viernes, 17 de marzo de 2017
CAPITULO 29 (TERCER HISTORIA)
Pedro lanzó las llaves a un cuenco que a tal efecto tenía en el vestidor, puso el móvil a cargar y decidió que nadaría un poco antes de acostarse. Necesitaba practicar una actividad física que le hiciera olvidar su frustración sexual para poder conciliar el sueño. Se quitó la camisa y los zapatos y fue a la cocina a buscar un botellín de agua.
Esa espera era lo más indicado. Paula ocupaba un lugar demasiado importante, y complejo, en su vida para forzar la situación.
No era tan solo una mujer interesante y atractiva. Era Paula.
Una Paula Chaves dura y divertida, lista y tenaz. Tenía muchas de las cualidades que más admiraba en el sexo femenino, y todas ellas arropadas por un cuerpo impresionante.
Durante todos esos años había considerado que ese cuerpo estaba fuera de su alcance, y ahora que ella… que él… que los dos se habían saltado las prohibiciones, la deseaba más de lo que nunca hubiera imaginado.
Ese deseo añadía un nuevo aliciente a la espera.
Pedro era partidario de actuar siguiendo sus impulsos, salvo cuando se trataba de alguien tan importante para él como Paula, en todas sus facetas. Despacio y con sensatez, se dijo. Su relación funcionaba, ¿no? En el poco tiempo que hacía que salían juntos, estaban descubriendo facetas el uno del otro que nunca habían abordado en todos aquellos años de amistad.
Se irían juntos de vacaciones, como cada verano… pero con un enfoque radicalmente distinto, bajo una nueva luz. Esta clase de cosas eran las que requerían práctica antes de dar el siguiente paso.
Lo consideraba justo, y sabría estar a la altura.
¿Cuándo terminaría ese mes? No veía el momento.
«A nadar», se ordenó a sí mismo, y en ese instante oyó que alguien aporreaba la puerta principal y que el timbre sonaba con insistencia. Fue corriendo a abrir.
Cuando vio a Paula sin aliento, con los ojos desorbitados y sofocada, notó que el pánico le atenazaba el estómago.
—¿Ha habido un accidente? Carla… —Pedro la agarró para comprobar que no estuviera herida mientras su mente se ponía en marcha—. Llama a una ambulancia, yo iré…
—No, no ha habido ningún accidente. No pasa nada. Todos están bien. —Paula sacudió las manos y procuró respirar hondo—. Te diré lo que pasa. Hoy no cuenta, porque de hecho ya es mañana, o sea que no vale. El primer día tampoco, porque es el primero.
—¿Qué? ¿Estás bien? ¿Dónde están todos? ¿Qué ha pasado?
—Nada. He vuelto. —Paula levantó una mano para tranquilizarlo y se pasó la otra por el pelo—. En realidad es una cuestión matemática, e influye que hoy sea mañana, porque ya es más de medianoche. Así están las cosas. Además, los fines de semana no cuentan. ¿Quién cuenta los fines de semana? Nadie. Cinco días laborables, te lo dirá cualquiera.
Pedro pasó del pánico al asombro.
—¿De qué estás hablando?
—De lo nuestro. Escúchame bien —dijo Paula presionándole el brazo con un dedo—. Tú sígueme.
—Te seguiría si… supiera de qué demonios estás hablando.
—Tú escucha, ¿vale? —Paula empezó a quitarse las sandalias que se había calzado después del partido, pero se detuvo—. La cosa funciona de la siguiente manera: quitas el primer día y el día de hoy, y también los fines de semana. Eso hace un total de diez días, que en realidad mucha gente consideraría que son dos semanas. —Paula hablaba por los codos sin dejar de gesticular—. Por otro lado, creo que hay que olvidar el concepto de darnos un plazo de treinta días cuando en realidad te referías a un mes. Eso son cuatro semanas. Veintiocho días… que son siete por cuatro. Son matemáticas básicas. Si quitas las dos semanas que no cuentan a causa de los fines de semana y de lo demás, en realidad la fecha ya ha pasado.
