viernes, 10 de marzo de 2017

CAPITULO 6 (TERCER HISTORIA)




Como era habitual los lunes por la mañana, Paula y Carla llegaron casi a la vez al gimnasio particular. Carla quería hacer yoga y Paula, ejercicios cardiovasculares. Como las dos se lo tomaban muy en serio, hablaron poco.


Paula estaba a punto de llegar a los cinco kilómetros y Carla empezaba su rutina de pilates cuando Maca entró cansinamente y contempló la máquina de musculación con su acostumbrado desdén.


Divertida ante la reacción de su amiga, Paula disminuyó la velocidad para bajar el ritmo de las pulsaciones. Maca había empezado a ejercitarse diariamente porque se había propuesto lucir unos brazos y unos hombros espectaculares el día de su boda. Su vestido tenía un escote palabra de honor.


—Te veo muy bien, Elliot —le dijo mientras tomaba una toalla.


Maca le respondió con una mueca.


Paula tendió en el suelo una colchoneta para hacer unos estiramientos mientras Carla le daba unos consejos a Maca sobre la mejor manera de ponerse en forma. Cuando Paula tomó las pesas, Carla empujaba a Maca hacia la bicicleta elíptica.


—No quiero.


—Las mujeres no solo tenemos que hacer ejercicios de resistencia. Quince minutos de práctica cardiovascular y quince de estiramientos. Paula, ¿cómo te has hecho este moretón?


—¿Qué moretón?


—El del hombro. —Carla se acercó a ella y le pasó un dedo por el moretón que su camiseta sin mangas y entrada de hombros dejaba a la vista.


—Ah, tropecé y caí debajo de tu hermano.


—¿Cómo?


—Él paseaba por la casa a oscuras y yo bajé a hacerme una infusión, aunque al final opté por pizza fría y soda. Pedro tropezó conmigo y me echó al suelo.


—¿Por qué iba paseando a oscuras?


—Eso mismo le pregunté. Cervezas y señora Grady. Ha dormido en uno de los dormitorios de invitados.


—No sabía que hubiera pasado la noche en casa.


—Todavía no se ha ido —dijo Maca—. Su coche está aparcado delante.


—Iré a ver si se ha levantado. Quince minutos, Maca.


—Bah… ¿cuándo se liberan las endorfinas? —le preguntó Maca a Paula—. ¿Cómo me enteraré?


—¿Cómo te enteras de que tienes un orgasmo?


—¡No me digas! —exclamó Maca entusiasmada—. ¿Es eso lo que se siente?


—Por desgracia, no, aunque rige la misma norma de «lo sabrás cuando lo notes». ¿Te quedas a desayunar?


—Lo estoy pensando. Creo que después del ejercicio, me lo merezco. Puedo llamar a Sebastian para que se apunte y convenza a la señora Grady de que nos prepare unas torrijas.


—Bien pensado. Quiero enseñarte una cosa.


—¿Qué?


—Se me ha ocurrido algo.


Eran más de las siete cuando Paula, con la ropa de día y el cuaderno de dibujo en la mano, entró en la cocina de la casa.


Pensaba que Pedro ya se habría ido, pero se lo encontró allí mismo, apoyado en la encimera y sosteniendo una humeante taza de café. Sebastian Maguire, como imitando su reflejo en un espejo, se había colocado enfrente.


Aun así, ¡qué distintos eran! Pedro, todavía con la camisa rasgada y unos tejanos, proyectaba una imagen de masculina elegancia, mientras que Sebastian desprendía una dulzura que desarmaba a cualquiera. Sin ser edulcorado, pensó, lo que sería horrible. Más bien era una bondad innata.


A pesar de que Pedro había resultado bastante torpe caminando a oscuras, era ágil y atlético, mientras que Sebastian tendía a ser patoso.


«De todos modos, los dos son una monada.»


