miércoles, 22 de marzo de 2017
CAPITULO 42 (TERCER HISTORIA)
Siguiendo un impulso desconocido Paula se presentó en el bufete de Pedro. Había ido en contadas ocasiones por cuestiones personales o legales, pero conocía el despacho.
Estaba situado en una antigua y majestuosa finca de la ciudad. Como era de esperar, la puerta principal daba paso a un vestíbulo también majestuoso donde había una zona de recepción, con varias plantas frondosas en maceteros de cobre, unas mesas antiguas y unas butacas mullidas de color discreto que la luz se encargaba de realzar.
Los despachos preservaban la intimidad de los clientes tras unas gruesas puertas antiguas restauradas con primor, y unas alfombras desgastadas por los años contrastaban con el tono intenso de las anchas lamas del parquet.
Sabía que a Pedro le gustaba la mezcla de estilos: la solera con la calidez desenfadada.
Paula abandonó el calor sofocante del exterior y entró en el vestíbulo. Annie, con quien había coincidido en la escuela, se encargaba de la recepción y manejaba el ordenador.
La muchacha se volvió y cambió su sonrisa profesional por otra más amistosa.
—¡Paula, hola! ¿Qué tal? No te había visto desde hacía meses.
—Me tienen encadenada al horno. Oye, te has cortado el pelo. Me encanta.
Annie sacudió la cabeza.
—¿Atrevido?
—Y muy llamativo.
—Lo mejor de todo es que por la mañana solo tardo dos minutos en arreglarme.
—¿Cómo te van las cosas?
—Muy bien. Un día de estos tendríamos que salir a tomar algo y ponernos al día.
—Me encantaría. He traído un paquete para Pedro —Paula dejó encima de la mesa la caja de cartón que había traído.
—Si se parece al pastel que hiciste para Dara, tengo que decirte que engordé más de dos kilos solo de mirarlo. Pedro está reunido con un cliente. Puedo…
—No le interrumpas —dijo Paula—. Ya le darás tú el paquete.
—No sé si soy de fiar.
Paula soltó una carcajada y le confió la caja.
—Hay bastante para los dos. Tenía que venir a la ciudad y he pensado que podía traer estos pastelitos antes de que…
—Espera un momento —la cortó Annie al oír que sonaba el teléfono—. Buenos días, Alfonso y Asociados.
Mientras Annie atendía la llamada, Paula paseó por recepción y se detuvo frente a los cuadros de las paredes.
Sabía que eran pinturas originales de artistas locales. Los Alfonso siempre habían sido mecenas de las artes y tenían intereses muy diversos en el condado.
Nunca se había detenido a pensar en los inicios del bufete. Recordaba que Pedro lo inauguró tras la muerte de sus padres, poco antes de que ellas crearan Votos. Debían de figurar entre las primeras clientas.
En esa época ella trabajaba en Los Sauces para mantener a flote su economía mientras Votos se estrenaba con sus primeras celebraciones. Había estado demasiado ocupada, y cansada también, para cuestionarse cómo debía de estar conjugando Pedro su bufete en ciernes con la gestión de las propiedades de sus padres y la constitución legal de Votos como empresa y como asociación.
Entre tantos planes, obligaciones, experiencias piloto y trabajos a media jornada para llenar las arcas, todos llevaban una vida de locos. Sin embargo, Pedro nunca había dado la impresión de andar desbordado.
Supuso que cabía atribuirlo a la serenidad de los Alfonso, así como a la seguridad en apariencia innata de aquella familia, que conseguía que fructificara cualquier cosa que se propusiera.
Todos ellos guardaron luto. Fueron unos años muy difíciles, pero el dolor y las circunstancias adversas sedimentaron su unión.
Paula se mudó a vivir con Carla sin mirar atrás, al menos seriamente. Pedro siempre estuvo junto a ella para solucionar cualquier detalle que le hubiera pasado por alto.
Fue consciente de su apoyo, pero no lo valoró lo suficiente.
En ese momento vio que entraba una pareja y se volvió hacia la puerta. Iban sonrientes y cogidos de la mano. Paula pensó que sus caras le resultaban familiares.
