domingo, 19 de febrero de 2017
PROLOGO (SEGUNDA HISTORIA)
El amor, en opinión de Paula, hacía que ser mujer fuera algo especial. El amor volvía hermosas a las mujeres, y a los
hombres los convertía en príncipes. Una mujer que sintiera amor vivía con la grandeza de una reina, porque su corazón era como un tesoro.
Flores, velas encendidas, largos paseos a la luz de la luna en un jardín privado... la idea misma le arrancaba un suspiro. Mejor bailar a la luz de la luna en un jardín privado... eso, en
su escala de valores, era la culminación de lo romántico.
No le costaba imaginarlo: el aroma de las rosas en verano, la música colándose por las ventanas abiertas de una sala de baile, el modo en que la luz plateaba el perfil de los objetos,
como en las películas... La manera en que le latiría el corazón (la misma en que le latía entonces al imaginarlo).
Anhelaba bailar a la luz de la luna en un jardín privado.
Tenía once años.
Veía tan claro cómo tendría que ser esa escena (cómo sería), que se la describió, con todo detalle, a sus mejores amigas.
Las noches en que se reunían todas para dormir en casa de alguna de las cuatro hablaban sin cesar durante horas de esto y de aquello, escuchaban música o veían películas.
Tenían permiso para estar levantadas el tiempo que quisieran, incluso para pasar despiertas la noche entera.
Aunque ninguna de ellas lo había conseguido. Todavía.
Cuando dormían en casa de Carla, les dejaban quedarse a jugar en la terraza de su dormitorio hasta medianoche, si el tiempo lo permitía. Le encantaba estar en esa terraza en
primavera, la mejor época del año para salir, y desde allí oler los jardines de la propiedad de los Brown y sentir la fragancia de la hierba si el jardinero había segado ese día.
La señora Grady, el ama de llaves, solía traerles leche y galletas. O a veces magdalenas. Y la señora Brown se asomaba de vez en cuando para ver qué se traían entre
manos.
Casi siempre, sin embargo, estaban las cuatro solas.
—Cuando sea una ejecutiva famosa y viva en Nueva York, no tendré tiempo para el amor. —Laura, con su pelo rubio claro veteado de verde tras un tratamiento casero de
acondicionador mezclado con polvos de saborizante artificial Kool-Aid de sabor a limalimón, daba un toque moderno a los cabellos rojo intenso de Macarena.
—Pero hay que vivir el amor —insistió Paula.
—Ni hablar. —Laura, con la lengua asomando entre los dientes, convertía un mechón del cabello de Maca en una larga y fina trencita—. Yo seré como mi tía Jennifer, que
le cuenta a mi madre que no tiene tiempo de casarse y que no necesita a ningún hombre para sentirse realizada y todo eso. Vive en el Upper East Side y va a fiestas con Madonna.
Papá dice que es una rompepelotas. Pues bien, yo también seré una rompepelotas e iré a fiestas con Madonna.
—Como si lo viera —espetó Maca con sorna. El breve tirón que notó en la trencita le arrancó unas risas—. Bailar es divertido, y supongo que el amor está muy bien si no te vuelve imbécil. Mi madre solo piensa en el amor, y en el dinero, claro. En las dos cosas, supongo. Es como si siempre quisiera tener amor y dinero a la vez.
—Ese no es amor de verdad —le aclaró Paula dándole una palmadita cariñosa en la pierna—. Creo que el amor es cuando dos personas están pendientes la una de la otra
porque se han enamorado. Ojalá fuéramos mayores y pudiéramos enamorarnos. — Suspiró abiertamente—. Creo que tiene que ser sensacional.
—Tenemos que besar a un chico para averiguar de qué va la cosa.
Todas se quedaron mirando a Carla, que, echada boca abajo sobre la cama, observaba a sus amigas jugando a peinarse.