Estaba claro que la robusta señora Grady no era inmune a sus encantos. Atareada en los fogones (las torrijas habían ganado por goleada), tenía la mirada encendida y las mejillas arreboladas. «Está contenta porque los chicos han venido a desayunar», pensó Paula.


Carla entró desde la terraza y se metió la BlackBerry en el bolsillo. Su mirada se cruzó con la de Paula.


—La novia del sábado por la noche. Los nervios típicos, pero todo va como la seda. Emma y Jeronimo vienen a desayunar, señora Grady.


—Bien, si tengo que cocinar para un ejército, que empiece a sentarse la tropa. Quita las manos del beicon, chico —le advirtió a Pedro—. Siéntate a la mesa como la gente civilizada.


—Solo quería empezar antes. Ya serviré yo. Eh, Paula, ¿qué tal va tu cabeza?


—Sigue encima de mis hombros. —Paula dejó el cuaderno de dibujo en la mesa y tomó la jarra del zumo.


—Buenos días —dijo Sebastian sonriéndole—. ¿Qué le ha pasado a tu cabeza?


—Pedro me la golpeó contra la escalera.


—Después de que ella me pegara y me arrancara la camisa.


—Porque estabas borracho y me tiraste al suelo.


—No estaba borracho, fuiste tú quien se cayó.


—Porque tú lo dices.


—Sentaos y comportaos —ordenó la señora Grady, que se volvió al ver que Jeronimo y Emma entraban en la cocina—. ¿Te has lavado las manos? —le preguntó a Jeronimo.


—Sí, señora.


—Entonces toma esto y ve a sentarte.


Jeronimo sujetó la bandeja de torrijas y las olisqueó agradecido.


—¿Ha preparado algo más para los otros?


La señora Grady soltó una carcajada y le dio un manotazo.


—Eh, hola —saludó Jeronimo a Pedro.


Eran amigos desde la universidad, y casi como hermanos desde que Jeronimo había regresado a Greenwich para abrir un estudio de arquitectura. Luciendo un porte de actor, el pelo rubio oscuro y ondulado, los ojos soñadores y la sonrisa fácil, se sentó a la mesa rinconera de la cocina.


El hecho de que vistiera traje le indicó a Paula que esa mañana, en lugar de una visita de obra, tenía una reunión con un cliente en el estudio.


—Llevas la camisa rota —le señaló Jeronimo a Pedro mientras le escamoteaba una loncha de beicon.


—Es culpa de Paula.


Jeronimo enarcó las cejas varias veces en dirección a la joven.


—Peleona.


—Idiota.


Intercambiaron una sonrisa y en ese momento entró Maca.


—¡Ostras! Ojalá valga la pena. Ven aquí —dijo Maca agarrando a Sebastian y tirando de él para darle un sonoro beso—. Me lo merezco.


—¡Qué… sonrosada estás! —murmuró él, e inclinó la cabeza para devolverle el beso.


—Dejaos de tonterías y sentaos antes de que la comida se enfríe. —La señora Grady le tiró del brazo mientras se acercaba con la cafetera para llenar las tazas.


Paula sabía que el ama de llaves estaba en su elemento. 


Reunir a la pandilla le permitía atarearse y dar órdenes. 


Estaba encantada de acoger a la bulliciosa prole, porque cuando se hartara, los echaría a todos de la cocina o se retiraría a sus dependencias para disfrutar de un poco de paz y tranquilidad.


Sin embargo, por el momento, entre aromas a café, beicon y canela, y a medida que las bandejas se vaciaban y se llenaban los platos, la señora Grady disfrutaba porque todo iba como ella quería.


Paula comprendía esa necesidad de nutrir, el deseo, incluso la pasión, de poner un plato ante alguien y apremiarle a comer. Era un acto que hablaba de vida y comodidad, de autoridad y satisfacción. Y si se había preparado esa comida con las propias manos, gracias a la propia habilidad, también era, de una manera real y tangible, un acto de amor.