—¿Cassie? —En primavera les había preparado el pastel Encaje Nupcial—. Hola, y… No recordaba el nombre del novio.
—¿Paula? ¡Hola! —Cassie le estrechó la mano—. Me alegro de verte. Zack y yo estuvimos el otro día cenando con unos amigos y les enseñamos el álbum de boda. Estamos deseando asistir a la boda de Fran y Michael, que será dentro de un par de meses, para volver a la finca. Me muero de impaciencia por ver lo que montaréis para ellos.
Si Paula fuera como Carla, recordaría perfectamente quiénes eran Fran y Michael, y si la ceremonia estaba poco o muy organizada a esas alturas.
Como no lo era, Paula se limitó a sonreír.
—Espero que se sientan tan felices como vosotros.
—No sé si será posible, nosotros estamos en las nubes.
—Venimos a firmar la compra de nuestra primera casa —le dijo Zack.
—Felicidades.
—Es maravilloso, e impone lo suyo. Ah, Dara… Justo a tiempo.
Paula imaginó que Annie había avisado a Dara y se volvió para saludarla.
—¡Qué pastel…! —Dara soltó una carcajada y abrazó a Paula—. Era una preciosidad… y además estaba delicioso.
—¿Qué tal tu bebé?
—Muy bien. Tengo un centenar de fotografías que te enseñaré si no sales antes corriendo.
—Me encantan las fotos de bebés —dijo Cassie—. Me apasionan los bebés —añadió mirando fijamente a Zack.
—Primero la casa, luego iremos a por el bebé.
—Yo os ayudaré a conseguir lo primero. Venid conmigo. —Dara le guiñó el ojo a Paula y se fue con los clientes.
Paula oyó que volvía a sonar el teléfono de Annie (en ese bufete todos andaban atareados) y decidió escabullirse hacia la salida. En el momento en que ese pensamiento le cruzó por la cabeza, oyó la voz de Pedro.
—Intente no preocuparse. Ha hecho lo correcto, y haré todo lo posible por resolver el problema con rapidez.
—Muchas gracias, señor Alfonso. No sé qué habría hecho sin usted. Todo es tan… —A la mujer se le quebró la voz.
Aunque Paula había retrocedido, pudo ver a Pedro con su clienta. Él la rodeó por los hombros cuando ella se deshizo en lágrimas.
—Lo siento. Creía que me había desahogado del todo en su despacho.
—No lo sienta. Ahora quiero que vaya a casa e intente quitarse esto de la cabeza. —Pedro le acarició el brazo.
Paula reconoció el gesto de apoyo y consuelo que tantas veces había visto en él, y sentido en carne propia.
—Concéntrese en su familia, Carolyn, y déjeme esto a mí. No tardaré en ponerme en contacto con usted. Se lo prometo.
—Muy bien, y gracias. Gracias por todo.
—Recuerde lo que le he dicho.
Pedro acompañó a su clienta a la puerta y entonces vio a Paula. Una expresión de asombro cruzó por su rostro antes de centrar de nuevo su atención en la mujer a la que acompañaba. Le murmuró unas palabras al oído y a ella se le llenaron los ojos de lágrimas. Asintió y se marchó.
—Vaya, hola… —le dijo Pedro a Paula.
—Perdona que te moleste. He venido a traerte una cosa y entonces he visto a una pareja que estaba citada con Dara. Los conozco y…
—Zack y Cassie Reinquist. Preparasteis su boda.
—Dios, Carla y tú tenéis una hoja de cálculo por cerebro. Dais miedo. En fin, me largo para que puedas…
—Pasa a mi despacho. Me sobran unos minutos antes de la siguiente cita. ¿Qué me has traído?
—Voy a buscarlo. —Paula fue a recoger la caja de pastelitos.
—Lo siento —murmuró Annie apartando el teléfono—. Tengo que ir abriendo compuertas
Paula hizo un gesto para quitar importancia al asunto y se llevó la caja.
—¿Me has traído un pastel?
