adelantó.


—Gracias otra vez. Ya hablaré con tu madre mañana.


Rápida y seca como un apretón de manos, pensó Pedro


Dejó el paquete sobre una mesa en la que había un jarrón de voluminosas rosas naranja. Unas veces hay que moverse rápido, pensó; otras, hay que moverse despacio.


Pedro se movió rápido, tiró de ella y su cuerpo chocó contra el de Paula. La manera en que ella dijo «¿perdón?», como una maestra veterana diría a un estudiante revoltoso, le hizo sonreír antes de tomar sus labios.


Sabían incluso mejor que la tarta.


Suaves, sabrosos, maduros, con un matiz de estupor para contrarrestar la dulzura. Notó que le clavaba los dedos en los hombros, y un ligero temblor que podría ser de indignación, que podría ser de placer.


Había probado sus labios antes. La vez que ella lo agarró y le plantó un beso para desafiar a Daniel, y esa otra vez en la que Pedro fue a verlos a la casa de los Hamptons y decidió seguir sus impulsos.


Y probar sus labios le hizo desear seguir probándolos.


Seguir probando más.


No se molestó en ser amable. Imaginaba que estaría ya cansada del prototipo dulce, del prototipo educado, y él no se sentía inclinado a ser ninguna de las dos cosas. Por eso se dio la satisfacción de recorrer con las manos el cuerpo realmente excepcional de aquella mujer, disfrutando de la lenta fusión de ese cuerpo contra el suyo.


Cuando oyó el grave ronroneo de su garganta, cuando lo saboreó en su lengua, la soltó. Dio un paso atrás y recogió el paquete con las sobras.


Le sonrió. Era la primera vez que la veía aturdida y sin habla.


—Nos vemos, Piernas.


Pedro salió por la puerta y ató el paquete a la moto. Se montó, encendió el motor y la miró. Paula seguía de pie en el umbral.


Estaba impresionante, pensó, con su traje de ejecutiva un poco descompuesto y con la inmensa y maravillosa casa enmarcando su figura.


Se tocó el casco a modo de saludo y se alejó con un rugido y una imagen de ella en la cabeza, tan clara como el sabor que conservaba en la lengua.



CAPITULO 5 (CUARTA HISTORIA)




Pedro entró en la casa siguiendo a Dani y alcanzó a ver a Paula subiendo a la carrera. Aquella mujer tenía buenas piernas: unas auténticas piernas a lo Hollywood.


Las demás socias —la rubia estilosa, la belleza de pelo azabache y la pelirroja esbelta— aguardaban en el umbral de lo que supuso que sería el salón, hablando todas a la vez.
¡Menuda estampa!


—Un pinchazo —dijo Dani sin dejar de caminar.


La mansión de los Chaves tenía estilo, pensó Pedro, tenía clase, tenía peso y, sin embargo, conseguía parecerse a un hogar en lugar de a un museo. Dedujo que eso hablaba muy a favor de los que vivían en ella y de los que los habían precedido.


Colores cálidos, cuadros que atraían las miradas en lugar de desconcertarlas, butacas cómodas, mesas resplandecientes y flores, flores y más flores combinadas con el estilo, la clase y el peso.


No obstante, en ningún momento sintió la necesidad de meterse las manos en los bolsillos por miedo a dejar sus huellas en algún objeto.


Había estado en casi todas las habitaciones de la casa, salvo en el ala particular de Paula (¿no sería interesante remediar eso?) y siempre se había sentido cómodo. De todos modos, la zona más desenfadada y acogedora seguía siendo la cocina de la señora Grady.


Ella en persona fue quien volvió la espalda a los fogones sin dejar de remover algo que olía de maravilla.


—Vaya, vaya... si es Pedro.


—¿Qué tal va, señora Grady?


—Muy bien. —Enarcó las cejas al ver que Daniel cogía un par de cervezas de la nevera—. Llévatelas afuera. No os quiero bajo mis faldas.