—La fecha de… Ah. —Pedro respiró aliviado al comprender su razonamiento, y sintió una oleada de alegría y gratitud—. Ajá, pero no estoy seguro de haberlo entendido bien. ¿Puedes volver a explicármelo?
—No. Solo es un cálculo. Créeme. Por eso he venido, porque la fecha ya ha pasado.
—Y no puede ser, ¿verdad?
—Así son las matemáticas. Ahora viene la elección tipo test: A, me llevas a casa; B, llamo un taxi; C, me quedo.
—Déjame pensar… Ya está. —Pedro la asió con fuerza y la besó en los labios.
—Respuesta correcta. —De un salto, Paula se colgó de su cintura—. Y acertada. Luego me agradeces que haya estudiado tan bien la situación. —Paula lo besó apasionadamente—. Pero ahora creo que me he vuelto loca, y más vale que tú estés loco también.
—Estaba pensando en ti y en lo mucho que te deseaba. —Pedro subió la escalera—. No podía quitarme tu imagen de la cabeza. Agradezco en el alma la norma de los cinco días laborales.
—La industria manda —logró pronunciar Paula mientras el latido de su corazón amortiguaba el sonido de sus palabras—. Hemos dado demasiada importancia a nuestro pacto. Al sexo. No puedo ordenar mis ideas cuando estoy obsesionada, y no me quito de la cabeza que quiero estar contigo. Me paso el día imaginando esta situación, y yo no quiero imaginar. Quiero que pase. Hablo demasiado, ¿lo ves? Estoy chalada.
—Que pase entonces.
Cuando Pedro se tumbó en la cama con ella, Paula le rodeó la cintura con las piernas mientras le acariciaba la espalda.
Paula sintió las primeras punzadas de deseo cuando sus labios volvieron a encontrarse. La pasión encendió su cuerpo apoderándose de ella con tanta rapidez e intensidad que apenas podía respirar. Había esperado demasiado, pensó; la imaginación y el deseo la habían desbordado.
Paula se asió a las caderas de Pedro y se estremeció al sentir los suaves mordiscos de Pedro por todo el cuello, que despertaron docenas de sensaciones a la vez. Intentó alcanzar el botón de sus tejanos, pero Pedro la tomó por las muñecas y acarició con los pulgares su pulso alterado.
—No tan deprisa…
—Llevo siglos esperando.
—Entonces podrás esperar un poco más. —Pedro se retiró y empezó a desabrocharle la blusa a la luz de la luna—. Nunca he podido mirarte como voy a hacerlo ahora. Quiero disfrutar de la vista, del tacto, del sabor…
Pedro le abrió la blusa y recorrió su piel con la yema de los dedos. Tocarla fue como juntar las piezas de un rompecabezas y admirar por primera vez su belleza y complejidad. Los ángulos de su rostro y las curvas de su cuerpo, listos para ser explorados.
Cuando Paula lo abrazó, él la incorporó para quitarle la blusa y poder saborear la tersa piel de sus firmes hombros. Le soltó el sujetador, y al bajarle los tirantes oyó un suave jadeo. Del gozó del contacto de aquella piel sedosa y Paula echó la cabeza hacia atrás invitándolo a besarla.
Despacio, ardientes de pasión, besándose mientras Pedro volvía a recostarla para contemplar aquellos intrépidos ojos azules y rozarle los pechos. Paula se estremeció y su reacción desencadenó un fuerte deseo en el vientre de Pedro.
—Déjame a mí —murmuró Pedro y le besó el pecho.
El placer abrasó la piel de Paula y recorrió su cuerpo mientras se rendía a sus manos, a sus besos. Pedro la deseaba, y la exploró centímetro a centímetro, excitándola, torturándola, explorando su vulnerabilidad, sus deseos, como si conociera sus secretos.
—He deseado tanto que pasara esto. Te he deseado tanto… —murmuró Paula.
