lunes, 27 de marzo de 2017

CAPITULO 4 (CUARTA HISTORIA)





La tormenta retumbaba en el cielo, violenta y salvaje, y pensó en lo mucho que habría disfrutado del espectáculo si hubiera estado a cubierto. Pronto lo estaría, se dijo, pero disminuyó la velocidad con prudencia mientras la lluvia azotaba el parabrisas.


Circulaba por la carretera que conducía a su casa repasando mentalmente los pormenores de la reunión con los nuevos clientes.


Sucedió deprisa, y todo fue medio borroso por la lluvia.


El perro... ¿o el ciervo... ? cruzó la carretera a toda prisa. El coche que venía de frente se desvió para esquivarlo y derrapó. Paula levantó el pie del acelerador, pisó el freno, y su corazón logró acompasarse al ver que el animal había salido ya de la carretera.


Sin embargo, el coche que venía de frente volvió a derrapar y se dirigió hacia ella.


Su corazón volvió a dar un vuelco. Sin alternativa posible, dio un volantazo brusco para evitar la colisión. Su coche patinó y con una sacudida invadió el arcén. La tracción trasera se descontroló y el vehículo dio bandazos de un lado al otro. El automóvil que venía de frente pasó rozándolo.


Y no se detuvo.


Paula se quedó sentada, con las manos pegadas al volante, las rodillas temblando y el corazón en un puño.


—Vale —dijo, y respiró hondo—. Estoy bien. No hay heridas. No estoy herida.


Dado que su intención era seguir ilesa, se obligó a situar el coche completamente en el arcén y a esperar a que le pasara el temblor. Podría llegar alguien y embestir contra su coche.


Lo único que logró fue avanzar a trancas y barrancas.


La rueda pinchada, pensó, y cerró los ojos. Genial.


Cogió el paraguas plegable de la guantera y salió para revisar los desperfectos.


—Oh, no es un pinchazo —musitó—. Un pinchazo habría sido poca cosa... Dos. Dos malditos neumáticos destrozados.


Alzó los ojos al cielo que, constató con amargura, estaba aclarando.


El leve resplandor del arco iris en un mísero destello de sol le pareció, dadas las circunstancias, insultante.


Casi seguro que llegaría tarde a la reunión, aunque al menos no llegaría empapada.


Visto desde el lado positivo.


Volvió a meterse en el coche y llamó a la asistencia en carretera. Como todavía le temblaban las manos, optó por esperar unos minutos antes de telefonear a casa.


Les diría que había pinchado, decidió, y que estaba esperando a que llegara el chico a cambiarle la rueda. Ella era perfectamente capaz de cambiar un neumático pinchado si hacía falta, claro. Pero solo tenía una rueda de recambio.


Se presionó con la mano el estómago, que notaba revuelto, y sacó un antiácido del tubo que llevaba en el bolso.


La grúa tardaría unos treinta minutos con suerte, y luego tendría que pedir al conductor que la llevara a casa, o bien llamar a un taxi. No quería telefonear a ninguna de sus socias y permitir que vieran cómo había quedado el coche.


Ni hablar antes de una reunión.


Un taxi, decidió. Si llamaba a un taxi llegaría en el mismo momento que la grúa. Era más práctico de esa manera. Si pudiera dejar de temblar podría volver a encauzar las cosas. 


A manejar la situación.


Oyó el rugido de un motor y su mirada se posó en el retrovisor. Aminora la marcha, pensó, respirando aliviada. 


Una motocicleta, sin duda con espacio suficiente para pasar de largo.


Contra todo pronóstico, aparcó detrás.


Un buen samaritano, pensó. No todos eran unos imbéciles desconsiderados como el otro conductor. Abrió la puerta para decirle al motorista que ya había pedido ayuda y salió del automóvil.


Y vio a Pedro Alfonso quitándose un casco negro.


Lo que faltaba, se dijo. Ahora la «rescataría» el amigo de su hermano, el mecánico de todos ellos, un hombre que solía ponerla de mal humor.


