sábado, 18 de marzo de 2017
CAPITULO 32 (TERCER HISTORIA)
Los lirios de Emma perfumaban el aire mostrando sus tonalidades veraniegas de escarlata brillante, amarillo mantequilla, rosa caramelo y blanco deslumbrante. La novia que iba a casarse la mañana del 5 de julio no había encajado bien que la manicura hubiera fallado, pero en aquel momento posaba radiante para Maca mientras Carla intentaba localizar la chaqueta y la corbata que uno de los acompañantes del novio había perdido.
Tras comprobar que no había urgencias que atender, Paula llevó en persona la pieza central del pastel al salón de baile.
Era un jarrón de azúcar moldeado a partir de un cuenco hexagonal que había completado con unos lirios enanos.
Los lirios de Emma no podían compararse con los suyos en cuanto a tiempo empleado y a su confección. Paula había forrado un rodillo con una cinta de otomán de textura gruesa para marcar la pasta de goma y luego había recortado con meticulosidad cada uno de los pétalos. La composición final, una vez hubo atado y sumergido los tallos en un glaseado real clarificado, resultaba refinada y elegante.
Examinó con detenimiento el pastel de boda que presidía el salón sin prestar atención al bullicio del montaje. Había adornado cada uno de los pisos con más pétalos en relieve que repetían esos colores intensos en una danza circular.
Finalmente, sobre el tablero que conformaba la base del pastel había esparcido unos cuantos más para darle un toque bello y orgánico.
Paula sacó el jarrón de su envoltorio en el preciso instante en que alguien volcaba una silla en un descuido. Ni siquiera parpadeó.
Pedro advirtió el detalle. Era como si esa mujer fuese inmune al ruido, los gritos y el movimiento. Observó que centraba el cuenco de flores en el piso superior, se retiraba para comprobar el efecto, sacaba de la caja uno de sus útiles de repostería y dibujaba una línea, o mejor dicho, trazaba una línea con la manga pastelera. Pedro, por la cuenta que le traía, procuraba hablar con precisión. Paula trazó un par de líneas perfectas alrededor del cuenco con unas manos precisas como las de un cirujano.
Dio la vuelta a su creación y asintió.
—Es fantástico.
—¡Oh! —Paula dio un paso atrás—. No sabía que estabas aquí. Ni que ibas a venir.
—Era la única manera de averiguar si estarías libre este sábado por la noche.
—Qué detalle…
Pedro le acarició la mejilla con el pulgar.
—¿Tengo glaseado en la cara?
—No, tienes una cara preciosa. ¿Cuántas flores has puesto ahí?
—Unas cincuenta.
Pedro observó los adornos florales.
—Parece como si Emma y tú hubierais hecho combinaciones de pétalos.
—Eso es. Bien, como hasta ahora todo ha ido como la seda, quizá pueda…
—¡Código rojo! —gritó Emma a través de sus auriculares.
—Mierda. ¿Dónde?
—En el salón principal. Venid todos.
—Ahora mismo. Código rojo —le dijo a Pedro antes de salir corriendo hacia las escaleras—. Es culpa mía. He dicho que todo iba como la seda y jamás se ha de hablar así.
—¿Qué problema hay?
—Todavía no lo sé. —Paula llegó al rellano del segundo piso y se encontró con Carla, que venía del ala opuesta.
—La madrastra y la MDNA se están peleando. Maca y Sebastian están con la novia, que todavía no se ha enterado.
Paula se quitó el pasador del pelo y se lo metió a toda prisa en el bolsillo de la chaqueta del traje.
—Creía que habían pactado una tregua.
—Por lo que parece, se ha acabado. Pedro, me alegro de que hayas venido. A lo mejor te necesitaremos.
Desde el salón principal les llegó un griterío y el sonido de un objeto al romperse. De repente, alguien chilló.
—Quizá será mejor llamar a la policía —comentó Pedro.
Entraron corriendo en el salón y vieron a Emma con el pelo revuelto y las horquillas sueltas intentando a la desesperada separar a dos mujeres vestidas con elegancia que no paraban de vociferar. La madrastra tenía el cabello y la cara chorreando de champán porque la MDNA le había echado por encima el contenido de su copa.
—¡Zorra, ahora verás!