—Ahora lo tenemos. Nos tenemos el uno al otro.
Pedro le bajó los tejanos y recorrió su vientre y los muslos con los labios. El tiempo se dilató, se volvió eterno, y luego se detuvo.
Justo ahora, pensó ella. En este momento.
Fue como si toda ella se abriera para él y todo en ella fuera calor y entrega. Despacio, se ordenó Pedro, aunque su deseo empezó a mostrarse latente en su cuerpo, y con las manos la guió hasta el clímax.
Contempló cómo el placer convertía sus ojos en dos cristales azules, y saboreó sus gemidos uniendo sus labios.
Cuando sus miradas volvieron a cruzarse, Pedro se quitó la ropa, la penetró y permaneció dentro de ella mientras sus cuerpos temblaban.
Paula pronunció su nombre en un único y largo suspiro, y se alzó para acogerlo.
No más preguntas, tan solo respuestas, una maravillosa respuesta con cada movimiento. Al fin… al fin, pensó Paula, y se abandonó.
Luego siguió acostada bajo su cuerpo, cansada y feliz, sonriendo, abrazada a Pedro, notando los latidos de sus corazones al unísono.
Paula había permitido que Pedro guiara todos sus movimientos, y Pedro había terminado tan agotado y satisfecho como ella. Paula le acarició la espalda y sus tersas nalgas, por el simple placer de hacerlo.
—Esto ha sido idea mía.
Pedro consiguió articular unas risas y se acostó de lado junto a ella.
—Sí, has tenido una idea brillante.
—Si nos basamos en las matemáticas y en mis fórmulas, en realidad no hemos perdido la apuesta.
—Creo que, dadas las circunstancias, no importa perder. Los dos ganamos de todos modos.
Paula se sentía tan feliz que poco le faltó para ponerse a pintar corazoncitos rosas y unos azulejos piando.
—Supongo que tienes razón —reconoció, dejando escapar un suspiro de satisfacción—. Mañana tengo que levantarme muy temprano.
—Muy bien —respondió él, pero la rodeó con el brazo impidiéndole ir a ninguna parte.
Paula le mostró la mejilla para que le diera un último beso.
—¿Valía la pena esperar?
—Por supuesto.
Cerró los ojos y se quedó dormida en sus brazos.
CAPITULO 28 (TERCER HISTORIA)
Cargar de nuevo las cosas en el automóvil desencadenó la misma tensión del principio. Terminada la tarea, Carla los guió hasta un bar de copas de la zona. Antes de entrar le entregó a Sebastian las llaves del coche.
—Pedro invita a la primera ronda —anunció.
—¿Yo?
—Sí, y el conductor que acabamos de asignar no sacará la cartera en este local —afirmó Carla. En ese momento llegó Martin—. Vale más que cojamos un par de mesas.
Juntaron dos mesas y se acomodaron. Tras pedir la primera ronda, las mujeres fueron en grupo al baño.
—¿Qué creéis que hacen ahí dentro? —se preguntó Martin.
—Hablan de nosotros —dijo Jeronimo— y montan la estrategia.
—Aprovechando que estamos solos —intervino Pedro—, quiero decirte que Carla ha montado la escena de antes porque estaba enfadada conmigo.
Martin le sonrió con naturalidad.
—Me parece muy bien. Hazla rabiar otra vez.
—Muy gracioso. Mira, te llamé sin consultárselo y lo ha interpretado mal.
Martin, divertido por la situación, echó la silla hacia atrás y recostó el brazo en el respaldo.
—¿Ah, sí? ¿Qué es lo que ha interpretado mal?
—Ha creído que intentaba emparejaros.
—¿Tu hermana no encuentra tíos para salir?
—No es eso.
—Entonces no te preocupes.
La banda se puso a tocar en el momento en que les servían las copas, y entonces aparecieron las mujeres.
—¡Bailemos! Vamos, Jeronimo. —Emma lo tomó de la mano y tiró de él.
—Acaban de traernos la cerveza.