—No —respondió ella entrando en su despacho. Los rayos de sol se colaban a través de los ventanales y se reflejaban en los muebles antiguos. Vio el escritorio que sabía que había pertenecido a su padre y a su abuelo destacado en primer plano.
Paula abrió la caja.
—Te he traído unos bizcochos individuales.
—Unos bizcochos… —Pedro, confundido como era de esperar, miró en el interior de la caja y vio una docena de pastelitos glaseados de varios colores—. Tienen buena pinta.
—Son el alimento de la alegría. —Paula se quedó mirándolo. Tal y como Emma había dicho de ella, conocía esa expresión—. Pones cara de necesitarlo.
—¿Ah, sí? Bueno… —Pedro se inclinó y la besó con aire ausente—. Esto me alegrará. ¿Tomamos café con los bizcochos?
Paula no tenía intención de quedarse, porque su agenda la reclamaba tanto como a él, pero se dio cuenta de que ese hombre estaba necesitado de alegría.
—De acuerdo. Me ha parecido que tu clienta estaba muy alterada —dijo ella siguiendo con la mirada a Pedro, que estaba junto al aparador Hepplewhite, donde tenía instalada la cafetera—. Supongo que es confidencial.
—En líneas generales, sí. Su madre ha muerto tras padecer una larga enfermedad que se había ido complicando.
—Lo siento.
—Mi clienta fue su cuidadora, y cuando la salud de su madre exigió más atenciones, pidió una baja laboral para poder cuidar de ella a tiempo completo. La mujer quería morir en casa y ella compartía su deseo.
—Se necesita mucho amor y dedicación para comprometerse a algo así.
—Sí. Un hermano suyo vive en California, y de vez en cuando venía a ayudarla. Tiene otra hermana en Oyster Bay, pero siempre andaba muy ocupada y solo venía de visita un par de veces al mes, como mucho.
Pedro le ofreció un café a Paula y se apoyó en la mesa. Tomó un pastelito y lo observó.
—No todo el mundo tiene esa capacidad de amor y entrega.
—Eso es cierto —murmuró Pedro—. El seguro no lo cubría todo, y mi clienta pagaba lo que faltaba de su propio bolsillo. Un día su madre lo descubrió e insistió en incluir a su hija como titular en su cuenta corriente.
—Una prueba de amor, y de confianza.
—Sí —respondió él con una tímida sonrisa—. Es verdad.
—Es como si a pesar de vivir una historia tan terrible, entre esas dos mujeres hubiera habido una conexión muy especial.
—Tienes razón. La baja laboral de mi clienta representó una carga en su economía, pero ella y su familia se las apañaron como pudieron. Su marido y sus hijos también arrimaron el hombro. ¿Sabes lo que debe de ser cuidar de una madre que está muriendo? Piensa que al final no puede moverse de la cama, es incontinente y necesita una alimentación especial y cuidados constantes.
No solo era triste, pensó Paula, sino injusto. Daba mucha rabia.
—Me lo imagino… El esfuerzo tiene que ser terrible, en el plano físico y en el emocional.
—Dos años duró, y los últimos seis meses tuvo que dedicarle las veinticuatro horas del día. La bañó, la cambió, le lavó la ropa, le dio de comer, se ocupó de sus cuentas, le limpió la casa, le hizo compañía y leyó para ella. La madre cambió el testamento y legó la casa, con todas sus pertenencias salvo alguna excepción, y el grueso de sus bienes a esta hija. Ahora que ha muerto, y mi clienta y su hermano han costeado todos los gastos del funeral, la otra hermana ha impugnado el testamento. Acusa a mi clienta de influenciar con malas artes a su madre para que testara a su favor. Está furiosa, y la ha acusado personalmente de haber robado dinero, joyas y enseres de la casa, y de poner a su madre en contra de ella.
Paula no hizo ningún comentario y Pedro retiró su taza de café.
—Al principio mi clienta quiso doblegarse a los caprichos de su hermana. Estaba dolida y muy cansada, y no podía enfrentarse a nada más. Sin embargo, su marido y su hermano, detalle que le honra, no aceptaron su decisión.
—Y entonces vinieron a consultarte el caso.
—La hermana ha contratado a un abogado que le viene como anillo al dedo. Voy a darles su merecido.
