sábado, 18 de marzo de 2017
CAPITULO 30 (TERCER HISTORIA)
Ojalá hubiera tenido a mano una linterna pequeña; y un cepillo de dientes también. Tantear en la oscuridad a la mañana siguiente no facilitaba las cosas. Por lo menos había encontrado el sujetador y un zapato; y cuando palpó la banda elástica de sus bragas, soltó una exclamación de pura satisfacción.
El sujetador, un zapato y las bragas. Tendría que marcharse solo con eso. El bolso estaría abajo, donde lo había dejado.
Dentro había unas pastillas mentoladas y dinero para tomar un taxi.
Habría asesinado a alguien por conseguir un café. Habría mutilado a quien fuese por oler el aroma del café.
Siguió examinando el suelo a cuatro patas y exclamó mentalmente «¡Ajá!» cuando tropezó con el zapato que le faltaba.
—¿Qué haces ahí debajo?
—Lo siento —respondió ella poniéndose en cuclillas—. Estoy buscando la ropa. Ya te dije que tenía que levantarme temprano.
—¿Tanto? Si aún no son las cinco…
—Es el horario que seguimos las reposteras. Mira, si enciendes la luz unos treinta segundos, buscaré la ropa que me falta y me largaré para que puedas volver a dormirte.
—No has venido en coche.
—Pediré un taxi desde abajo. Me falta… —La luz se encendió y Paula parpadeó tapándose los ojos con una mano—. Podías haberme avisado. Espera un segundo.
—Estás muy… interesante.
—Supongo que sí. —Lo daba por supuesto. Desnuda, con el pelo enredado como un nido de pájaros, a cuatro patas y con la ropa interior y los zapatos en la mano.
¿Por qué ese hombre no podía tener el sueño pesado?
—Dame dos segundos. —Paula localizó la blusa y se preguntó cuál sería la posición menos digna para ir a buscarla: gatear o caminar erguida. Decidió que gatear era más ridículo.
El hecho de andar desnuda no le importaba. Pedro ya la había visto sin ropa, aunque no por la mañana. En sus peores momentos, cuando ni siquiera se parecía a ella misma, no la había visto jamás.
Deseó que dejara de sonreírle de esa manera.
—Duérmete, Pedro.
Paula iba a levantarse para ir a buscar la blusa cuando Pedro tiró de ella para que volviera a la cama y los zapatos salieron volando por los aires.
—Pedro, tengo que marcharme.
—No tardaremos mucho —respondió el joven poniéndose encima de ella y dejándole bien claro que su melena revuelta no lo desanimaba.
La levantó por las caderas y la penetró. Paula supo que no era el café lo que más le convenía de buena mañana.
—Creo que puedo quedarme un par de minutos.
Pedro soltó una carcajada y hundió el rostro en el hueco de su hombro.
Paula se entregó a la subida, primero despacio, con suavidad, dulzura, y luego con el pulso acelerado, entre suspiros de abandono. Sintió calidez y laxitud al notar que ese hombre llenaba su interior, en mente y cuerpo.
La bajada, tan placentera como la subida, le hizo desear acurrucarse junto a él y volver a dormirse.
—Buenos días —murmuró Pedro.
—Mmm. Iba a decir que siento haberte despertado, pero en realidad no lo siento.
—Yo tampoco. Supongo que será mejor que encontremos tu ropa y te lleve a casa.
—Tomaré un taxi.
—Ni hablar.
—No seas tonto. ¿Para qué vas a levantarte, a vestirte y a coger el coche para acompañarme cuando lo único que tengo que hacer es llamar a un taxi?
—Porque has dormido en mi cama.
—Bienvenido al siglo veintiuno, sir Galahad. Llegué por mi propio pie, así que puedo…
—Mira, es un mal momento para discutir. —Pedro se apoyó sobre los codos y la observó—. Dentro de diez minutos te daré otra razón que te convencerá de que no tienes que tomar un taxi.
—Eres muy optimista valorando tu tiempo de recuperación.
—¿Quieres comprobar si miento?
—Deja que me levante. Ya que te muestras tan caballeroso, ¿por qué no me consigues un cepillo de dientes?
—Hecho. Incluso podemos llevarnos un par de tazas de café.
—Por un café, dejo que me lleves a donde quieras.
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