—Primero bailemos. Deja la cerveza para luego.
—Bien pensado. —Pedro se levantó y sacó a bailar a Paula—. Hacía tiempo que tú y yo no bailábamos.
—A ver cómo te portas.
—Vamos, Sebastian.
—Soy pésimo bailando —le recordó el joven a Maca.
—Tendrás que bailar en la boda. Vale más que practiques.
—Visto así…
Martin esperó unos segundos, y luego se levantó y tendió la mano a Carla.
—No hace falta que…
—Sabes bailar, ¿no?
—Claro que sé bailar, pero…
—¿Te da miedo bailar conmigo?
—¡Qué ridiculez! —Carla se levantó molesta—. ¡Ni que me hubieras pedido para salir! Oye, siento mucho lo de antes, estaba…
—Furiosa con Pedro. Lo comprendo. Tomemos una copa y bailemos. No pasa nada.
La música era trepidante, rápida. Martin le hizo dar un giro inesperado, la atrajo hacia sí y empezó a moverse.
Ese hombre tenía ritmo, y Carla tardó solo un minuto en acoplarse a sus pasos y a su velocidad. Tuvo que admitir que había vuelto a pillarla desprevenida.
—Veo que has ido a clases de baile —comentó ella.
—No, pero comprendí que bailar sirve para ligar con las mujeres —sentenció Martin haciéndola girar de nuevo y estrechándola contra él hasta que sus cuerpos encajaron—. También me sirvió en el trabajo. Las escenas de luchas son coreografías, y yo trabajé de extra muchas veces.
—Trabajo y mujeres.
—Sí, la vida es mejor si tienes ambas cosas.
Cerca de ellos Paula chasqueó los dedos ante los ojos de Pedro.
—Basta. Los estás mirando fijamente.
—Solo… comprobaba una cosa.
—Mírame. —Paula le apuntó a los ojos con los dedos.
Pedro la asió por las caderas y se acercó a ella.
—Estabas demasiado lejos.
—Sí. —Paula lo asió por la nuca y balanceó las caderas—. ¿Qué tal ahora?
—Mucho mejor. —Pedro reclamó sus labios—. Y ahora más, pero esto me está matando.
—Tómalo —dijo Paula rozando su labio con los dientes—. O tómame a mí.
—Soy hombre muerto. Ven, sentémonos.
Paula recordó la última vez que había ido a un bar de copas con sus amigas. Ninguna de las cuatro tenía una relación estable y una noche fueron a bailar a un local de moda en Nueva York. Cuántas cosas podían cambiar en unos meses, pensó.
Ahora eran ocho en lugar de cuatro. Tenían que apretujarse para caber en las dos mesas y gritaban para hacerse entender por encima de una música ensordecedora. De vez en cuando Pedro le acariciaba el pelo o la espalda. No imaginaba lo que ese contacto distraído suscitaba en su cuerpo.
Paula tuvo ganas de acurrucarse en sus brazos y ronronear, o arrastrarlo hasta la furgoneta para quedarse con él a solas.
Era lamentable lo mucho que sufría, lo mucho que Pedro podía darle con un simple gesto.
Si él supiera que estaba locamente enamorada… sería muy amable con ella, y eso la mataría.
Era muchísimo mejor ir despacio, con calma, como había propuesto él al principio. Quizá consiguiera calmar sus sentimientos, quizá pudieran encontrar un punto intermedio para que no le doliera tanto el corazón.
Pedro la miró y sonrió. Paula notó el latido de su sangre.
Todo cambiaría, pensó la joven, pero el deseo seguiría igual.
Alrededor de la medianoche se amontonaron en la furgoneta y Sebastian se puso al volante. Paula escuchaba el murmullo de las voces de sus amigos y los últimos sonidos de la jornada. Sin embargo, la luna y las estrellas seguían luciendo en el firmamento. Quedaba toda la noche por delante.
—Mañana tengo que cenar con un cliente —le dijo Pedro—, y luego, partida de póquer. Piénsate un lugar adonde ir la próxima vez.
