miércoles, 5 de abril de 2017

CAPITULO 34 (CUARTA HISTORIA)




PEDRO LLEGÓ AL LUGAR DEL ACCIDENTE bastante después que los policías, el departamento de bomberos y el equipo médico. En concesión a la fría llovizna, se subió la capucha de la sudadera y se dirigió hacia la cinta amarilla y las luces intermitentes.


Se habían llevado a las víctimas. No tuvo duda de que había habido víctimas cuando vio el amasijo aplastado y retorcido que antes había sido un BMW.


El otro coche había impactado brutalmente, pero quizá podrían recuperarlo.


Con un poco de suerte, quien viajaba en el Lexus debía de haber salido por su propio pie, cojeando tal vez, o en camilla, pero respirando.


Su trabajo era llevarse lo que quedara con la grúa.


Las linternas de los policías destellaban sobre la carretera salpicada por la llovizna, entre la cambiante neblina, arrancando reflejos a los cristales de seguridad rotos, las marcas del patinazo, los cromados doblados y ennegrecidos, la sangre y, nota escabrosa, un zapato que todavía nadie había recogido de la cuneta. Le quedó grabada una imagen en el pensamiento, una imagen de miedo, dolor y asombrosa pérdida.


El equipo que reconstruía el accidente ya estaba trabajando en ello, pero Pedro podía imaginar la escena sin su ayuda.


La calzada mojada, y una fina neblina. Un BMW circulando demasiado deprisa vira con brusquedad, patina, pierde el control, invade el otro carril y se estrella contra un Lexus. 


Sale disparado por los aires, da una vuelta de campana, impacta en el suelo y da dos vueltas más de campana o quizá tres.


Sí, por el peso, la velocidad y los ángulos, deduce que da tres vueltas de campana.


Alguien atraviesa el parabrisas, probablemente el pasajero del asiento de atrás del destrozado M6 que no llevaría puesto el cinturón. Si alguien viajaba en el asiento del copiloto, debía de haber muerto aplastado. El conductor no habría corrido mejor suerte.


Se fijó en que el departamento de bomberos había rajado el BMW con unas tenazas hidráulicas, como un abrelatas, pero las probabilidades de que hubieran sacado a alguien vivo de ese violento amasijo de hierros eran casi nulas.


En ese momento se le aparecieron ante los ojos fotografías del coche que conducía él antes de sufrir el accidente. Su aspecto no era mucho peor que el del M6. Y eso que los coches para doblar escenas peligrosas estaban fabricados para destrozarlos, para proteger al conductor durante la escena, a menos que alguien que influyera en la cadena de fabricación decidiera recortar el presupuesto y ahorrarse unos dólares.


Deseó que los pasajeros hubieran quedado inconscientes o hubieran fallecido antes del impacto y las vueltas de campana.


Él no lo estuvo. Y había sentido todo eso, un dolor inimaginable, unos brutales desgarrones y chasquidos. 


Había sentido todo eso antes de caer inconsciente. Si se dejaba ir, todavía podía sentirlo, por eso lo más inteligente era no dejarse ir.


Permaneció en pie, con las manos en los bolsillos, esperando a que los policías le dejaran pasar para llevarse de allí toda aquella destrucción.



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