jueves, 23 de marzo de 2017

CAPITULO 47 (TERCER HISTORIA)





La intención de Paula había sido provocarlo un poco, tentarlo con juegos preliminares para continuar luego en el dormitorio. Sin embargo, ahora se encontraba junto al estanque, desnuda, atónita y agotada, oyendo el croar de la rana a modo de aprobación.


Acababa de practicar sexo salvaje con Pedro al aire libre, en el mismo estanque donde solían jugar de pequeños.


No estaba muy segura de si la escena le resultaba monstruosa o perfecta.


—¿Qué decías de la segunda base? —preguntó él acariciándole la espalda y los glúteos—. Cariño, esto ha sido un Grand Slam.


Paula no pudo evitar reírse, aunque le salió una risa espasmódica.


—Por Dios, Pedro… Estamos desnudos y sudorosos. ¿Y si Maca y Sebastian, o Emma y Jeronimo, hubieran decidido dar una vuelta y acercarse al estanque?


—No lo han decidido.


—Pero ¿y si…?


—No lo han hecho —insistió Pedro con un tono de voz tan perezoso como la mano que seguía acariciándola—. Además, te habrían oído gritar como una loca desde lejos antes de llegar a ver nada, y se habrían desviado en señal de educación, suspirando de envidia.


—Yo no he gritado como una loca.


—Sí has gritado. Has gritado como en una película porno. Un nuevo campo profesional se abre ante ti.


—De ninguna manera, jo…


Pedro se puso encima de ella y le mordisqueó los pechos. 


Paula no pudo evitar gemir y ahogar un grito.


—¿Lo has oído ahora? El que gritaba no era yo.


Pedro solo la había rozado, y Paula no tardó en recuperar el aliento.


—Muy bien. Es bueno saber que si Votos quiebra podré ganarme la vida gritando como una actriz porno.


—Ha nacido una estrella.


—Quizá tendrías que amordazarme. —Cuando Pedro levantó la cabeza y sonrió, sintió que volvía a acalorarse—. No hablaba en serio, de verdad.


—Podríamos estudiar esa opción. —Pedro volvió a acurrucarse en ella, pero la libró del peso de su cuerpo—. Si se nos hubiera ocurrido traer una tienda podríamos pasar aquí la noche.


La idea arrancó un suspiro irónico a Paula.


—¿Cuándo fue la última vez que saliste de acampada?


—Creo que tenía doce años.


—No es tu estilo, y el mío tampoco. Me parece que tendremos que vestirnos y volver a casa.


—Estamos desnudos y sudados, pero eso puede arreglarse. 
—Montando encima de ella, la obligó a rodar.


Paula comprendió demasiado tarde, tan solo un instante antes del impacto, lo que Pedro tenía en mente.


—¡No, Pedro! No puedes…


Cayeron al agua fría del estanque con los cuerpos entrelazados. Ella tragó un poco de agua, se zafó y subió a la superficie escupiendo. Pedro reía como un loco.


—¡Mierda, oh, mierda! ¡Estás loco de atar! Ahí dentro hay ranas, y peces… ¡Ay, un pez! —exclamó al notar un roce en la pierna. Tuvo el instinto de nadar hacia la orilla, pero él la agarró.


—El agua está buenísima.


—Aquí hay peces —insistió ella dándole un empujón—, y ranas.


—Y estamos tú y yo. Me baño desnudo en el estanque con Paula Chaves, y su cuerpo resbala… ¡Uau! —exclamó al deslizar una mano entre sus piernas y tocarla.


Pedro… —Paula se quedó sin aliento, y se abrazó a él—. Nos ahogaremos.


—Ahora lo veremos.


No se ahogaron, pero Paula apenas logró reunir fuerzas para salir del agua y dejarse caer sobre la hierba jadeando.


—Nunca, y oye bien lo que te digo, nunca vimos nada parecido con los prismáticos.


Pedro se echó hacia atrás de la sorpresa.


—¿Teníais unos prismáticos?


—Claro. No podíamos acercarnos tanto, y si queríamos ver algo, había que usar prismáticos. La rana no los necesita. Ya ha visto demasiado.


—Tendrá que guardarnos el secreto si quiere conservar las dos ancas.


Paula consiguió volver la cabeza y su mirada se cruzó con la de Pedro.


—Ahora estamos desnudos y mojados.


—Pero contentos.


Ella sonrió.


—No te lo discuto. ¿Cómo vamos a entrar en casa?


—Soy un Alfonso. Y un Alfonso siempre tiene un plan.


Al final ella se puso su camisa y él, los pantalones. El resto de la ropa la llevaron en brazos. Empapados e intentando controlar la risa, se escabulleron por la puerta lateral y subieron corriendo a la habitación.


—Lo hemos conseguido —dijo ella cerrando la puerta y deshaciéndose del montón de ropa—. Me estoy helando. Necesito una ducha caliente.


—Sí, no me extraña. Tienes toda la pinta de haber echado un polvo en el estanque.


Le pasó el brazo por el hombro para reconfortarla y fueron a ducharse.


Pedro, recuérdame que haga una tanda extra de ejercicio la próxima vez que te prepare la cena.


Paula durmió como si estuviera en coma, y recobró la conciencia, grogui y desorientada, cuando sonó la alarma del despertador.


—No puede ser. No me digas que es por la mañana. —Abrió un ojo y vio la hora que marcaba el reloj. Apagó la alarma con un manotazo de resignación.


Pedro, a su lado, se puso a murmurar e intentó retenerla.


—Tengo que levantarme. Duérmete. No te muevas de la cama.


—Buena idea —respondió él dándose la vuelta.


Paula torció el gesto, se levantó y se vistió a oscuras.


Bajó a su cocina, encendió la cafetera y tomó una taza de café, solo y muy caliente, mientras repasaba la agenda del día. Fue como si estuviera leyendo en griego.


Para aclararse las ideas se sirvió una segunda taza, le añadió una generosa cucharada de azúcar, cogió la caja de metal donde guardaba los bollos y sacó uno. Se llevó el café y el bollo fuera, al aire libre, para disfrutar de lo que sin duda era el mejor momento del día para ella: antes del alba, cuando la luz pugnaba por vencer a la oscuridad, cuando todo permanecía inmóvil y el mundo, el mejor lugar del mundo, le pertenecía.


Quizá estuviera cansada, y un par de horas más de sueño habrían sido una bendición, pero era difícil superar esa vista, la sensación de ser testigo del despertar callado de la mañana.


Se tomó el bollo y se bebió el café. Contemplando el cielo rosicler que despuntaba por el este, notó que su cerebro se ponía en marcha.


Escrutó el horizonte, paseó la mirada por los prados y la posó en cada uno de los detalles del jardín, en las terrazas y la pérgola que Emma y su equipo pronto empezarían a adornar.


Vio el juego de luces que el día reflejaba en el agua del estanque, y la incipiente sombra del sauce llorón nadando en ella.


Pensó en la noche anterior, en Pedro, dormido en su cama, y sonrió.


Iba a ser un día precioso.







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