—Sí, señora —respondieron al unísono los dos hombres.


—Supongo que te quedarás a cenar —dijo ella a Pedro.


—¿Me lo está preguntando?


—Lo haré si Daniel ha olvidado sus modales.


—Acaba de llegar —musitó Dani.


—Como los chicos han negociado que haya cena después de la reunión, puedo incluir a uno más. Si él no tiene manías.


—Si cocina usted, señora Grady, me conformo con un solo bocado.


—Menuda labia, chico...


—Eso dicen las mujeres.


El ama de llaves soltó una carcajada y dio unos golpecitos con la cuchara en el borde de la cazuela.


—Fuera, los dos.


Daniel abrió la nevera y tomó dos cervezas más. Colocó tres botellas en las manos de Pedro, se quedó con una y sacó el móvil de camino a la terraza.


—Jeronimo. Ha venido Pedro. Hay cerveza. Ve a buscar a Sebastian. —Volvió a cerrar la tapa del teléfono.


Daniel todavía iba vestido con el traje, observó Pedro, y aunque se había quitado la corbata y llevaba el cuello de la camisa desabrochado, tenía toda la pinta del típico abogado que ha estudiado en Yale. Compartía con su hermana el cabello castaño y abundante y los ojos azul grisáceo. Los rasgos de Paula eran más suaves, más dulces, pero cualquiera que se fijara con detalle comprendería que eran hermanos.


Daniel se sentó y estiró las piernas. Sus ademanes eran más desenfadados y menos envarados que los de su hermana, razón por la cual Pedro y él se habían hecho compañeros de póquer y después amigos.


Abrieron las botellas, y tras el primer sorbo helado el cuerpo de Pedro se relajó por primera vez desde el momento en que había cogido las herramientas, doce horas antes.


—¿Qué ha pasado? —preguntó Daniel.


—¿A qué te refieres?


—No me la juegues, Pedro. Un pinchazo... y una mierda. Si Paula hubiera tenido un pinchazo le habrías cambiado tu la rueda, o ella, y no habría vuelto a casa montada en tu moto.


—Ha tenido un pinchazo. —Pedro volvió a dar otro trago de cerveza—De hecho, han sido dos. Dos ruedas jodidas. —Se encogió de hombros. No solía mentir a los amigos—. Por lo que me ha contado, y por el panorama que he visto al llegar, un capullo ha dado un bandazo para esquivar a un perro. Paula ha tenido que saltar al arcén para no quedar hecha polvo. La carretera mojada, puede que fuera un poco descompensada, el caso es que ha dado un bandazo y le han estallado los dos neumáticos izquierdos. Por las huellas del patinazo parece que el otro conductor iba a toda pastilla, ella no. Y el tío ha seguido circulando.


—¿La ha dejado tirada? —La indignación asomó a la voz de Daniel y se reflejó en su cara presagiando tormenta—. Hijo de puta. ¿Paula ha anotado la matrícula, la marca del coche?


—No tiene datos, y no la culpo. Ha debido de suceder cuando el chaparrón pegaba fuerte; bastante trabajo ha tenido intentando controlar el coche. En mi opinión, lo ha hecho muy bien. No ha chocado contra nada, ni siquiera se le ha abierto el airbag. Temblaba como una hoja, y además estaba cabreada. Muy cabreada, porque pensaba que llegaría tarde a la reunión.


—Pero no estaba herida —dijo Daniel casi para sus adentros—. Muy bien. ¿Dónde ha sido?


—A unos diez kilómetros de aquí.


—¿Ibas por esa carretera con tu moto?


—No. —Maldito tercer grado—. Mira, mamá ha recibido la llamada y ha salido para decirme que Paula se había salido de la carretera y se había quedado tirada, así que me he ido en moto para ver cómo estaba mientras mamá despachaba con Bill.


—Te lo agradezco, Pedro. —Levantó los ojos al ver salir a la señora Grady, que dejó en la mesa un cuenco con unos aperitivos salados y un platito de aceitunas.


