miércoles, 5 de abril de 2017

CAPITULO 33 (CUARTA HISTORIA)





Su madre era de las que tenían la casa limpia, pensó Pedro, por orgullo, costumbre y disposición natural. Pero para la cena de ese domingo se había embargado en una operación de limpieza equivalente a la juerga que podría correrse un borracho con una botella de bourbon Wild Turkey.


La casa era bonita. Cuando empezó a buscarla, había tenido muy en cuenta que fuera a la medida de su madre, que se sintiera cómoda viviendo en ella. Pedro había elegido un buen barrio, de esos en que los vecinos hablan y se ocupan unos de otros. No había querido que fuera demasiado grande para que ella no se sintiera desbordada, o nerviosa, o que fuera tan pequeña que tuviera la sensación de estar encerrada.


Se quedó con un rancho restaurado, con su tradicional fachada de obra vista y un terreno con césped que podrían cuidar fácilmente entre los dos. El garaje contiguo, con un apartamento en la planta superior, había sido un aliciente añadido.


Se querían mucho, incluso se llevaban bien, pero los dos querían vivir solos. De esta manera cada cual tenía su espacio, su intimidad y sus costumbres. No obstante, él estaba pendiente de ella. Y viceversa, como Pedro bien sabía.


Pedro podía rebuscar en la nevera de su madre si le apetecía, tomarse una taza de café por la mañana... o no. Y ella podía presentarse en su apartamento para pedirle que le arreglara algo de la casa o le tirara la basura.


El sistema funcionaba para ambos.


Salvo cuando ella lo volvía loco.


—Mamá, solo es una cena. Comida.


—No me digas lo que es. —Catalina levantó un dedo a modo de advertencia mientras removía la salsa, una vez más, que acompañaría la lasaña, su plato estrella—. ¿Cuándo fue la última vez que trajiste a una mujer a cenar a casa?


—Supongo que nunca, más o menos.


—Exacto. —Cata dejó de apuntarle con el dedo y lo apoyó en él.


—De todos modos, no traigo a una mujer. —Un escalofrío le recorrió la espalda—. Es ella quien viene por su propio pie.


—Debería darte vergüenza.


—Pero ella...


—¡Eh!


Era otra señal, una exclamación que significaba «no te atrevas a llevarme la contraria».


Pedro respiró hondo y cambió de estrategia.


—Huele bien.


—Sabe aún mejor. —Cata le dio a probar una cucharada.


—Sí, es buena —coincidió él tras degustar la salsa.


—Vale más que lo sea. Para mí es importante. Esta chica tiene clase.


—Tú también, mamá.


—Eso por supuesto. Pero ya sabes de lo que estoy hablando. Fue un detalle llamarme para agradecerme que la hubiese invitado. Voy a obsequiarle con una buena cena. —Cata guiñó el ojo—. Con estilo. He preparado unos entrantes muy sofisticados.


—¿Salchichas con hojaldre? —Cuando ella se echó a reír inclinando la cabeza hacia atrás como solía, Pedro la toqueteó—. Me gustan las salchichas con hojaldre.


—Esta noche, no. ¿Estás seguro de que el vino es bueno? —preguntó Catalina señalando dos botellas que había en la encimera, una de las cuales estaba abierta para que se aireara.


—Estoy seguro.


—De eso sabes más tú que yo, con la mala vida que llevaste en Hollywood.


—Sí, pero en aquella época solo bebía vino si me lo servían en el ombligo de una mujer.


—Pues así no hay quien se emborrache —replicó ella, y entonces fue él quien se rió.


Cata se alejó de los fogones y volvió a examinar la cocina.


Un precioso centro de fruta presidía la mesita plegable que estaba bajo la ventana y a la que le gustaba sentarse para tomar el café de la mañana. Un delicado trébol que Pedro le había regalado lucía sus blancas flores en el alféizar que había sobre el fregadero.


Su colección de saleros y pimenteros ocupaba una estantería bajo la que había un banco hecho por Pedro en la clase de marquetería del instituto.


Habrían podido comer directamente del suelo y todas las superficies refulgían.


Catalina asintió satisfecha y extendió los brazos.


—¿Qué tal estoy?


—Tan buena como tu lasaña.


—¿Roja y picante?


Pedro tiró de uno de sus indomables rizos naranja.


—Eso es.


—Voy a montar la lasaña y a meterla en el horno. Mientras tanto, enciende las velas que he puesto por ahí. Y no rompas nada.


—¿Qué quieres que rompa?


Cata lo fulminó con sus ojos verdes.