Suponía que ella misma había aprendido todo eso en aquella cocina, en los momentos en que la señora Grady le enseñó a amasar tartas, a preparar pasta de buñuelos o a probar una barra de pan para comprobar si estaba cocida. 


No solo había aprendido los rudimentos de la repostería, sino que había entendido que, con amor y orgullo, la masa sube mejor.


—¿Qué tal la cabeza? —le preguntó Pedro.


—Mejor, pero no gracias a ti. ¿Por qué?


—Porque te noto callada.


—¿Y quién podría meter baza? —repuso ella refiriéndose a las conversaciones que se entrecruzaban en la mesa.


—¿Puedo hacerte una consulta profesional?


Paula se detuvo antes de dar un mordisco a una torrija y lo observó con cautela.


—¿De qué se trata?


—Necesito un pastel.


—Todos necesitamos un pastel, Pedro.


—Ese debería ser tu lema. Dara va a regresar tras la baja maternal. He pensado en organizarle una pequeña fiesta de bienvenida en el bufete para celebrar el feliz nacimiento y todo eso.


Un gesto muy considerado hacia su ayudante, y muy propio de él.


—¿Cuándo?


—Ah… el jueves.


—¿Te refieres a este jueves? —También era muy propio de él, pensó Paula—. ¿Qué clase de pastel quieres?


—Uno que sea bueno.


—Todos lo son. Dame una pista. ¿Para cuántas personas sería?


—Unas veinte.


—¿Una o varias capas?


Pedro la miró con aire suplicante.


—Ayúdame, Paula. Tú conoces a Dara. Decide tú.


—¿Es alérgica a algo?


—No, que yo sepa. —Pedro le llenó la taza de café justo cuando ella había decidido hacerlo—. No hace falta que sea espectacular. Un pastel bonito para una celebración de oficina. Podría ir al supermercado y comprarlo allí, pero… ¿lo ves? Eso es lo que conseguiría —dijo Pedro refiriéndose a la mueca de asco que Paula esbozaba—. Podría venir a recogerlo el miércoles después del trabajo, si aceptas el encargo.


—Acepto el encargo porque me cae bien Dara.


—Gracias. —Pedro le dio unos golpecitos cariñosos en la mano—. Tengo que irme pitando. Recogeré esa documentación el miércoles —añadió dirigiéndose a Carla—. Ya me tendrás al corriente cuando te hayas organizado.


Pedro se levantó y se acercó a la señora Grady.


—Gracias.


Le dio un beso espontáneo y fugaz en la mejilla. Luego la abrazó, con aquel abrazo que siempre hacía estremecer el corazón de Paula. La estrechó contra él, apoyó la mejilla en su pelo, cerró los ojos y la acunó. Los abrazos de Pedro eran abrazos de verdad, pensó Paula, y lo hacían irresistible.


—Haz el favor de comportarte —ordenó la señora Grady.


—Delo por hecho. Hasta la vista. —Saludó con la mano al resto del grupo y salió por la puerta trasera.


—Vale más que me vaya yo también, señora Grady —dijo Jeronimo—. Es usted la diosa de la cocina, la emperatriz de lo epicúreo.


El ama de llaves estalló en carcajadas.


—Ve a trabajar.


—Voy.


—Será mejor que yo también me ponga en marcha. Iré contigo —dijo Emma.


—De hecho, me gustaría que me dieras tu opinión sobre un tema —dijo Paula a Emma antes de que pudiera levantarse.


—Entonces me sirvo otra taza de café. —Emma se atareó con el nudo de la corbata de Jeronimo y luego le dio un beso en los labios—. Adiós.


—Nos vemos esta noche. Te traeré esos planos revisados, Carla.


—Cuando quieras.


—¿Queréis que me vaya yo también? —preguntó Sebastian cuando Jeronimo se marchó.


—Puedes quedarte, e incluso dar tu opinión. —Paula se levantó deprisa y corriendo para tomar su cuaderno de notas—. Anoche estuve dándole vueltas y me parece que di con una idea para vuestro pastel de bodas.


