viernes, 10 de marzo de 2017
CAPITULO 5 (TERCER HISTORIA)
El baño caliente obró maravillas, pero en lugar de relajarla para irse a dormir la desveló. En vez de perder una hora luchando contra el insomnio, Paula encendió el televisor de la sala de estar para que le hiciera compañía y se sentó frente al ordenador a repasar la agenda de la semana.
Buscó recetas (se había convertido en una adicción para ella, tanto como la BlackBerry para Carla), y descubrió un par que decidió guardar para darles más adelante su toque personal.
Como seguía desvelada, se acomodó en su butaca favorita con el cuaderno de dibujo. La butaca había pertenecido a la madre de Carla, y Paula siempre se sentía protegida y segura en ella. Cruzó las piernas sobre el mullido cojín, puso el cuaderno en el regazo, y empezó a pensar en Maca. En Maca y en Sebastian. En Maca con el fabuloso vestido de novia que había elegido… o, mejor dicho, que Carla le había encontrado.
Líneas limpias y estilizadas, reflexionó, que se adecuaban tan bien a la figura esbelta y delgada de Maca. Sin apenas adornos, tan solo un toque coqueto. Dibujó un pastel que reflejara ese estilo: clásico y simple. E inmediatamente lo descartó.
Un vestido de corte sencillo, claro, pero Maca también era color y destellos, originalidad y atrevimiento. Y esa, comprendió, era una de las razones por las que Sebastian la adoraba.
Atrevimiento. Una boda con los colores del otoño. Los pisos de la tarta cuadrados en vez de los tradicionales redondos, glaseados con crema de mantequilla, que era la cobertura preferida de Maca. Coloreada. ¡Sí, exacto! En oro viejo y adornada con flores de temporada. Unas flores enormes, de pétalos grandes y bien definidos, de colores castaño rojizo, anaranjado intenso y verde musgo.
Color, textura y forma para atraer la mirada de la fotógrafa experta, y romanticismo para la novia. Lo coronaría con un ramo del que colgaran unas cintas en oro cobrizo, y daría unos toques de blanco con la manga pastelera para reavivar el color.
«La caída de las hojas», pensó Paula sonriente mientras iba añadiendo detalles a la composición. Era el nombre perfecto: por la estación, y por la manera en que su amiga había «caído» literalmente sobre el amor.
Paula sostuvo en alto el dibujo y sonrió satisfecha.
—¡Qué buena soy! Me ha entrado hambre.
Se levantó y dejó el cuaderno abierto apoyado en una lámpara. Decidió que en la primera ocasión que se le presentara se lo enseñaría a Maca para que le diera su opinión como novia. De todos modos, conociéndola como la conocía, aquello iba a provocar un feliz «¡Uauuu!»
Se merecía un tentempié, quizá una porción de pizza fría si quedaba algún resto en la nevera. Lo lamentaría por la mañana, se dijo mientras salía del dormitorio, pero ¡qué se le iba a hacer!
Estaba desvelada y le había entrado hambre. Uno de los incentivos de llevar su trabajo y su vida por sí sola era poder permitirse algún capricho de cuando en cuando.
Caminó a oscuras y en silencio, guiada por su conocimiento de la casa y por el rayo de luna que se colaba por las ventanas. Salió del ala donde se encontraba su habitación y empezó a bajar la escalera mientras se convencía de que sería mejor olvidarse de la pizza fría y optar por la combinación más sana de fruta e infusión.
El lunes tenía que levantarse temprano para hacer ejercicio antes de ponerse a hornear. Por la tarde venían tres parejas a una degustación; debería prepararlo todo y luego adecentar su espacio.
A última hora había programada una reunión general con una clienta para empezar a concretar los detalles de una boda que se celebraría en invierno. Y luego le quedaba la noche para hacer lo que tuviera que hacer… o lo que le viniese en gana.
Por suerte se había impuesto una moratoria de citas y no tenía que preocuparse de vestirse para salir, del conjunto que llevaría, de mantener una conversación y de decidir si le apetecía terminar la velada con sexo.
