sábado, 8 de abril de 2017
CAPITULO 44 (CUARTA HISTORIA)
Como habían hablado, Pedro se desvió hacia casa de Emma para recoger las flores que quería regalar a la señora Grady.
—Ahora mismo vuelvo —le dijo a su madre.
—Más te vale. Es de mala educación llegar tarde.
—Emma dijo que nos presentáramos sobre las cuatro, ¿no? Son las cuatro, más o menos.
Para evitarse más preguntas molestas, Pedro salió del coche y fue caminando hasta la puerta de Emma. Tal como le había dicho ella, encontró los girasoles en un jarrón de cobre encima de la mesa, en la habitación delantera. Los cogió y regresó al coche.
—Tú llevarás esto, ¿vale? —dijo Pedro pasándoselos a su madre.
—¡Qué bonitos! Cuando quieres, eres un buen chico, Pedro.
—Me he puesto el traje, ¿no? Eso cuenta.
—Estás muy guapo. Qué casa... —añadió Catalina mientras su hijo maniobraba con el coche para girar hacia el edificio principal—. Chico, recuerdo la primera vez que la vi de cerca, conduciendo con mi uniforme almidonado y muerta de miedo.
Se pasó la mano por la falda del vestido verde claro, que había comprado especialmente para ese día. Era su color preferido y sin almidón, pensó feliz.
—Cuando llegué y vi la casa —prosiguió Cata—, pensé que era preciosa y que no daba miedo. La vieja señora Chaves, en cambio… esa sí que daba un susto al miedo, te lo aseguro. Pero valió la pena verla por dentro y pasearme por ella sirviendo manjares deliciosos a gente sofisticada. Y el ama de llaves de entonces... ¿cómo se llamaba? Oh, bueno, no importa. La cocinera y ella nos dieron de comer en la cocina.
Cuando Pedro aparcó, ella se volvió para sonreírle.
—Supongo que he ascendido en la escala social. ¿Qué tal me queda el pelo?
Pedro le sonrió a su vez.
—Como a nadie.
—Entonces me gusta.
Pedro sacó del asiento trasero el hojaldre de carne y especias que había hecho su madre y una caja envuelta en papel de regalo. Todavía no habían alcanzado la puerta cuando esta se abrió de golpe.
—Feliz día de Acción de Gracias. —Daniel besó a Catalina en la mejilla y se fijó en la caja que Pedro llevaba bajo el brazo—. Ah, no era necesario que trajeras nada.
—Entonces menos mal que no lo he hecho.
—El hojaldre tiene una pinta sensacional. ¿Lo has hecho tu, mamá C.?
—Claro. Si Maureen está en la cocina, iré a dárselo.
—Las mujeres están en la cocina, el lugar al que pertenecen —dijo Dani guiñando un ojo—. Los hombres están en la sala mirando el partido por la tele, como corresponde a la tradición familiar de los Chaves. Pasa y déjame que te ofrezca una copa.
—Esta casa es la más bonita de Greenwich —afirmó Cata—. Lo pensé la primera vez que la vi, y no he cambiado de idea.
—Gracias. Para nosotros significa mucho.
—Eso espero. Esta casa tiene una larga historia. Trabajé en alguna de las fiestas que dio tu abuela, y también cuando tu madre asumió el mando. Me gustaba más tu madre.
Dani soltó una carcajada y, poniéndole la mano en la cintura, la hizo pasar.
—La abuela Chaves era una tirana.
De la cocina escapaban fragantes aromas y varias voces femeninas. Pedro distinguió la de Paula y notó que se le hacía un nudo insospechado en el estómago.
La encontró sentada al lado de la encimera, pelando judías. Intentó recordar cuándo fue la última vez que había visto a alguien pelar judías, pero se le fue el pensamiento de la cabeza cuando ella le miró y sus ojos se encontraron.
¡La había echado tanto de menos! Tanto que casi le dolía.
Habría preferido que esa visión le molestara, que le hubieran entrado ganas de largarse. Pero ella sonrió y se levantó del taburete.
—Feliz día de Acción de Gracias. —Paula saludó primero a su madre dándole un beso en la mejilla, como había hecho Dani. A él le rozó los labios con un beso. El nudo del estómago cedió.
Todos se pusieron a hablar de nuevo, pero Pedro apenas los oía. Estático. Movimiento y color; alguien le cogió el pastel de hojaldre de las manos. Y quedó atrapado, prisionero de su mirada, de su cuerpo, de su voz.