—¿Para mi pastel? Nuestro pastel, quiero decir —rectificó Maca sonriéndole a Sebastian—. ¡Quiero verlo, quiero verlo!


—El lema de Glaseados de Votos es dar con una buena presentación —dijo Paula con seriedad—. Por eso, a pesar de que la inspiración de este diseño proviene en principio de la novia…


—¡De mí!


—… también tiene en cuenta lo que la diseñadora del pastel considera las cualidades de dicha novia que han atraído al novio, y viceversa. Creo que en este caso hemos conseguido una acertada combinación entre lo tradicional y lo innovador, tanto en la forma como en el sabor. Hay que añadir el hecho de que hace más de dos décadas que la diseñadora conoce a la novia, y que ha tomado un cariño profundo y sincero al novio, factores estos que desempeñan un papel determinante, pero aceptará de todo corazón cualquier crítica a la idea que va a presentar.


—¡Menuda bobada! —Carla levantó los ojos al cielo—. Te vas a cabrear como a Maca no le guste.


—Tienes razón. Si no le gusta, es que es imbécil, y eso significa que hace más de veinte años que tengo una amiga imbécil.


—Déjame ver tu maldito diseño.


—Podremos cambiar el tamaño del pastel cuando hayas cerrado la lista de invitados. La idea que te presento es para unos doscientos comensales. —Paula pasó las hojas del cuaderno y sostuvo en alto el esbozo.


Ni le hizo falta oír a Maca conteniendo la respiración para saberlo. Solo tenía que mirar la felicidad pintada en su rostro.


—Los colores se ajustan mucho al resultado final. Te habrás fijado en que es una combinación de varios pasteles y rellenos. El pastel de crema italiana que te gusta, el
de chocolate con frambuesa que le gusta a Sebastian y el amarillo también, quizá con crema pastelera… Así podremos convertir en realidad tu sueño de disfrutar de varios pasteles distintos.


—Si a Maca no le gusta, me quedo yo con él —anunció Emma.


—A ti no te va. El pastel es de Maca, si lo quiere. Podemos cambiar las flores —puntualizó Paula— por las que escojáis Emma y tú para el ramo y los centros, pero yo optaría por esta paleta de colores. Tú no eres de glaseados blancos, Maca. A ti te va el color.


—Por favor, procura que te guste —le murmuró Maca a Sebastian.


—¿Cómo quieres que no me guste? Es asombroso. —Sebastian se quedó mirando a Paula y le dedicó una sonrisa franca y dulce—. Además, me ha parecido oír que será también de chocolate con frambuesa. Si hay que votar, me decanto por este.


—Yo también —intervino Emma.


—Estoy pensando que será mejor que escondas el dibujo —le indicó Carla a Paula—. Si nuestras clientas lo ven, las novias van a pelearse por conseguir ese pastel. Lo has clavado a la primera, Paula.


Maca se levantó y se acercó a Paula para quitarle el cuaderno y estudiar el esbozo de cerca.


—La forma, las texturas, por no hablar de los colores… ¡Oh, oh, las fotografías que van a salir de ahí! Tú ya habías pensado en eso, claro —añadió mirando fijamente a Paula.


—Cuesta pensar en ti y olvidar que eres fotógrafa.


—Me encanta tu pastel, y lo sabes. Sabías que me enamoraría. Qué bien me conoces. —Maca abrazó a Paula y empezó a bailotear—. Gracias, gracias, gracias…


—Déjame eso. —La señora Grady tomó el cuaderno de dibujo de las manos de Maca y analizó el esbozo con los ojos entornados y los labios fruncidos.


Al final asintió y miró a Paula.


—Bien hecho, niña. Ahora, todo el mundo fuera de mi cocina.