Le vio sopesar la situación mientras la fina lluvia humedecía su cabello negro y despeinado. Llevaba los téjanos rasgados por la rodilla, manchados de grasa en las perneras. La camisa negra y la chaqueta de cuero le daban una imagen de chico malo y sexy, inclinado al pecado.


Y unos ojos, pensó Paula cuando su mirada se encontró con la de él, que desafiaban a las mujeres a cometer uno con él. Más de uno.


—¿Estás herida?


—No.


Pedro se la quedó mirando un buen rato como si fuera a decidir eso por sí mismo.


—Tu airbag no se ha abierto.


—No iba tan deprisa. No he chocado contra nada. Evité a un tarado que dio un volantazo para esquivar a un perro y que iba derecho hacia mí. He tenido que meterme en el arcén y...


—¿Dónde está? Me refiero al conductor.


—No se ha detenido. ¿Quién haría algo así? ¿Cómo es posible que alguien haga algo así?


En silencio, Pedro se asomó al interior del coche y sacó un botellín de agua del soporte para vasos.


—Siéntate. Bebe un poco de agua.


—Estoy bien. Solo un poco enfadada. Bueno, en realidad estoy muy enfadada.


Pedro le dio un empujoncito y Paula se sentó de lado en el asiento del conductor.


—¿Está en condiciones tu rueda de recambio?


—Por estrenar. Es nueva. Cambié los cuatro neumáticos el invierno pasado. Maldita sea.


—Necesitarás otro par. —Se agachó un instante de modo que sus insidiosos ojos verdes quedaron a la altura de los de ella.


Le llevó un rato comprender que tanto los gestos como el aplomo de la voz de Pedro estaban estudiados para tranquilizarla. Dado que parecía funcionar, iba a tener que agradecérselo.


—Buscaremos unos a juego con los otros dos —prosiguió Pedro—. También quiero repasar el coche, ya puestos.


—Sí, muy bien, vale. —Paula bebió y constató que tenía la garganta seca—. Gracias. Solo estoy...


—Muy, muy enfadada —remedó Pedro enderezándose—. No te culpo.


—Y llegaré tarde. Odio llegar tarde. Tengo una reunión en casa dentro de... ay, mierda, veinte minutos. Tengo que llamar a un taxi.


—No. —Pedro dirigió la mirada hacia la carretera y vio que se acercaba la grúa.


—Qué rapidez, y tú también. No esperaba... —Paula se interrumpió al notar que su cerebro volvía a ponerse en funcionamiento—. ¿Ibas por esta carretera con la moto?


—Voy por esta carretera con la moto —la corrigió—. Visto que has llamado pidiendo una grúa porque te has salido de la carretera, ¿cómo es que no has avisado también a la policía?


—No he podido ver la matrícula, ni siquiera la marca del coche. —Y eso le daba rabia, muchísima rabia—. Todo ha sucedido muy rápido, estaba lloviendo y...


—Y habría sido una pérdida de tiempo. De todos modos, Bill lomará unas fotografías y pasará el parte en tu nombre.


Paula se presionó la frente con la palma de la mano.


—Muy bien. Gracias. De verdad, gracias. Creo que estoy un poco afectada.


—Es la primera vez que te veo así. Espera.


Pedro fue hacia la grúa y, mientras hablaba con el conductor, ella bebió un poco de agua y se obligó a tranquilizarse. No pasaba nada, nada de nada. El conductor la llevaría a casa y ni siquiera llegaría tarde. En diez minutos estaría allí, y aún le quedarían cinco para arreglarse un poco. Dejaría la historia de los neumáticos pinchados para después de la reunión.


No pasaba nada.


Levantó la vista y vio que Pedro regresaba y le tendía un casco rojo de bombero.


—Lo necesitarás.


—¿Por qué?