Esquivando los empujones y los manotazos, Emma resbaló y cayó de espaldas sin poder evitar que las dos mujeres se enzarzaran en una pelea.
No se arredró. Con una mirada resolutiva, Emma se levantó como pudo mientras Carla y Paula saltaban encima de las agresoras. Paula agarró a la que tenía más cerca y tiró de ella mientras las dos mujeres se cruzaban salvas de insultos como si fueran metralla.
—¡Basta, deténganse! —Paula esquivó un puñetazo y bloqueó un codo con el antebrazo. El impacto le repercutió directamente en el hombro—. ¡He dicho que basta! ¡Por Dios, es la boda de su hija!
—Es la boda de mi hija, sí, y mi hija es solo mía —gritó la mujer a la que Carla y Emma intentaban reducir—. Es hija mía, no de esta zorra, niñata destruye-familias.
—¿Niñata? ¿Niñata yo? Voy a destrozarte el último lifting que te has hecho, lunática estrecha.
Emma atajó el problema sentándose encima de la MDNA mientras Paula seguía forcejeando con su contrincante.
Pedro se jugó la piel interponiéndose entre las dos mujeres, y en ese momento Paula vio que llegaban refuerzos. Jeronimo y Martin Kavanaugh curiosamente se metieron en la refriega.
Arrodillada en el suelo, Carla hablaba con voz queda y firme con la MDNA, que lloraba desconsolada superado ya el arrebato. Paula, que sujetaba a la madrastra, le hablaba al oído.
—Así no se arreglan las cosas, y si te importa Sarah, aunque solo sea un poco, olvidarás esto y te dedicarás a enjabonarla todo el día. ¿Me escuchas? Si quieres pelea, no son estos el momento ni el lugar.
—No es culpa mía. Ha sido ella quien me ha tirado el champán a la cara. Mira mi pelo, el maquillaje, el vestido…
—Lo solucionaremos —dijo Paula mirando a Carla e interpretando su gesto de asentimiento—. Pedro, necesito que subas un par de copas de champán a mi habitación, y luego te llevas a… lo siento, he olvidado tu nombre.
—Me llamo Bibi —dijo la madrastra con un tono de voz que parecía un vagido—. Esto es un desastre… Todo se ha estropeado.
—No, todo se arreglará. Pedro, llévale el vestido de Bibi a la señora Grady. Ella se ocupará. Ven conmigo, Bibi. Lo solucionaremos.
Paula abandonó el salón con Bibi mientras Carla hacía lo mismo con la MDNA.
—Emma la acompañará para que se refresque un poco. Yo iré en un par de minutos.
—No se lo digas a Sarah —sollozó la MDNA—. No quiero que se ponga triste.
—Claro que no. Vaya con Emma. Suerte que no quiere darle un disgusto a su hija… —musitó Carla cuando la mujer ya no podía oírla.
—Esta fiesta es un asco —comentó Martin.
Carla tiró de su traje de chaqueta y se pasó la mano por la falda.
—¿Qué haces aquí?
—He venido a cobrar mis ganancias.
—Ahora no tengo tiempo para eso —le espetó ella, y lo despachó volviéndose hacia uno de sus ayudantes—. Asegúrate de que no queden cristales ni restos de champán por el suelo. Si encuentras algo roto o estropeado, díselo a alguien del equipo de Emma para que lo solucione. Jeronimo, ve a buscar al PDNA, por favor. Tengo que hablar con él en mi despacho inmediatamente.
—Por supuesto. Siento haber tardado tanto. Estaba fuera cuando he recibido la alerta.
—Una vez trabajé de gorila en Los Ángeles —le contó Martin—. Si quieres que eche a alguien…
—Qué bien, a lo mejor te necesito. A por el PDNA, Jeronimo. Gracias. Maca… —Carla habló por el micrófono mientras se alejaba.
—¡Cómo se mueve esa mujer! —Martin la observó alejarse y desaparecer por la puerta.
—Todavía no has visto nada —dijo Jeronimo—. Vayamos a buscar al PDNA.
—Oye, Jeronimo, ¿qué diablos es un PDNA?
CAPITULO 31 (TERCER HISTORIA)
En menos de quince minutos y armada con un café largo, Paula se asomó por la puerta principal.
