jueves, 9 de marzo de 2017
PROLOGO (TERCER HISTORIA)
Mientras el reloj avanzaba hacia el momento que marcaría el final de su último año de instituto, Paula Chaves tuvo que reconocer un hecho indiscutible.
No existía nada peor que el baile de graduación.
Desde hacía semanas, lo único de lo que todo el mundo quería hablar era de quién iba a pedirle a quién que le acompañara al baile, quién se lo había pedido a quién, y quién se lo había pedido a… otra, con lo que se habían provocado situaciones de crisis e histeria.
En su opinión, durante el trimestre del baile de graduación las chicas habían sufrido entre la agonía del suspense y el tener que esperar pasivamente. Los pasillos, las aulas y el patio habían sido un hervidero de emociones, desde la alocada euforia (porque un chico las había invitado a ese baile tan sobredimensionado) hasta las lágrimas más amargas (porque un chico no se lo había pedido).
Todo el ciclo completo giraba alrededor de «un chico», lo que a ella le parecía tan estúpido como desmoralizador.
Y después la histeria había continuado, e incluso se acrecentó, con la elección del vestido y los zapatos, debatir hasta la extenuación si llevar un recogido alto o bajo, la limusina, las fiestas particulares que seguirían al baile, las suites de hotel (sexo, ¿sí?, ¿no?, ¿quizá?)…
Habría pasado de todo aquello si sus amigas, sobre todo Carla «Con-derecho-de-paso» Alfonso, no se lo hubieran impedido.
Su cuenta de ahorros, todos esos dólares y centavos ganados con esfuerzo e incontables horas sirviendo mesas, se había quedado temblando cada vez que retiraba dinero: para un vestido que no volvería a ponerse jamás en la vida, para un par de zapatos, el bolso y todo lo demás.
De eso también tenía que culpar a sus amigas. Carla, Emma y Macarena le habían empujado a ir de compras con ellas, y acabó gastando más de lo debido.
La idea de que sus padres le pagaran el vestido, como amablemente le había insinuado Emma, había sido descartada por Paula. Su decisión quizá fuera producto del orgullo; en casa de los Chaves el dinero era un tema espinoso desde la debacle de las arriesgadas inversiones que había hecho su padre y la inspección de Hacienda.
De ningún modo les habría pedido nada a sus padres. Ella ganaba su propio dinero, y llevaba haciéndolo desde hacía varios años.
Se dijo que ya no tenía importancia. A pesar de las horas que trabajaba en el restaurante al salir de clase y durante los fines de semana, no había conseguido ahorrar ni de lejos lo suficiente para matricularse en el Instituto Culinario y costearse su estancia en Nueva York. Lo que se había gastado para aparecer deslumbrante una única noche no iba a cambiar ese hecho y… ¡qué diablos!, ahora estaba guapísima.
Paula se puso los pendientes mientras en el otro extremo de la habitación de Carla, donde se habían reunido todas, Emma y la propia Carla experimentaban con el pelo de Maca que, siguiendo un impulso, se lo había cortado a tijeretazos y parecía César cruzando el Rubicon, en opinión de Paula. Intentaban arreglar lo que quedaba del pelo rojo fuego de Maca con horquillas, purpurina para dar brillo y unos pasadores con brillantitos, mientras las tres hablaban sin parar y en el reproductor de CD sonaba de fondo Aerosmith.
Le gustaba escucharlas así, cuando ella estaba algo apartada. Tal vez porque, en ese momento, se sentía un poco aparte. Habían sido amigas toda la vida pero, con o sin ese rito de iniciación del baile, las cosas iban a cambiar. En otoño Carla y Emma se irían a la universidad. Maca se pondría a trabajar y, en su tiempo libre, haría cursillos de fotografía.
En cuanto a ella, al no cumplirse su sueño de ir al Instituto Culinario por culpa de los problemas económicos y la última gran desavenencia entre sus padres, tomaría algunos cursos en una escuela universitaria. De administración y empresa, suponía. Tenía que ser práctica. Realista.
Ahora no le apetecía pensar en eso. Valía más disfrutar del momento y de ese ritual que Carla, con su estilo Carliano, había organizado.
Aunque Carla y Emma iban al baile de graduación de su academia privada, y Maca y ella al de su instituto público, disfrutarían juntas de unas horas: las de vestirse y maquillarse. En el piso de abajo las esperaban los padres de Carla y de Emma para sacarles un montón de fotos, exclamar «¡Mirad a nuestras niñas!», abrazarlas y soltar quizá alguna que otra lagrimita.
La madre de Maca era demasiado ególatra para interesarse por el baile de graduación de su hija y, teniendo en cuenta cómo era y actuaba Lourdes, tal vez fuera lo mejor. En cuanto a sus propios padres… Bueno, estaban demasiado inmersos en su vida, en sus problemas, para que les importara dónde estaba o qué iba a hacer su hija esa noche.
Ya se había acostumbrado. Incluso lo prefería.
—Tan solo la purpurina en plan hada —decidió Maca, ladeando la cabeza para juzgar el efecto—. Parezco Campanilla en versión guay.
—Tienes razón —afirmó Carla. Su brillante melena castaña, lisa como la seda, le caía por la espalda—. Pareces una niñita desamparada, pero con estilo. ¿Qué te parece, Emma?
—Creo que hay que realzarle los ojos, darles un toque teatral —dijo Emma, entrecerrando sus ojos oscuros y soñadores—. De esto me encargo yo.