—Muy bien.
—Con suerte me echarás de menos.
—Puede que sí.
Cuando Sebastian tomó el desvío de la casa de Pedro, este se despidió de Paula con un beso.
—Propóntelo al menos. —Hizo ademán de salir del vehículo, pero antes tocó a Carla en el hombro—. Ya no estás enfadada, ¿verdad?
Su hermana lo miró con frialdad.
—Si no estoy enfadada es porque hemos ganado el partido y Martin ha resultado ser un buen bailarín. Vuelve a intentarlo y saldrás herido.
—Te lo has pasado bien —concluyó Pedro besándola en la mejilla—. Gracias por el trayecto. Hasta pronto. A vosotros, tíos, hasta mañana. Noche de póquer.
Salió de la furgoneta, los saludó con la mano y se encaminó hacia la puerta de su casa.
Paula estuvo luchando consigo misma durante casi medio kilómetro.
—¡Para, para! Detente a un lado.
—¿Te encuentras mal, cielo? —preguntó Emma incorporándose y volviéndose hacia atrás.
—No, no, es que… ¡Qué estupidez! ¡Esto es una estupidez…! —Paula abrió la portezuela con ímpetu—. A la mierda la apuesta. Voy a casa de Pedro. Marchaos.
Ignoró los gritos de alegría y dio un portazo al salir.
—Espera —dijo Sebastian asomándose por la ventanilla—. Te acercaré porque…
—No, gracias. Marchaos.
Paula se dio la vuelta y echó a correr.
CAPITULO 27 (TERCER HISTORIA)
Al cabo de quince minutos Paula decidió que entre los dos conocían a demasiada gente. Quisieron pasear por el parque, y el paseo consistió en ir saludando y soportando la curiosidad indiscreta de los que por primera vez los veían como pareja. Los rumores eran persistentes como el zumbido de un mosquito.
—Al menos la señora Babcock lo ha preguntado directamente —comentó Paula mientras daban media vuelta para desandar el camino.
—¿El qué? —dijo Pedro mirándola fijamente.
—«¿Qué pasa entre estos dos? ¿Salen juntos? ¿Se acuestan? ¿Qué hace Pedro Alfonso con Paula Chaves? ¿Desde cuándo están juntos? ¿Van en serio?» Tengo la sensación de que debería haber tenido redactado una declaración de objetivos.
—A la gente le gusta meter baza en la vida de los demás, sobre todo cuando existe la posibilidad de destapar un escándalo o parece que hay sexo de por medio.
—Noto miraditas a mi espalda. —Paula movió los hombros como si quisiera sacudírselas de encima—. ¿A ti no te molesta?
—¿Por qué? De hecho pienso que es mejor darles algo de que hablar. —Pedro la tomó al vuelo y le dio un beso apasionado—. Ya está. La respuesta a sus preguntas. Vayamos a comer esa ensalada de patata.
A él le resultaba sencillo porque trataba a la gente con naturalidad, pensó Paula. Además, era Pedro Alfonso, de los Alfonso de Connecticut, y eso significaba mucho en Greenwich. A Paula no le importaba, y sospechaba que él solo recurría a su nombre cuando era estrictamente necesario. Sin embargo, era un dato relevante para los demás.
Pedro no solo tenía nombre, sino posición social y económica. En su primera salida en público como pareja, Paula tomó conciencia de que el papel de Pedro implicaba otras facetas aparte de la de amigo de infancia y amante potencial.
Sexo y escándalo, pensó. Bien, en su familia había habido bastante de eso. Dedujo que la gente le echaría en cara el pasado y que sería la comidilla de las fiestas y los clubes de tenis. Todos se dedicarían a especular sobre los motivos que la habían llevado a fijarse en Pedro. Pero le daba igual. No permitiría que los cotilleos le afectaran. A menos que eso influyera en él o en Carla.