CAPITULO 5 (TERCER HISTORIA)





El baño caliente obró maravillas, pero en lugar de relajarla para irse a dormir la desveló. En vez de perder una hora luchando contra el insomnio, Paula encendió el televisor de la sala de estar para que le hiciera compañía y se sentó frente al ordenador a repasar la agenda de la semana. 


Buscó recetas (se había convertido en una adicción para ella, tanto como la BlackBerry para Carla), y descubrió un par que decidió guardar para darles más adelante su toque personal.


Como seguía desvelada, se acomodó en su butaca favorita con el cuaderno de dibujo. La butaca había pertenecido a la madre de Carla, y Paula siempre se sentía protegida y segura en ella. Cruzó las piernas sobre el mullido cojín, puso el cuaderno en el regazo, y empezó a pensar en Maca. En Maca y en Sebastian. En Maca con el fabuloso vestido de novia que había elegido… o, mejor dicho, que Carla le había encontrado.


Líneas limpias y estilizadas, reflexionó, que se adecuaban tan bien a la figura esbelta y delgada de Maca. Sin apenas adornos, tan solo un toque coqueto. Dibujó un pastel que reflejara ese estilo: clásico y simple. E inmediatamente lo descartó.


Un vestido de corte sencillo, claro, pero Maca también era color y destellos, originalidad y atrevimiento. Y esa, comprendió, era una de las razones por las que Sebastian la adoraba.


Atrevimiento. Una boda con los colores del otoño. Los pisos de la tarta cuadrados en vez de los tradicionales redondos, glaseados con crema de mantequilla, que era la cobertura preferida de Maca. Coloreada. ¡Sí, exacto! En oro viejo y adornada con flores de temporada. Unas flores enormes, de pétalos grandes y bien definidos, de colores castaño rojizo, anaranjado intenso y verde musgo.


Color, textura y forma para atraer la mirada de la fotógrafa experta, y romanticismo para la novia. Lo coronaría con un ramo del que colgaran unas cintas en oro cobrizo, y daría unos toques de blanco con la manga pastelera para reavivar el color.


«La caída de las hojas», pensó Paula sonriente mientras iba añadiendo detalles a la composición. Era el nombre perfecto: por la estación, y por la manera en que su amiga había «caído» literalmente sobre el amor.


Paula sostuvo en alto el dibujo y sonrió satisfecha.


—¡Qué buena soy! Me ha entrado hambre.


Se levantó y dejó el cuaderno abierto apoyado en una lámpara. Decidió que en la primera ocasión que se le presentara se lo enseñaría a Maca para que le diera su opinión como novia. De todos modos, conociéndola como la conocía, aquello iba a provocar un feliz «¡Uauuu!»


Se merecía un tentempié, quizá una porción de pizza fría si quedaba algún resto en la nevera. Lo lamentaría por la mañana, se dijo mientras salía del dormitorio, pero ¡qué se le iba a hacer!


Estaba desvelada y le había entrado hambre. Uno de los incentivos de llevar su trabajo y su vida por sí sola era poder permitirse algún capricho de cuando en cuando.


Caminó a oscuras y en silencio, guiada por su conocimiento de la casa y por el rayo de luna que se colaba por las ventanas. Salió del ala donde se encontraba su habitación y empezó a bajar la escalera mientras se convencía de que sería mejor olvidarse de la pizza fría y optar por la combinación más sana de fruta e infusión.


El lunes tenía que levantarse temprano para hacer ejercicio antes de ponerse a hornear. Por la tarde venían tres parejas a una degustación; debería prepararlo todo y luego adecentar su espacio.


A última hora había programada una reunión general con una clienta para empezar a concretar los detalles de una boda que se celebraría en invierno. Y luego le quedaba la noche para hacer lo que tuviera que hacer… o lo que le viniese en gana.


Por suerte se había impuesto una moratoria de citas y no tenía que preocuparse de vestirse para salir, del conjunto que llevaría, de mantener una conversación y de decidir si le apetecía terminar la velada con sexo.