—Apuesto por ti.
—Esa mujer tuvo su oportunidad. Sabía que su madre se estaba muriendo, que el tiempo que le quedaba era limitado, y no quiso estar con ella, despedirse, decirle todo eso que la mayoría consideramos superfluo porque creemos que siempre habrá tiempo. Ahora reclama su tajada, y no le importa destruir la relación que tiene con sus hermanos. Ni añadir más dolor al que de por sí ya siente mi clienta. Y todo eso por dinero. No entiendo por qué… Perdona.
—De ninguna manera. Nunca me había planteado en serio cómo es tu trabajo. Me figuraba que te dedicabas al típico papeleo de abogado.
Pedro esbozó una sonrisa.
—A eso me dedico. Este caso generará papeleo.
—No, me refiero a las cosas que tanto nos fastidian a los demás. Firme aquí, archive eso… mientras habláis en unos términos complicados, un lenguaje ridículo que llega a enfurecerme.
—A los abogados nos gustan nuestros considerandos.
—Considerandos o no, tratáis con personas. Tu clienta sigue dolida, pero su sufrimiento es menor porque sabe que te tiene a ti detrás. Lo que haces es muy importante, y yo nunca lo había pensado.
Paula le acarició el rostro.
—Cómete un bizcocho.
Para complacerla quizá, él dio un bocado; y cuando sonrió, sus ojos habían recuperado la alegría.
—¡Qué rico! Un bizcocho que da alegría. Este me vuelve loco. No me había dado cuenta hasta que has venido a traérmelos.
—¿Anoche estuviste trabajando en este caso?
—Básicamente, sí.
—Por eso estás cansado hoy. Pocas veces te he visto cansado. Si quieres, paso por tu casa esta noche y te preparo algo de cenar.
—¿No ensayáis hoy la celebración de mañana?
—Puedo organizarme para esta noche. Mañana será otro día.
—Creo que tendré aspecto de cansado más a menudo. ¿Y si voy yo a la finca? Me he pasado dos días encerrado entre mi casa y el despacho. Me iría bien un cambio de escenario; y estar contigo, más aún. Te he echado de menos.
A Paula ese comentario le llegó al corazón, y se lanzó a los brazos de Pedro para darle un beso muy sentido. Él apoyó la mejilla en su pelo. En ese momento sonó el teléfono.
—Ha llegado mi cliente —murmuró.
—Me marcho. Reparte los bizcochos.
—Ya veremos.
—Si te comes la docena entera, te pondrás malo… y no tendrás hambre para cenar, aunque vale la pena que recuerdes que soy mejor repostera que cocinera.
—Puedo encargar una pizza —propuso Pedro alzando la voz para hacerse oír. Paula se marchó riendo.
Pedro se concedió unos instantes más con el pastelito y el café mientras pensaba en ella. No había sido su intención explicar tantas cosas de su clienta y de los momentos que estaba viviendo. En realidad no se había dado cuenta de que esa historia le daba mucha rabia, y la clienta no le pagaba para que mostrara su ira, sino para que representara sus intereses.
Ya le pagaría después, cuando él hubiera pateado el culo al abogado de su hermana. Había decidido renunciar a su porcentaje. Podía permitírselo, y además no le parecía correcto aceptar dinero de alguien que había sufrido tanto con ese asunto.
Sin embargo, lo que más le impresionó fue descubrir el alivio que representaba contar con alguien para desahogarse, alguien que comprendiera por qué ese caso en concreto le había afectado tanto.
No era necesario explicarse con Paula. Ella ya lo sabía.
Era una cualidad muy valiosa, pensó.
Paula le había acariciado el rostro con un gesto sencillo y cómplice que le había llegado al alma. Ignoraba la razón, y si eso tenía algún significado, pero cada vez que la miraba veía algo nuevo y distinto en ella.
¿Cómo era posible conocer a alguien de toda la vida y descubrirle facetas nuevas?
Tendría que pensar en eso, se dijo. Dejó junto a la cafetera la caja de pastelitos con el alimento de la alegría y fue a buscar a su cliente.
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