—Tenemos que elegir a un chico y conseguir que nos dé un beso. Estamos a punto de cumplir los doce. Hay que probar
para saber si nos gustará o no.
Laura entrecerró los ojos.
—¿Como en un experimento?
—Pero ¿a quién le vamos a dar un beso? —se preguntó Paula.
—Haremos una lista. —Carla rodó por la cama para tomar la libreta nueva que estaba encima de la mesilla de noche. En la tapa había un dibujo de un par de zapatos rosas abiertos por la puntera—. Escribiremos el nombre de todos los chicos que conocemos y luego los nombres de los que pensamos que vale la pena darles un beso. Y diremos el porqué.
—No suena nada romántico.
Carla le dedicó una breve sonrisa a Paula.— Por algo hay que empezar, y las listas siempre ayudan. Bueno, los familiares no nos servirán. Me refiero a Dani —precisó Carla
aludiendo a su hermano—, o a los hermanos de Paula, que, por otro lado, son demasiado mayores. —Abrió la libreta y buscó una página en blanco—. A ver...
—A veces te meten la lengua en la boca.
La frase de Maca les arrancó chillidos, bromas y más risas.
Carla se levantó de la cama y fue a sentarse en el suelo, junto a Paula.
—Bien, cuando hayamos hecho la lista principal, podemos dividirla. Sí y No. Luego elegimos un nombre de la lista del Sí. Si conseguimos que el chico nos bese, tenemos que contarles a las demás cómo ha ido. Y si nos mete la lengua en la boca, las otras también tendrán que saberlo.
—¿Y si elegimos uno que no quiere besarnos?
—¿Qué dices, Pau? —Laura, terminando ya la última trencita, hizo un gesto de incredulidad—. Cualquier chico va a querer darte un beso. Eres muy guapa y hablas con ellos como si fueran normales. Hay chicas que parecen estúpidas cuando andan chicos cerca, pero tú no. Además, te están creciendo los pechos.
—A los chicos les gustan los pechos — informó Maca en plan entendida—. En fin, si no te da un beso, se lo das tú. No creo que sea para tanto.
Paula pensó que lo era, o al menos debería serlo.
De todos modos, escribieron la lista, y solo eso ya les hizo reír. Laura y Maca representaron qué táctica seguirían algunos de aquellos chicos para conseguir un beso y todas
terminaron rodando por el suelo muertas de risa, hasta que el señor Fish, el gato, se fue indignado del dormitorio para ir a aovillarse a la salita de Carla.
Carla camufló la libreta cuando la señora Grady entró con la leche y las galletas.
Más tarde, la idea de interpretar a la Banda de las Chicas las tuvo revolviendo en el armario y las cómodas de Carla buscando prendas que les sirvieran para subir al escenario.
Se quedaron dormidas en el suelo, sobre la cama. Aovilladas, despatarradas.
Paula se despertó antes del amanecer.
La habitación estaba a oscuras, salvo por el resplandor que emitía la lamparilla de noche del dormitorio de Carla y los rayos de luna que se filtraban por los ventanales.
Alguien la había tapado con una manta ligera y le había puesto una almohada debajo.
Siempre había alguien que velaba por ellas cuando las niñas se quedaban allí a pasar la noche.
La luz de la luna la atrajo y, todavía medio dormida, salió a la terraza. Un aire frío, denso con la fragancia de las rosas, le rozó las mejillas.
Contempló los jardines de contornos plateados donde la primavera habitaba en tenues colores y dulces siluetas. Le pareció oír música, casi se vio bailando entre rosas y azaleas, entre peonías que aún conservaban los pétalos y el perfume en su prieta redondez.
Creyó ver la silueta de su pareja, alguien que le hacía girar danzando. El vals, pensó con un suspiro. Tendría que ser un vals, como en los cuentos.
Era eso el amor, pensó Paula cerrando los ojos para respirar el aire de la noche.
Se prometió que un día sabría lo que era.
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