Así la vida era más fácil, pensó mientras giraba al llegar al pie de la escalera. Más fácil, y más simple y menos tensiones si tachabas las citas y el sexo del menú.


Chocó de frente contra un objeto sólido, un objeto con apariencia masculina, y se tambaleó hacia atrás. Soltó un taco e hizo aspavientos para no perder el equilibrio. El dorso de su mano golpeó algo carnoso… y provocó otro taco que esta vez no era suyo. Cuando empezó a caerse, se agarró a un pedazo de tela. Y oyó cómo el tejido se desgarraba mientras el objeto sólido con apariencia masculina se le desplomaba encima.


Sin aliento y con la cabeza latiéndole por el golpe que se había dado contra un escalón, quedó tirada como un muñeco de trapo. Aún aturdida y a oscuras, reconoció el cuerpo y el olor de Pedro.


—¡Joder! ¿Eres tú, Paula? Maldita sea. ¿Te has hecho daño?


Inspiró con fuerza al sentir el peso de él aprisionándola… y también porque cierta parte de ese peso presionaba de manera muy íntima entre sus piernas. Pero ¿por qué habría estado pensando en el sexo? O en la falta de sexo, más bien.


—Sal de encima —le ordenó.


—Lo intento. ¿Estás bien? No te había visto. —Pedro se puso de lado y sus ojos se cruzaron bajo la claridad azulada y neblinosa de la luna—. ¡Ay!


El movimiento de su cuerpo incrementó la presión, justo en el centro, y Paula notó que se le disparaba el latido en otra zona que nada tenía que ver con la cabeza.


—Levántate. Ya. Mismo.


—Vale, vale. He perdido el equilibrio… y tú me has agarrado por la camisa y me has hecho caer. He intentado cogerte. Aguarda, deja que encienda la luz.


Paula se quedó quieta, esperando recobrar el aliento y el ritmo de todos sus latidos. Pedro encendió la luz del vestíbulo y ella cerró los ojos para protegerse de la claridad.


—Ah —exclamó Pedro, y carraspeó.


Paula estaba tumbada en los escalones, con las piernas abiertas, vestida con una fina camiseta blanca de tirantes y unos pantaloncitos rojos. Llevaba las uñas de los pies pintadas de rosa. Pedro prefirió concentrarse en esas uñas en lugar de en sus piernas, en cómo le sentaba la camiseta blanca o… en lo demás.


—Deja que te ayude. —«A ponerte una bata muy larga y gruesa», agregó mentalmente Pedro.


Paula lo despachó con un gesto displicente, se incorporó y se tocó la nuca.


—Maldita sea, Pedro, ¿cómo se te ocurre ir de puntillas por la casa?


—Yo no iba de puntillas. Caminaba. La que iba de puntillas eras tú.


—Yo no iba… ¡Vivo en esta casa!


—Yo también… antes —murmuró Pedro—. Me has roto la camisa.


—Por tu culpa casi me parto la crisma.


El enojo de Pedro se convirtió en preocupación.


—¿Te he hecho daño? Déjame ver…


Sin darle tiempo a moverse, se agachó y le palpó la nuca.


—Te has dado un buen golpe, pero no sangras.


—¡Ay! —Al menos la repentina punzada apartó de su mente la camisa rasgada y la musculatura que se ocultaba debajo—. Deja de toquetearme.


—Hay que ponerte hielo.


—No pasa nada. Estoy bien. —Y agitada, sin duda, pensó Paula, y deseosa de que aquel hombre despeinado y descompuesto no estuviera tan ridículamente sexy—. ¿Qué diablos haces aquí en mitad de la noche?


—No estamos en mitad de la noche, ni siquiera es medianoche.


La miraba fijamente a los ojos. Debía de estar buscando alguna señal de conmoción o trauma, supuso Paula. En cualquier momento le tomaría el maldito pulso.


—No has contestado a mi pregunta.