—La seguridad es lo primero, Piernas. —Le puso el casco en la cabeza y su sonrisa adquirió un leve deje de complicidad—. Muy mona.


—¿Qué? —Paula abrió unos ojos como platos—. Si crees que voy a subirme a esa moto…


—¿Quieres llegar a tiempo a la reunión o no? ¿Quieres conservar la fama de señorita Rápida y Eficiente? Ha parado de llover. Ni siquiera te mojarás. —Pedro volvió a asomarse al interior del coche, pero en esa ocasión sus cuerpos chocaron. Luego se echó hacia atrás llevando su bolso en la mano—. Necesitarás esto. Vámonos.


—¿No podría el conductor... no puede dejarme él en casa?


Pedro ató el bolso a la moto, pasó una pierna por encima y se montó en ella.


—No tendrás miedo de subir a una moto, supongo. Total, solo son unos diez kilómetros...


—Claro que no tengo miedo.


Pedro se puso el casco, arrancó la moto y dio un par de fuertes acelerones.


—El reloj avanza.


—Será posible... —Paula se mordió la lengua, se acercó a la moto haciendo sonar sus tacones y, apretando los dientes, consiguió sentarse a horcajadas detrás de él. La falda se le subió y se le vieron los muslos.


—Bonito.


—Cállate.


Paula no llegó a oír su risa, pero la imaginó.


—¿Habías montado alguna vez en una Harley, Piernas?


—No. No he tenido ninguna necesidad.


—Entonces esto va a ser una pasada. Vale más que te agarres. A mí —añadió él al cabo de unos segundos.


Paula apoyó con suavidad las manos en su cintura.


Sin embargo, cuando Pedro volvió a acelerar (Paula sabía perfectamente que lo había hecho aposta), se tragó el orgullo y lo agarró con fuerza.


Por qué, se preguntó, iba a querer nadie conducir algo que metía tanto ruido, era tan peligroso y tan. . .


Segundos después volaban por la carretera, y el viento soplaba fresco y reconfortante en cada centímetro de su piel.


De acuerdo, es emocionante, admitió, y el corazón le dio un vuelco cuando él se inclinó para tomar una curva. 


Terroríficamente emocionante. Como la montaña rusa, que era otra cosa que consideraba emocionante sin por ello constituir una experiencia necesaria para disfrutar de una vida plena.


El paisaje pasaba junto a ellos a toda velocidad. Paula sintió el aroma de la lluvia, de la hierba, del cuero de la chaqueta de Pedro, la vibración de la moto entre sus piernas.


Sexual, admitió. Un valor añadido a lo emocionante. Razón por la cual seguramente la gente iba en moto.


Cuando Pedro tomó el camino de entrada a la finca, Paula tuvo que resistir el impulso de levantar los brazos en alto para sentir el viento chocando contra sus palmas.


Se detuvieron frente a la casa y Dani salió a recibirlos.


Pedro.


—Daniel.


—Paula, ¿dónde está tu coche?


—Ah, he tenido un pinchazo volviendo por la carretera. Pedro pasaba por allí. El mecánico de la grúa lo está arreglando. Tengo una reunión.


Su hermano ladeó la cabeza y Paula vio cómo se alzaba la comisura de sus labios.


—Paula. Has subido a una moto.


—¿Y qué? —Intentó bajar con elegancia, pero con los tacones y la falda era todo un reto.


Pedro se apeó con toda naturalidad y la levantó como si fuera un paquete para entregar.


—Gracias. Muchas gracias. He de irme corriendo o...


—Llegarás tarde. —Desató su bolso—. No creo que quieras irte con eso. —Le desabrochó el casco y se lo quitó.


—Gracias.


—Ya lo has dicho. Varias veces.


—Bueno... —Sin poder articular palabra, nada típico en ella, Paula se volvió y se apresuró hacia la casa.


Oyó que Daniel decía:
—Entra a tomarte una cerveza.


E intentó no estremecerse cuando Pedro respondió con un «No me vendría nada mal»





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