—Está lloviendo a cántaros —comentó. ¿Cómo no se había dado cuenta?—. Pedro, no quiero que…
—Deja de discutir. —La agarró de la mano y echó a correr hacia el coche.
Paula se metió dentro empapada y cuando Pedro se hubo instalado tras el volante, sacudió la cabeza.
—No estaba discutiendo.
—Bien, negociando entonces.
—Eso… puede —accedió Paula—. No quiero sentar el precedente de que tengas que llevarme a casa. Si sigo un impulso, soy yo quien tiene que cargar con las consecuencias, como es ahora el caso.
—Aplaudo que seas impulsiva, pero cuando salgo con una mujer, la acompaño siempre a su casa. Considera que estamos aplicando la regla general Alfonso.
Paula consideró sus palabras sin dejar de tamborilear con los dedos sobre la rodilla.
—Es decir, que si hubieras seguido tú el impulso, yo estaría obligada a llevarte a casa.
—No. Y no considero mi regla sexista, sino elemental. —Pedro la miró con ojos adormilados mientras conducía bajo la lluvia—. Estoy a favor de la igualdad de derechos, de salarios, de elecciones, de oportunidades, de lo que sea… pero cuando salgo con una mujer, la acompaño a su casa. No me gusta que tenga que conducir en mitad de la noche ni que vaya sola por ahí a las cinco y media de la mañana si puedo evitarlo.
—Porque tienes un pene.
—Sí, y lo conservo.
—¿Ese pene te protege de los accidentes, las averías y los pinchazos?
—Lo interesante de ti, y reconozco que a veces me fastidia, es que eres capaz de complicar lo más sencillo.
Aunque hubiera acertado, eso no cambiaba las cosas.
—¿Y si hubiera ido en coche a tu casa?
—No has venido en coche.
—¿Qué habría pasado entonces?
—Lo averiguaremos otro día. —Pedro enfiló el camino de entrada.
—Eso son evasivas.
—Es verdad. ¿Quieres anotarte un tanto? No voy a acompañarte hasta la puerta.
Paula ladeó la cabeza.
—Pero esperarás a que haya entrado.
—Eso, sí. —Pedro se inclinó hacia ella, la tomó por el mentón y la besó—. Ve a hacer pasteles.
Paula hizo ademán de salir, pero se volvió y se dio la satisfacción de darle un beso muy largo.
—Adiós.
Salió corriendo hacia la casa principal, se dio la vuelta goteando y lo saludó con la mano antes de entrar.
Una vez sola en el silencio de su casa, se apoyó en la puerta y se dejó llevar. Había hecho el amor con Pedro. Había dormido en su cama, se había despertado junto a él. Todos sus sueños se habían convertido en realidad en una sola noche, por eso tenía derecho a sentirse feliz, a sonreír como una posesa, a abrazarse y a sentirse de maravilla, de locura…
Nada de lo que había imaginado hasta entonces podía compararse con esos momentos, y sola, envuelta en el silencio, los rememoraba. Recordó todos y cada uno de esos instantes y los saboreó.
Quién sabía lo que les depararía el futuro. Por lo pronto, el presente le estaba ofreciendo lo que siempre había querido.
Subió por la escalera como si flotara y entró en su dormitorio. Tenía el día por delante, pero su primera idea fue enviarlo todo a paseo y dejarse caer sobre la cama, lanzar los tacones al techo y felicitarse.
Tarea imposible. Sí podía, en cambio, disfrutar de una larga ducha caliente. Se quitó la ropa mojada, la colgó en un toallero, se soltó el pasador del pelo, que había rescatado del bolso, y sin dejar de sonreír, se metió bajo el chorro.
Estaba disfrutando del vapor y el aroma cuando detectó un movimiento al otro lado de la mampara. Soltó un grito tan espontáneo que le sorprendió no haber agrietado el cristal.
—Por Dios, Paula, soy yo… —Maca abrió un resquicio de la puerta—. He llamado al timbre y he echado voces, pero estabas tan enfrascada cantando que no me has oído.
—Mucha gente canta en la ducha. ¿Qué diablos quieres ahora?
—Nosotras no solemos cantar «I've Got Rhythm».
—Yo no cantaba eso. —¿Estaba cantando ella eso? Ahora se le quedaría grabado el sonsonete—. Vete, se escapa el vapor.
—¿Por qué tardas tanto? —preguntó Emma entrando en el baño.