—Le estás dando a la mollera —dijo Maca acercándose para darle un codazo cariñoso—. No está permitido comerse el coco en un día de fiesta nacional.
—No pensaba nada… —Aunque aprovechando la ocasión…—. ¿Alguna vez te has preguntado qué hacemos aquí tú y yo?
Maca tenía los dedos pringados de glaseado y se los lamió.
—¿Es un pensamiento zen?
—No, eso sí sería darle a la mollera. Hablo de ti y de mí en concreto, de las dos niñas que fueron a la escuela pública y vivieron una infancia accidentada con una familia de pena.
—Mi infancia fue más turbulenta que la tuya.
—En eso me ganaste.
—Sí… —Maca se quedó observando su vaso de limonada—. Hablando de baches en el camino, Lourdes regresó ayer.
—No nos habías dicho nada.
Maca se encogió de hombros.
—Ese tema ya no me preocupa. Vive en Nueva York con su nuevo marido y sigue martirizándome, aunque a una distancia prudente.
—Esperemos que siga así.
—Me da igual, porque el premio gordo lo tengo en casa —dijo Maca mirando a Sebastian, que estaba hablando con un par de alumnos que había encontrado entre el gentío.
—Sebastian es fantástico —comentó Paula—. ¿Tuvimos algún profesor tan mono como él?
—El señor Zimmerman, que nos dio Historia de Estados Unidos. Era monísimo.
—Ah, sí. El profe Zim. Muy mono pero gay.
Con los ojos verdes abiertos como platos, Maca bajó el vaso de limonada.
—¿Era gay?
—Por supuesto. Debías de estudiar en la academia cuando saltó la noticia.
—Me perdí muchas cosas buenas de tanto ir arriba y abajo. En fin, gay o hetero, fue el protagonista de mis sueños adolescentes. Por el profe Zim.
—Por el profe Zim —repitió Paula entrechocando su lata con el vaso de Maca.
—Bueno —concluyó Maca retomando la palabra—, hablabas de ti y de mí.
—Prefiero hablar de Emma. Nació en una familia estructurada. Aunque son muchos, son firmes como una roca. Eso es un privilegio. Luego viene Carla. Los Alfonso son el no va más de Greenwich. A continuación estás tú, que con una madre loca y un padre irresponsable nunca sabías por dónde andabas. Y por último yo, con un padre que se mete en problemas con Hacienda y se lía con una amante. Mi familia se arruina y todos dejan de hablarse. Conservamos la casa por los pelos, y a mi madre le sienta peor tener que despedir al servicio que enterarse de la existencia de una amante. ¡Qué época más extraña!
Maca le dio un codazo en el brazo en señal de solidaridad.
—Eso está superado.
—Es cierto, y aquí estamos. Pensaba que no lo conseguiría, sobre todo mirando el pasado. Me sentía avergonzada, y estaba confusa y furiosa. Imaginaba que me largaría al cumplir los dieciocho.
—Estudiaste en Nueva York y te buscaste la vida. Fue tan divertido… sobre todo para mí. Tener una amiga con piso en Nueva York… joven, soltera y con su sueldecillo… Lo pasamos muy bien, cuando no nos deslomábamos a trabajar.
Paula encogió las piernas y apoyó la mejilla en ellas. Seguía mirando fijamente a Maca.
—Tú y yo siempre hemos tenido que trabajar. No quiero decir que Emma y Carla se tumbaran al fresco, pero…
—Tenían un colchón —terció Maca asintiendo—. Tú y yo, no. Pero las teníamos a ellas.
—Es verdad. Ellas fueron nuestro colchón.
—Por eso tampoco me preocupa tanto. Aquí estamos, y eso es lo que cuenta. Mira, veo un bonito premio por ahí, y dedicado a ti.
Paula levantó la cabeza y se quedó mirando a Pedro.
—No lo he reclamado aún.
—Sé que hay dinero en juego, Chaves, pero he de preguntártelo: ¿cómo te explicas que aún no lo hayáis hecho?
—No me lo explico.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)