—Para secar toda esa cerveza. Ahí vienen vuestros amigos —añadió el ama de llaves señalando con un movimiento de cabeza hacia un césped iluminado por el leve resplandor del atardecer.


—Tú —dijo dando un golpecito a Pedro en el hombro—. Puedes tomar una cerveza más, porque no nos sentaremos a cenar hasta dentro de una hora como mínimo, y luego se acabó hasta que esa máquina del diablo no esté aparcada en tu casa.


—Pero antes usted y yo podríamos ir a bailar.


—Ándate con cuidado. —La señora Grady le miró con unos ojos como ascuas—. Me quedan varios ases en la manga. 
—Y volvió a meterse en casa dejando a Pedro con una sonrisa.


—Apuesto a que sí. —Pedro levantó la botella para saludar a Jeronimo y a Sebastian.


—Esto es lo que me ha recetado el médico. —Jeronimo Cooke, el niño bonito de la arquitectura, compañero de facultad de Daniel, abrió una cerveza.


Las botas recias y los tejanos le decían a Pedro que Jeronimo había dedicado la jornada a visitar la obra en lugar de quedarse en el despacho. Contrastaban con la camisa de tejido oxford y los caquis de algodón de Sebastian. Las gafas del profesor sobresalían del bolsillo de su camisa, y Pedro se lo imaginó sentado en su nuevo estudio, muy a lo profesor Maguire, corrigiendo exámenes con la chaqueta de tweed bien colgada en el armario.


Supuso que componían un grupo muy variopinto, por lo visto: Daniel vestido con su impecable traje italiano, Jeronimo, con sus botas de trabajo; Sebastian, con los caquis de algodón de dar clases, y él...


Joder, si hubiera sabido que iban a invitarlo a cenar, se habría cambiado los pantalones.


A lo mejor.


Jeronimo tomó un puñado del aperitivo salado.


—¿Hay novedades ?


—Paula se salió de la carretera. Pedro acudió al rescate.


—¿Está bien? —Sebastian se apresuró a dejar su cerveza sin haberla probado—. ¿Se ha hecho daño?


—Se encuentra bien —dijo Pedro—. Un par de neumáticos destrozados. Nada importante. A cambio he conseguido un par de cervezas y una cena. He salido ganando.


—Ha traído a Paula en la moto.


Jeronimo rió socarrón y desvió la mirada de Daniel para fijarse en Pedro.


—Estás de coña.


—No hay mal que por bien no venga. —Pedro, que empezaba a divertirse, se metió una aceituna en la boca—. O venía en moto, o llegaba tarde a la reunión. En fin... —Volvió a zamparse otra aceituna—. Creo que le ha gustado. Tendré que llevarla a dar una vuelta de verdad.


—Eso. —Daniel soltó una risita—. Te deseo buena suerte.


—¿Crees que no puedo conseguir que vuelva a montar en mi moto?


—Paula no es una motera empedernida, que digamos.


—Ojo con hablar mal de las moteras. —Pedro tomó un sorbo de cerveza con una mirada calculadora—. Apostaría cien dólares a que puedo conseguir que se monte en mi moto durante toda una hora, y en solo dos semanas.


—Si te apetece tirar el dinero de esa manera, voy a tener que seguir invitándote a cerveza.


—Te dejaré sin blanca —dijo Jeronimo metiendo los dedos en el cóctel salado—. No tengo ningún problema en dejarte sin blanca.


—Trato hecho. —Pedro estrechó la mano de Jeronimo—. Las apuestas siguen en pie —dijo a Daniel.


—Muy bien.


Se estrecharon la mano y Daniel miró a Sebastian.


—¿Quieres apuntarte?


—No, me parece que no... Bueno, creo que voy a apostar por Pedro. 


Pedro miró con interés a Sebastian.


—Puede que seas tan listo como pareces.