Dani sustituyó el pastel por una cerveza.
—Vayámonos con los hombres antes de que nos pongan a trabajar. Créeme, son capaces y lo harán.
—Sí, solo necesito un minuto.
—Allá tú. De todos modos, estarás muy guapo con el delantal puesto.
—Que te den —contestó Pedro, y se ganó un capón de su madre.
—¿Qué son estos modales? A mí no me importaría ponerme un delantal. Lo más divertido del día de Acción de Gracias es preparar la comida.
Paula iba a sentarse otra vez, pero Pedro la cogió por el brazo.
—Dame cinco minutos.
—Tengo trabajo —le dijo ella mientras Pedro se la llevaba fuera de la cocina.
—Las judías no se van a marchar. —Pedro entró en la sala de música—. Te he comprado una cosa.
—¡Oh, qué sorpresa!
Pedro le dio la caja.
—Cuando un tío mete la pata, tiene que pagar.
—No te discutiré eso porque me gustan los regalos. Veo que tu madre ha ganado la batalla del traje.
—Mi madre siempre gana.
—Es muy bonito. —Paula dejó la caja sobre una mesa auxiliar y la desenvolvió—. ¿Qué tal va el negocio?
—Marcha bien. Un conocido de Channing me ha traído un Caddy del 62 para restaurar.
—Eso es fantástico.
Observó, sin sorprenderse, que Paula desenvolvía el paquete con esmero. Nada de arrancar y rasgar, eso no estaba hecho para Paula Chaves. Imaginó que Paula guardaría el papel misteriosamente para el futuro, como también hacía su madre.
—¿Y el tuyo?
—Siempre andamos muy atareadas por vacaciones.
Además de las bodas, hay fiestas. Y la boda de Maca es dentro de dos semanas, aún no me lo creo. Estaremos a tope hasta después del día de Año Nuevo, y luego...
Paula se quedó sin palabras cuando vio la caja de zapatos; abrió la tapa con aire reflexivo.
Se quedó boquiabierta. Pedro no podría haberse quedado más satisfecho con la reacción.
—¿Zapatos? ¿Me has comprado unos zapatos? Oh, son fabulosos. —Sacó un zapato de salón con un tacón alto y fino y lo sostuvo entre las manos como una mujer sostendría una piedra preciosa y frágil.
—Te gustan los zapatos.
—«Gustar» es una palabra muy inconsistente para expresar lo que siento por los zapatos. Oh, son magníficos... Mira cómo se armonizan todos esos tonos ricos e intensos. Y la textura.
Se quitó los zapatos que llevaba y se calzó los nuevos. Y luego se quedó sentada, admirándolos.
—¿Cómo sabías mi número?
—He estado en tu armario.
Paula siguió sentada, examinando a Pedro.
—Tengo que decir, Pedro, que me dejas perpleja. Me has comprado unos zapatos.
—No esperes que vuelva a hacerlo. Ha sido... agotador. Pensé en ir a comprarte ropa interior sexy, pero recordé que el regalo era para ti. Habría sido mucho más fácil y menos extraño, pero como las mujeres tenéis obsesión con los zapatos...
—Pues... a mí me encantan. —Paula se levantó y echó lo que a él le pareció una carrerilla. Giró sobre sí misma. Sonrió—, ¿Qué tal me quedan?
—No puedo apartar los ojos de tu cara. La he echado muchísimo de menos.
—Vale. —Paula soltó el aire y se acercó a él—. Me halaga —murmuró abrazándose a él—. Yo también he echado de menos la tuya.
—Quiero que estemos bien. Me cabrearía mucho que el asunto de Artie nos fastidiara la vida.
—El cabrón de Artie no va a fastidiar nada.
—¿El cabrón de Artie? —exclamó Pedro apartándose un poco de ella.
—Así es como lo llamamos por aquí.
Pedro dejó escapar un amago de carcajada.
—Me gusta. Quiero estar contigo, Paula.
—Me parece muy bien, porque ya estás conmigo.
Pedro apoyó la frente en la de ella.
—Escucha, yo... —No tenía palabras, no estaba seguro de sus movimientos—. Joder. Digamos que eres la primera mujer a quien le compro unos zapatos. —De nuevo volvió a apartarse un poco y la miró a los ojos—. Y la última.
—Eso significa mucho para mí. —Paula le puso las manos en las mejillas y lo besó—. O sea que hoy dedicaremos el día a dar las gracias por estar tan bien.
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