—Nada, si sabes lo que te conviene.


Resignado, Pedro cogió el encendedor y fue dando vueltas por la casa: el comedor, la pequeña sala de estar e incluso el baño de cortesía. Su madre había dispuesto velas en los lugares más impensables. Probablemente tal como había visto en alguna revista o en la cadena de televisión HGTV a la que era adicta.


Había puesto unas toallas bonitas y unos jabones diminutos en el baño de cortesía, y Pedro sabía por experiencia que le arrancaría la piel si se atrevía a utilizarlos.


Fue a su pequeño estudio, al dormitorio y al baño principal, sobre todo para quitarse de en medio y para que ella no siguiera dándole la lata.


Su madre había hecho de esa casa su propio hogar, pensó. 


Un buen hogar, cómodo. Y, para ser exactos, era el primero que compartían. Los demás lugares habían sido habitaciones o pisos de alquiler. Temporales.


Por consiguiente, si quería pintar las paredes, como había hecho, de un color distinto en cada habitación, si quería jugar con velas y poner sofisticados jabones que nadie podía usar salvo Ion invitados, tenía todo el derecho de hacerlo.


Cuando dedujo que ya se había entretenido lo suficiente, regresó. La llamada de la puerta lo detuvo.


—Ve a cogerle el abrigo —dijo su madre en voz alta—, y cuélgalo en el armario.


—¿Te crees que soy imbécil? —murmuró él.


Abrió la puerta y vio a Paula con una gabardina desabrochada que dejaba a la vista un vestido verde oscuro.


Sostenía un ramo de iris azules y blancos.


—Hola. Supongo que no te ha costado encontrar la casa.


—En absoluto.


—Dame la gabardina.


—¡Qué casa más bonita! —Paula contempló la sala de estar mientras él se hacía cargo de su gabardina—. Tiene el mismo aire que tu madre.


—¿Por qué lo dices?


—Por el color.


—En eso llevas razón. Ven. Está en la cocina. ¿Qué tal ha ido el acto?


—Ha sido... ¡oh, mira eso! —Con evidente satisfacción, Paula se detuvo para admirar las postales enmarcadas que decoraban una de las paredes—. Son preciosas.


—Mi madre las coleccionaba durante los viajes; son de los lugares a los que iba destinado mi padre, o bien de cuando ella se reunía con él durante los permisos.


—Es una manera de recordar muy bonita. Tú debes de haber estado en algunos de estos lugares. ¿Los recuerdas?


—No mucho. —Poniéndole la mano en la espalda, la condujo a la cocina.


Entraron en el momento en que Cata cerraba la puerta del horno.


—Catalina, me alegro de verte. Muchas gracias por haberme invitado.


—Bienvenida. ¡Iris! —La satisfacción asomó a su rostro—. Son mis flores preferidas.


—Me lo habían dicho. Son obra de Emma.


—¡Qué estilo tiene esta mujer! —Catalina las olió y dejó el ramo sobre la encimera—. Ahora las dejaré aquí, pero esta noche seré egoísta y me las llevaré al dormitorio. Pedro, sírvele a la chica un poco de vino. Ha estado trabajando todo el día.


—Me apetece, gracias. Tienes una casa preciosa. Muy alegre.


Así es exactamente, pensó Pedro sirviéndole una copa.


—Aquí tienes. Mamá.


Catalina lo probó y torció el gesto.


—No está mal. Vosotros dos id a la sala de estar y sentaos. Traeré unos entrantes.


—¿Puedo ayudar? No soy buena cocinera pero como ayudante valgo mucho.


—Ya no queda gran cosa por hacer. Sentémonos un rato. Pedro, pasa tú… y lleva la bandeja. Ahora voy. —Cata abrió la nevera, sacó su mejor bandeja y los canapés.


—Oh, me encanta esto. —Con la copa de vino en la mano, Paula se detuvo frente a los saleros y pimenteros.


Lo decía en serio, determinó Pedro con evidente sorpresa. 


Estaba empezando a detectar sus tonos de voz, el educado y el de auténtica satisfacción.


Su registro comprendía el sofisticado, el divertido y, por decirlo con elegancia, el arriesgado.


—Empecé a coleccionarlos después de casarme. Buscaba algo pequeño que pudiera embalar fácilmente cada vez que nos mudábamos. Luego me dejé llevar.


—Son fabulosos. Monísimos y divertidos. ¿Batman y Robin?


Catalina se acercó.