—La señora Grady y yo nos hemos quedado charlando. Hemos tomado unas cervezas. Las suficientes para que haya decidido… —Pedro señaló al piso de arriba—. Iba a dejarme caer en una de las habitaciones de invitados porque no quería conducir un poco tocado.


No podía discutir con él por haber actuado con sensatez, y él siempre era muy sensato.


—Habías decidido… —Paula imitó su gesto y señaló hacia arriba.


—Levántate. Quiero asegurarme de que estás bien.


—No soy yo la que anda achispada por la casa.


—No, tú eres la que se parte la crisma. Ven. —Pedro zanjó el asunto tomándola por las axilas y levantándola. Al estar Paula un escalón más arriba que él, sus caras quedaron a la misma altura—. No hay estrellitas en tus ojos ni pajarillos revoloteando alrededor de tu cabeza.


—Muy gracioso.


Pedro le dedicó su sonrisa característica.


—He oído piar a un par de pajarillos cuando me has dado un manotazo a traición.


A Paula se le escapó una sonrisa a pesar de que seguía con el ceño fruncido.


—Si hubiera sabido que eras tú, te habría arreado con más fuerza.


—Esa es mi chica.


«¿Así es como me ve?», pensó Paula con una ambigua mezcla de rabia y decepción. Una más de sus chicas.


—Ve a dormir la mona, y deja de andar por ahí como un ladrón.


—¿Adónde vas? —preguntó Pedro mientras Paula se alejaba.


—Adonde me da la gana.


Típico de Paula, pensó Pedro, y también una de las cosas que más le atraían de ella. A menos que pensara en cómo se le veía el culo con aquellos pantalones cortos rojos.


Que no era en lo que estaba pensando. No. Tan solo se aseguraba de que se aguantaba en pie. Sobre aquellas fenomenales piernas.


Dio media vuelta con decisión y subió la escalera hasta el tercer piso. Fue al ala de Carla y abrió la puerta del dormitorio que había ocupado durante su infancia y adolescencia.


No era el mismo cuarto. Ni lo habría esperado ni le habría gustado. Cuando las cosas no cambian, se estancan y se pudren. Ahora, en las paredes de un verde suave y difuminado, unos cuadros enmarcados con sencillez sustituían a sus antiguos posters de deportes. La cama, un precioso mueble antiguo con dosel, había pertenecido a su abuela. Una cosa era la tradición, y otra muy distinta el estancamiento, pensó.


Se sacó las monedas y las llaves del bolsillo y las dejó sobre una bandejita del escritorio. Entonces se vio en el espejo.


Llevaba la camisa rasgada en el hombro, iba despeinado y, si la vista no le engañaba, en la mejilla lucía la leve marca de los nudillos de Paula.


Siempre había sido una chica dura, pensó mientras se quitaba los zapatos de un puntapié. Dura, fuerte y un punto temeraria. La mayoría de las mujeres se habría puesto a chillar. Paula, no. Paula había peleado. Si la empujaban, devolvía el empujón. Con más fuerza. No podía por menos que admirarla.


Le había sorprendido su cuerpo. Podía admitirlo, se dijo mientras se quitaba la camisa rasgada. No era que su cuerpo le fuera desconocido. En todos esos años la había abrazado muchas veces. Ahora bien, abrazar a una amiga era muy distinto de estar encima de una mujer a oscuras.
Muy distinto.


Y algo en lo que mejor no recrearse.


Acabó de desnudarse, dobló el cubrecama (obra de su bisabuela), dio cuerda al despertador antiguo de la mesilla de noche, puso la alarma y apagó la luz.


Cuando cerró los ojos, la imagen de Paula tumbada en la escalera le vino a la cabeza… y se quedó allí. Se dio la vuelta, pensó en las citas que tenía concertadas a la mañana siguiente… y la vio alejándose con aquellos pantaloncitos rojos.


—Qué más da…


Un hombre tenía derecho a recrearse en lo que quisiera cuando estaba solo y a oscuras.