—¿Y Carla? —preguntó Maca.
—En el gimnasio —contestó Emma—, pero le he dicho que venga.
—¡Será posible! ¿Estáis chaladas o es que no veis que me estoy duchando?
—¡Qué bien huele! —comentó Maca—. Ya estás limpia. Sal. Comeremos unas tortitas para celebrar la historia de amor que vas a contarnos desayunando.
—No tengo tiempo de hacer tortitas.
—Se encargará la señora Grady.
—En casa solo hay gofres.
—Ah, tienes razón. Entonces tomaremos una tortilla a la francesa, y mientras tanto nos cuentas tu noche de sexo. Te esperamos abajo dentro de diez minutos —ordenó Emma—. A los hombres les hemos prohibido que vengan.
—No quiero…
Maca cerró la puerta de la mampara y Paula se apartó de los ojos el cabello, que estaba chorreando. Si se escabullía para refugiarse en su cocina particular, sus amigas irían a buscarla y no dejarían de meterse con ella. Resignada, salió de la ducha y se envolvió en una toalla.
Veinte minutos después entró en la cocina principal y vio la mesa puesta, a Maca, a Emma y a la señora Grady trabajando en los fogones.
—Escuchad, hoy estaré muy liada y…
—El desayuno es la comida más importante del día —la sermoneó Maca.
—Eso dijo la princesa de las galletas Pop-Tarts. Bueno, tengo que ir a trabajar, en serio.
—Prohibido pasar del tema —sentenció Emma con un dedo—. Nosotras compartimos con las demás nuestras historias de amor, y la señora Grady ya ha empezado a preparar las tortitas para que nos cuentes una historia sexy para amenizar el desayuno, ¿verdad, señora Grady?
—Sí. Vale más que te sientes —le aconsejó la mujer a Paula—. Piensa que no te vas a librar de estas. Además, como me han dicho que has vuelto a casa hace una media hora, a mí también me pica la curiosidad.
Paula se bebió el zumo sin perder de vista la expresión de cada una de sus amigas.
—¿Tenéis alguna especie de radar?
—Sí —dijo Carla entrando en la cocina—. Y cuando me llaman para que baje sin ducharme, vale más que merezca la pena. —Vestida con unos pantalones cortos de andar por casa y una camiseta holgada, Carla fue a servirse una taza de café—. Imagino que Pedro no atrancó la puerta y te despachó con viento fresco.
—Es una situación tan rara… —Paula tomó la taza de Carla—. Es que es rara.
—Es lo que ocurre con las tradiciones, que son raras —dijo Carla alegremente tomando otra taza para ella—. Cuéntanos lo que pasó.
Paula se sentó y se encogió de hombros.
—Perdí la apuesta.
—¡Bien! —Emma se acercó a ella como una flecha—. Yo también he perdido, pero hay cosas más importantes que el dinero.
—¿Quién ha ganado, Carla? —quiso saber Maca.
Carla se sentó y con el ceño fruncido se concentró en su taza de café.
—Martin Kavanaugh.
—¿Kavanaugh? —Paula tomó una tostada recién hecha de la rejilla—. ¿Cómo se ha metido Martin en nuestra porra?
—Se enteró y me acorraló durante el partido. Me negué, le dije que las apuestas estaban cerradas, pero es pesado e insistente. Además dijo que apostaba doscientos dólares por ser el último, y que el cinco de julio pasaría a recoger el bote.
—¿Quieres decir que ha acertado de plano? —preguntó Maca—. ¡Menuda suerte la de ese tío!
—Sí, tiene suerte. Creía que no acertaría, porque como ese día salíamos todos juntos, pensé que nos marcharíamos juntos también. No esperaba que Paula saltara de la furgoneta y echara a correr.
—Fue muy romántico —dijo Emma sonriendo—. Deprisa y corriendo, sofocada, sin poder esperar más… ¿Qué pasó cuando llegaste a casa de Pedro?
—Abrió la puerta.
—Confiesa —insistió Maca amenazándola con un dedo.
—No te sentirás incómoda porque es mi hermano, ¿verdad? —intervino Carla—. Tú y yo hemos sido amigas toda la vida, y Pedro siempre ha sido mi hermano. O sea que todo arreglado.