Pedro me los regaló el día de la Madre, cuando tendría unos doce años. También me regaló esos dos perros apareándose... pensó que no los pondría a la vista. Creo que él tenía unos dieciséis e intentaba desafiarme. Pero yo gané el desafío. —Cata miró a su hijo y sonrió al recordar—. Se avergonzó mucho cuando decidí ponerlos en la estantería.


Pedro cambió de postura.


—¿Qué quieres que haga con esta bandeja?


Paula lo miró y sonrió.


—Ah, gracias. —Eligió un montadito redondo de brie con una frambuesa encima—. ¿Y estos? —siguió preguntando Paula, estrechando lazos con su madre a propósito de los saleros v pimenteros mientras él sostenía la bandeja de canapés.


Viendo cómo transcurría la velada, Pedro no estaba seguro de si sentirse complacido, aliviado o preocupado al ver lo bien que se llevaban su madre y Paula.


Era perfectamente consciente de que Paula sabía adaptar sus maneras y su conversación a cualquier evento social. 


Pero eso iba más allá. Pedro sabía, tal como había sabido el día que compartieron la primera pizza, que ella estaba relajada y se estaba divirtiendo.


Hablaron de los lugares adonde habían ido ambos, de los lugares a los que sus padres habían viajado antes de que él naciera, cuando era demasiado pequeño para que pudiera acordarse, y de otros que prácticamente había olvidado.


Hablaron de la empresa de ella, y las carcajadas de su madre salpicaban la conversación mientras Paula narraba anécdotas extrañas o divertidas.


—Yo nunca tendría paciencia para algo así. Toda esa gente llamando un día tras otro, quejándose, criticando, exigiendo... Buf, a mí me entran ganas de saltar encima de algún cliente de Pedro al menos un par de veces al día.


—Paula no les salta encima —precisó Pedro—. Los aplasta como a las cucarachas.


—Solo si es absolutamente imprescindible.


—¿Qué vais a hacer con Lourdes Elliot o «señora de» quien sea ahora? —Paula titubeó y Catalina se encogió de hombros—. No es asunto mío.


—No, no es eso. En realidad no estoy segura. Será peliagudo. La aplasté como a una cucaracha y eso me dio una satisfacción absoluta. Pero es la madre de Maca.


—Es una guarra que se cree mejor que nadie.


—Por Dios, mamá...


—No, tienes toda la razón —dijo Paula dirigiéndose a Cata—. Es una guarra que no solo se cree mejor que nadie, sino que además tiene manía persecutoria. Me ha dado rabia toda la vida, o sea que nada de lo que puedas decirme de ella me ofenderá. —Paula tomó otro trozo de lasaña y arqueó las cejas mirando a Pedro—. ¿Qué pasa? ¿No puede darme rabia alguien?


—No parece tu estilo.


—Se ha pasado la vida manipulando y abusando emocionalmente de una de mis amigas íntimas. Merecía un trato mucho peor del que al final pude darle. Pero... —Paula se encogió de hombros y bebió un poco más de vino— vendrá a la boda. Querrá presumir de nuevo marido y pavonearse. Le tengo prohibida la entrada en casa, pero habrá que levantar la prohibición puntualmente.


—¿Cómo...? ¿Le prohibiste entrar?


Paula sonrió a Pedro.


—Sí. Muy gratificante. Y créeme que la vamos a tener bien vigilada durante la boda. Todavía no sé cómo, pero antes de que estropee un solo minuto del día de Maca y de Sebastian la encierro en el sótano.


Cata frunció los labios y asintió.


—Apuesto a que sí. Si necesitas ayuda, dímelo. Nunca me ha caído bien esa mujer.


—No sabía que Lourdes y tú os conocíais.


—Ah, no se fijaría en mí ni aunque me paseara desnuda, pero nuestros caminos se han cruzado un par o tres de veces. Solía venir a cenar al restaurante cuando yo trabajaba allí e iba a muchas de las fiestas para las que me contrataban.


Cata se encogió de hombros con el mismo gesto con que Pedro solía decir «no tiene ninguna importancia».


—Es de las que piensan que eres transparente cuando chasquean los dedos para pedirte otra bebida o meterte prisas, y no se corta a la hora de quejarse del servicio cuando estás allí, de pie junto a ella.


Paula sonrió y un destello fiero asomó a sus ojos.


—Catalina, ¿te gustaría venir a la boda de Maca?


Catalina parpadeó.


—Bueno, apenas conozco a esa chica ni a Sebastian.


—Me gustaría mucho que fueras mi invitada en la boda de mi amiga.


—¿Para ayudar a enterrar el cadáver?


—Esperemos que no haya que llegar a tanto. Pero si se tercia...