—Tú misma —accedió Maca encogiéndose de hombros—. Pero no estés mucho rato, ¿vale? Todavía tengo que prepararlo todo para nuestra foto de grupo.
—Vamos bien de tiempo. —Carla consultó su reloj de pulsera—. Nos quedan treinta minutos antes de… —Se volvió y vio a Paula—. ¡Eh, estás fabulosa!
—¡Oh, sí que lo estás! —Emma juntó las manos entusiasmada—. Lo sabía, sabía que ese era el vestido. El rosa satinado hace que tus ojos parezcan más azules.
—Si tú lo dices…
—Te falta una cosa. —Carla corrió hacia el tocador y abrió un cajoncito de su joyero—. Este pasador para el pelo.
Paula, una chica esbelta vestida de rosa satinado y peinada con unos largos rizos dorados como el sol por insistencia de Emma, se encogió de hombros.
—Como quieras…
—Anímate —le ordenó Carla mientras estudiaba, sosteniéndolo sobre el pelo de Paula, cómo le quedaría el pasador—. Te divertirás.
«¡Por favor, contrólate, Paula!»
—Ya lo sé. Lo siento. Sería más divertido si las cuatro fuéramos al mismo baile, ¡sobre todo porque estamos impresionantes!
—Sí, sería fantástico. —Carla decidió apartarle unos bucles de las sienes y recogérselos hacia atrás—. Pero nos veremos después y nos montaremos nuestra fiesta particular. Cuando salgamos del baile, nos venimos a casa y nos lo contamos todo. Ya está, mírate.
Hizo que Paula se diese la vuelta para que pudiera verse en el espejo, y las dos chicas contemplaron su propio reflejo y luego el de su amiga.
—Estoy fabulosa —dijo Paula, y su comentario arrancó las risas de Carla.
Alguien llamó con delicadeza a la puerta y entró. La señora Grady, el ama de llaves de los Alfonso desde hacía muchos años, se llevó las manos a las caderas mientras daba un repaso general.
—Causaréis sensación —dijo—, que es lo mínimo después de la que habéis liado. Id terminando y bajad para las fotografías. Tú —añadió apuntando con el dedo a Paula—, tú y yo tenemos que hablar, jovencita.
—¿Qué he hecho? —preguntó Paula, mirando a sus amigas una por una, mientras la señora Grady salía por la puerta—. Yo no he hecho nada malo.
Sin embargo, como lo que decía el ama de llaves iba a misa, Paula se apresuró a seguirla.
Cuando llegó a la sala de estar de la familia, la señora Grady se volvió y cruzó los brazos. La postura de los sermones, pensó Paula, y el corazón le dio un vuelco. Empezó a repasar en la memoria, buscando una infracción que mereciera la reprimenda de aquella mujer que, durante su adolescencia, había hecho más de madre para ella que la suya propia.
—Bien —empezó a decir la señora Grady mientras Paula entraba a toda prisa en la estancia—, supongo que os pensáis que ya sois muy mayores.
—Yo…
—Pues no lo sois, aunque no tardaréis en serlo. Habéis correteado por esta casa todas juntas desde que ibais en pañales. Algo de eso cambiará porque, a partir de ahora, cada una seguirá su camino, al menos durante un tiempo. Un pajarito me ha dicho que tu camino es Nueva York y esa elegante escuela de repostería.
El corazón le dio otro vuelco, y Paula sintió la punzada dolorosa de un sueño perdido.
—No, yo… ah… yo seguiré trabajando en el restaurante y me apuntaré a unos cursos de…
—No, de eso, nada. —La señora Grady le apuntó de nuevo con el dedo—. Ahora veamos, una chica de tu edad sola en Nueva York tiene que ser lista y andarse con ojo. Y por lo que me han dicho, para triunfar en esa escuela hay que trabajar duro. Se trata de algo más que hacer bonitos glaseados y galletas.
—Es una de las mejores escuelas que hay, pero…
—Entonces te tocará ser una de las mejores. —La señora Grady se metió la mano en el bolsillo, sacó un cheque y se lo entregó—. Esto cubrirá el primer semestre, las clases, un lugar decente donde vivir y comida suficiente para mantener el cuerpo y la mente sanos. Vale más que lo aproveches, niña, o tendrás que darme muchas explicaciones. Si te portas como espero que lo hagas, hablaremos del segundo semestre cuando llegue el momento.
Paula se quedó mirando anonadada el cheque que tenía en la mano.
—Usted no puede… yo no puedo…
—Yo puedo y tú lo aceptarás. No hay más que hablar.
—Pero…
—¿No acabo de decirte que no hay más que hablar? Como me falles, te la cargas, lo prometo. Carla y Emma irán a la universidad, y Macarena se dedicará en cuerpo y alma a la fotografía. Tú tienes otro camino, y lo seguirás. Es lo que quieres, ¿verdad?
—Más que nada en el mundo. —Le escocían los ojos y le dolía la garganta—. Señora Grady, no sé qué decir… Se lo devolveré, yo le…
—Pobre de ti si no lo haces. Me devolverás el favor convirtiéndote en alguien. Ahora es cosa tuya.
Paula abrazó con fuerza a la señora Grady.
—No lo lamentará. Haré que se sienta orgullosa de mí.
—Estoy segura. Vamos, termina de ponerte guapa.
Paula seguía abrazada a ella.
—Nunca olvidaré esto —susurró—. Nunca. Gracias, muchísimas gracias.
Se dirigió corriendo hacia la puerta, ansiosa por compartir las novedades con sus amigas, y entonces se volvió, joven y radiante.
—Me muero por empezar.
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