—Comed —ordenó la señora Grady sirviendo las tortillas.
Paula dio un bocado en señal de obediencia.
—Estudié el asunto desde un punto de vista matemático.
—¿Matemático? —se extrañó Emma.
—Descubrí que hay días que no cuentan. Es complicado. Hay que seguir una fórmula. Cuando Pedro lo comprendió, desde un punto de vista logístico, coincidió en que tenía sentido, pero pensó que teníamos que renunciar a la apuesta, y eso fue lo que hicimos.
—Tiene que ver con los fines de semana, ¿verdad? —dijo Maca zampándose unos huevos—. Lo pensé. Los fines de semana no cuentan.
—Exacto, y el primer día y el último, tampoco. Es más complicado, pero va por ahí. De todos modos, como no eran esas las condiciones, decidimos renunciar al bote.
¡Qué más daba si esa situación era rara! Esas cuatro mujeres eran su familia.
—Fue maravilloso. En parte temí sentirme nerviosa, incómoda… pero no fue así. Ninguno de los dos lo estuvo. Pedro no quería precipitarse, y no dejó que me precipitara yo tampoco. Fue algo muy dulce y lento. Él…
Al faltarle las palabras, Carla suspiró.
—Si crees que pondré caras raras porque vas a decir que mi hermano es un buen amante y que además es considerado, te equivocas. Entiendo que no solo tiene técnica, sino que además siente respeto y cariño por su pareja.
—Me hizo sentirme como si en el mundo solo existiéramos él y yo, como si lo más importante fuera ese momento. He dormido con él, y me he sentido protegida, de la manera más natural. Y eso que a mí me cuesta mucho confiar en alguien hasta el punto de dormir con él.
Emma le acarició la pierna en señal de afecto.
—Nos has contado una buena historia sexy para amenizar el desayuno.
—Esta mañana nos hemos liado.
—¿Más sexo?
—Sí. No piensa en nada más —le confesó a Maca—. Quería encontrar la ropa a oscuras, llamar luego a un taxi y marcharme, porque si supierais la jornada que me espera… Sin embargo, él se ha despertado y nos hemos vuelto a liar, aunque yo tenía el pelo enredado de haber dormido.
—A mí me da una rabia… —murmuró Emma—. Tendría que existir un remedio instantáneo que arreglara el pelo cuando una se levanta.
—Ha insistido en acompañarme a casa.
—Claro.
Paula miró a Carla sin dar crédito.
—Veo que los dos tenéis el mismo código de conducta. ¿Por qué tiene que levantarse, vestirse y llevarme en coche a casa cuando puedo llegar por mis propios medios?
—Porque estabas en su casa, punto número uno. Punto número dos: porque has dormido en su cama. A eso se le llama tener modales, y tu independencia no peligra.
—¿Ya estás aplicando la regla general Alfonso?
Carla esbozó una leve sonrisa.
—Supongo que podría llamarse así.
—Es lo que dijo él. En fin, basta porque tengo que ponerme a trabajar.
—¿Acaso nosotras no? Esta mañana llega medio millón de lirios que habrá que seleccionar, y las obras empiezan hoy mismo.
—¿Aquí también? —preguntó Paula.
—Aquí también, según Jeronimo —dijo Emma consultando el reloj—. Llegarán en cualquier minuto.
—Os tocará vivir una época interesante —aseguró Maca—, y ruidosa.
—Valdrá la pena. No me cansaré de repetírmelo. Gracias por el desayuno, señora Grady.
—Me ha gustado la historia. Me considero bien pagada.
—Si me vuelvo loca trabajando en mi cocina, ¿podré trasladarme aquí?
—Claro que sí. Emma y Macarena, habéis sido vosotras quienes queríais conocer la historia de Paula. A fregar platos. Voy a dar un paseo por el jardín antes de que empiecen los martillazos.
Carla salió con Paula.
—Lo que cuenta es que seas feliz. Cuando vuelvas a sentirte rara conmigo, recuerda que en lo que respecta a Pedro y a ti, me encanta veros felices.
—Lo procuraré. Dímelo si ves que voy a fastidiarlo, ¿vale?
—Descuida. —En ese momento sonó el teléfono de Carla—. El timbrazo que inaugura la jornada. Nos vemos luego. Buenos días, Sarah, ¿cómo está la novia hoy?
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