Así la vida era más fácil, pensó mientras giraba al llegar al pie de la escalera. Más fácil, y más simple y menos tensiones si tachabas las citas y el sexo del menú.
Chocó de frente contra un objeto sólido, un objeto con apariencia masculina, y se tambaleó hacia atrás. Soltó un taco e hizo aspavientos para no perder el equilibrio. El dorso de su mano golpeó algo carnoso… y provocó otro taco que esta vez no era suyo. Cuando empezó a caerse, se agarró a un pedazo de tela. Y oyó cómo el tejido se desgarraba mientras el objeto sólido con apariencia masculina se le desplomaba encima.
Sin aliento y con la cabeza latiéndole por el golpe que se había dado contra un escalón, quedó tirada como un muñeco de trapo. Aún aturdida y a oscuras, reconoció el cuerpo y el olor de Pedro.
—¡Joder! ¿Eres tú, Paula? Maldita sea. ¿Te has hecho daño?
Inspiró con fuerza al sentir el peso de él aprisionándola… y también porque cierta parte de ese peso presionaba de manera muy íntima entre sus piernas. Pero ¿por qué habría estado pensando en el sexo? O en la falta de sexo, más bien.
—Sal de encima —le ordenó.
—Lo intento. ¿Estás bien? No te había visto. —Pedro se puso de lado y sus ojos se cruzaron bajo la claridad azulada y neblinosa de la luna—. ¡Ay!
El movimiento de su cuerpo incrementó la presión, justo en el centro, y Paula notó que se le disparaba el latido en otra zona que nada tenía que ver con la cabeza.
—Levántate. Ya. Mismo.
—Vale, vale. He perdido el equilibrio… y tú me has agarrado por la camisa y me has hecho caer. He intentado cogerte. Aguarda, deja que encienda la luz.
Paula se quedó quieta, esperando recobrar el aliento y el ritmo de todos sus latidos. Pedro encendió la luz del vestíbulo y ella cerró los ojos para protegerse de la claridad.
—Ah —exclamó Pedro, y carraspeó.
Paula estaba tumbada en los escalones, con las piernas abiertas, vestida con una fina camiseta blanca de tirantes y unos pantaloncitos rojos. Llevaba las uñas de los pies pintadas de rosa. Pedro prefirió concentrarse en esas uñas en lugar de en sus piernas, en cómo le sentaba la camiseta blanca o… en lo demás.
—Deja que te ayude. —«A ponerte una bata muy larga y gruesa», agregó mentalmente Pedro.
Paula lo despachó con un gesto displicente, se incorporó y se tocó la nuca.
—Maldita sea, Pedro, ¿cómo se te ocurre ir de puntillas por la casa?
—Yo no iba de puntillas. Caminaba. La que iba de puntillas eras tú.
—Yo no iba… ¡Vivo en esta casa!
—Yo también… antes —murmuró Pedro—. Me has roto la camisa.
—Por tu culpa casi me parto la crisma.
El enojo de Pedro se convirtió en preocupación.
—¿Te he hecho daño? Déjame ver…
Sin darle tiempo a moverse, se agachó y le palpó la nuca.
—Te has dado un buen golpe, pero no sangras.
—¡Ay! —Al menos la repentina punzada apartó de su mente la camisa rasgada y la musculatura que se ocultaba debajo—. Deja de toquetearme.
—Hay que ponerte hielo.
—No pasa nada. Estoy bien. —Y agitada, sin duda, pensó Paula, y deseosa de que aquel hombre despeinado y descompuesto no estuviera tan ridículamente sexy—. ¿Qué diablos haces aquí en mitad de la noche?
—No estamos en mitad de la noche, ni siquiera es medianoche.
La miraba fijamente a los ojos. Debía de estar buscando alguna señal de conmoción o trauma, supuso Paula. En cualquier momento le tomaría el maldito pulso.
—No has contestado a mi pregunta.