—Traeré una pala. —Llevada por el entusiasmo, Cata brindó con Paula.


—Dais un poco de miedo las dos... —observó Pedro.


Al final de la cena, tras haber recogido la mesa una vez terminados el postre y el café, y degustado la tarta de manzana casera de Cata, que si decía que era casera lo decía en serio, esta acompañó a la puerta a Paula y a Pedro para despedirlos—. Ya me ocuparé yo de los platos a su debido tiempo.


—Todo estaba riquísimo. Rico de verdad. Gracias.


Cata dedicó una sonrisa petulante a Pedro mientras Paula la besaba en la mejilla.


—Dile que vuelva a traerte otro día. Ve a enseñarle tu apartamento, Pedro.


—Claro. Buenas noches, mamá. Gracias por la cena.


Condujo a Paula hacia los escalones que llevaban a su apartamento.


—Se ha divertido mucho contigo.


—Y yo con ella.


—Le gustas, y se anda con ojo antes de invitar a alguien a casa.


—Entonces me siento halagada.


Pedro se detuvo en la puerta.


—¿Por qué la has invitado a la boda?


—Me ha parecido que se lo pasaría bien. ¿Algún problema?


—No, se lo pasará bien. Pero ahí hay gato encerrado. —Pedro le dio unos golpecitos en la sien—. Hay gato encerrado en tu invitación.


—De acuerdo, sí. Lourdes se dedica a hacer daño a la gente. Es así, tanto si lo hace deliberadamente como si lo hace por descuido. Me da la sensación de que tu madre es una mujer que no se deja herir fácilmente, y aun así, Lourdes lo consiguió. He pensado que podría asistir a la boda de Maca como invitada, mientras que Lourdes solo acudiría por obligación y, pasado ese día, jamás volverá a poner un pie en mi casa.


—Eso es calculador y cortés al mismo tiempo.


—Mi especialidad es la multitarea.


—No lo dudo. —Pedro le acarició el brazo con un dedo—. Tú también te andas con ojo antes de invitar a alguien a tu casa.


—Sí.


Pedro se dedicó a observarla.


—No traigo a mujeres aquí. Lo encuentro... raro —añadió señalando hacia su apartamento.


—Lo imagino.


Pedro giró la llave y abrió la puerta.


—Entra.


No había tantos colores como en casa de su madre y casi podría decirse que el espacio resultaba espartano. Además, evocaba un sentido práctico que apeló directamente a la sensibilidad de Paula.


—¡Qué ocurrente! Imaginaba que serían dos habitaciones pequeñas, y en lugar de eso, es un único espacio abierto. Una gran sala con una cocina empotrada en una esquina y el espacio habitable definido por los muebles.


Sacudió la cabeza cuando vio una enorme pantalla plana presidiendo la pared.


—¿Qué relación habrá entre los hombres y el tamaño de sus televisores?


—¿Qué relación habrá entre las mujeres y sus zapatos?


—Touché.


Paula se paseó por la estancia y observó el pequeño dormitorio, también práctico y racional, a través de una puerta corredera abierta y volvió sobre sus pasos.


—Me gustan estos dibujos a lápiz. —En la pared, una serie de dibujos enmarcados en negro representaban unas hermosas vistas callejeras.


—Sí, están bien.


Paula se acercó para leer la firma que aparecía en una de las esquinas.


—Alfonso.


—Los hizo mi padre.


—Son preciosos, Pedro. ¡Qué buena idea conservar estos dibujos como recuerdo! ¿Sabes dibujar?


—No.


—Yo tampoco. —Paula se volvió hacia él y le sonrió.


—Quédate.


—Mi bolsa de fin de semana está en el maletero del coche. —Paula sacó las llaves de su bolso—. ¿Te importaría ir a buscarla?


Pedro cogió las llaves y las hizo tintinear mientras escrutaba su rostro.


—¿Dónde está tu teléfono?


—En mi bolso. Lo he apagado antes de empezar a cenar.


Él se inclinó para besarla.


—Responde a las llamadas y luego vuelve a apagarlo. Iré a buscar tu bolsa.


Paula sacó el teléfono cuando él salió, pero antes se concedió unos instantes para admirar el espacio.


Ordenado, eficiente, decidió, y muy vacío. El espacio de un hombre acostumbrado a moverse con libertad, y sin alboroto.


Un hombre sin raíces, pensó, cuando las suyas eran muy, muy profundas.


No estaba en absoluto segura de lo que eso podía significar.


Apartó la idea de su mente, conectó el teléfono y empezó a repasar los mensajes de texto y de voz.





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