—La señora Grady y yo nos hemos quedado charlando. Hemos tomado unas cervezas. Las suficientes para que haya decidido… —Pedro señaló al piso de arriba—. Iba a dejarme caer en una de las habitaciones de invitados porque no quería conducir un poco tocado.
No podía discutir con él por haber actuado con sensatez, y él siempre era muy sensato.
—Habías decidido… —Paula imitó su gesto y señaló hacia arriba.
—Levántate. Quiero asegurarme de que estás bien.
—No soy yo la que anda achispada por la casa.
—No, tú eres la que se parte la crisma. Ven. —Pedro zanjó el asunto tomándola por las axilas y levantándola. Al estar Paula un escalón más arriba que él, sus caras quedaron a la misma altura—. No hay estrellitas en tus ojos ni pajarillos revoloteando alrededor de tu cabeza.
—Muy gracioso.
Pedro le dedicó su sonrisa característica.
—He oído piar a un par de pajarillos cuando me has dado un manotazo a traición.
A Paula se le escapó una sonrisa a pesar de que seguía con el ceño fruncido.
—Si hubiera sabido que eras tú, te habría arreado con más fuerza.
—Esa es mi chica.
«¿Así es como me ve?», pensó Paula con una ambigua mezcla de rabia y decepción. Una más de sus chicas.
—Ve a dormir la mona, y deja de andar por ahí como un ladrón.
—¿Adónde vas? —preguntó Pedro mientras Paula se alejaba.
—Adonde me da la gana.
Típico de Paula, pensó Pedro, y también una de las cosas que más le atraían de ella. A menos que pensara en cómo se le veía el culo con aquellos pantalones cortos rojos.
Que no era en lo que estaba pensando. No. Tan solo se aseguraba de que se aguantaba en pie. Sobre aquellas fenomenales piernas.
Dio media vuelta con decisión y subió la escalera hasta el tercer piso. Fue al ala de Carla y abrió la puerta del dormitorio que había ocupado durante su infancia y adolescencia.
No era el mismo cuarto. Ni lo habría esperado ni le habría gustado. Cuando las cosas no cambian, se estancan y se pudren. Ahora, en las paredes de un verde suave y difuminado, unos cuadros enmarcados con sencillez sustituían a sus antiguos posters de deportes. La cama, un precioso mueble antiguo con dosel, había pertenecido a su abuela. Una cosa era la tradición, y otra muy distinta el estancamiento, pensó.
Se sacó las monedas y las llaves del bolsillo y las dejó sobre una bandejita del escritorio. Entonces se vio en el espejo.
Llevaba la camisa rasgada en el hombro, iba despeinado y, si la vista no le engañaba, en la mejilla lucía la leve marca de los nudillos de Paula.
Siempre había sido una chica dura, pensó mientras se quitaba los zapatos de un puntapié. Dura, fuerte y un punto temeraria. La mayoría de las mujeres se habría puesto a chillar. Paula, no. Paula había peleado. Si la empujaban, devolvía el empujón. Con más fuerza. No podía por menos que admirarla.
Le había sorprendido su cuerpo. Podía admitirlo, se dijo mientras se quitaba la camisa rasgada. No era que su cuerpo le fuera desconocido. En todos esos años la había abrazado muchas veces. Ahora bien, abrazar a una amiga era muy distinto de estar encima de una mujer a oscuras.
Muy distinto.
Y algo en lo que mejor no recrearse.
Acabó de desnudarse, dobló el cubrecama (obra de su bisabuela), dio cuerda al despertador antiguo de la mesilla de noche, puso la alarma y apagó la luz.
Cuando cerró los ojos, la imagen de Paula tumbada en la escalera le vino a la cabeza… y se quedó allí. Se dio la vuelta, pensó en las citas que tenía concertadas a la mañana siguiente… y la vio alejándose con aquellos pantaloncitos rojos.
—Qué más da…
Un hombre tenía derecho a recrearse en lo que quisiera cuando estaba solo y a oscuras.
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