sábado, 11 de marzo de 2017

CAPITULO 9 (TERCER HISTORIA)





Paula intentó no darle muchas vueltas al asunto. La apretadísima agenda de bodas de ese verano le ayudaba a no pensar en lo que había hecho, al menos durante cuatro minutos de cada cinco. Claro que su trabajo era tan solitario que tenía todo el tiempo del mundo para reflexionar y preguntarse por qué había cometido aquella increíble estupidez.


Pedro se lo había merecido, sin duda. Se veía venir desde hacía tiempo. Pero si lo analizaba con detalle, ¿a quién si no a sí misma castigaba con aquel beso?


Porque ya no se trataba de teorías ni conjeturas. Ahora sabía cómo era, cómo se sentía ella si se abandonaba, aunque fuera un minuto, en los brazos de Pedro. Nunca más podría convencerse de que besarlo en la vida real no estaría a la altura de sus sueños.


Se lo había buscado, y ahora tenía su merecido.


Si Pedro no le hubiera hecho perder los papeles, pensó mientras corría de un lado para otro con los preparativos durante el breve intervalo entre las dos bodas de aquel sábado. Si Pedro no hubiera sido tan estúpidamente Pedro, con sus «¿Y por qué no lo haces así?», «¿Y por qué no comes como es debido?», y luego hubiera echado mano de su cartera grande y abultada como si…


¡Qué injusta había sido! Había provocado a Pedro y le había clavado el aguijón. Había demostrado que andaba buscando pelea.


Paula colocó la última pieza en el piso superior de un pastel precioso, blanco y dorado, al que había puesto el nombre de Sueños de Oro. Era una de sus creaciones más extravagantes debido a la textura de seda de la capa exterior y a las escarapelas que llevaba en los lados.


Mientras decoraba la base con ellas y esparcía otras más sobre un reluciente mantel dorado, pensó que la tarta no encajaba con ella. Quizá porque no era fantasiosa y tampoco demasiado extravagante.


Era pragmática, decidió. Una mujer inmersa en la realidad. 


Ni una romántica como Emma, ni un alma libre como Maca u optimista como Carla.


En el fondo, su trabajo consistía en poner en práctica varias fórmulas. Podía experimentar cambiando las cantidades y los ingredientes, pero al final había que aceptar que determinados elementos no combinaban entre sí. Cuando se insistía en mezclar lo que era incompatible, solo se conseguía una bazofia incomible, y solo cabía reconocerlo y pasar a otra cosa.


—Fabuloso. —Echando un vistazo aprobatorio al pastel, Emma se deshizo del cesto que llevaba en el brazo—. Traigo las velas y las flores para las mesas. —Consultó su reloj de pulsera y dejó escapar un suspiro—. Seguimos el horario
previsto. Todas las salas están decoradas, y los exteriores también. Maca está a punto de terminar la sesión de fotos previa a la ceremonia.


Paula se volvió para contemplar el salón de baile y se sorprendió del cambio que había sufrido mientras ella había estado divagando. Más flores, más velas listas para ser encendidas y mesas por todas partes vestidas con el oro deslumbrante y el azul veraniego que la novia había elegido.


—¿Y el salón principal?


—Los del catering todavía no han terminado, pero mi equipo sí. —Emma arregló las candelas, las velitas bajas y las inflorescencias con sus hábiles manos de florista—. Jeronimo está entreteniendo a los acompañantes del novio. Me gusta que arrime el hombro.


—Sí. ¿No lo encuentras raro?


—¿El qué?


—Lo de Jeronimo y tú. ¿Nunca se te ha ocurrido pensar que es muy raro? Os conocéis desde hace años, habéis sido amigos, y de repente dais un giro de ciento ochenta grados…


Emma retrocedió y volvió sobre sus pasos para retocar unos milímetros la posición de una rosa.


—A veces aún me sorprende, pero me asusta más pensar lo que habría ocurrido si hubiéramos seguido igual y no hubiésemos dado ese giro. —Emma se retocó una horquilla intentando controlar su mata de rizos—. A ti no te resulta extraño, ¿verdad?


—No. Incluso me pregunto si no es extraño que no me parezca raro. —Paula hizo una pausa y sacudió la cabeza—. No me hagas caso. Tengo la cabeza en otra parte. —Aliviada, oyó la voz de Carla en su auricular—. Faltan dos minutos. Si puedes seguir tú sola, bajaré para ayudar con el cortejo nupcial.


—Me las arreglaré. Cuando acabe, iré a echaros una mano.


Paula salió tras quitarse el delantal y soltarse el pelo. Se apresuró y llegó al punto de encuentro con treinta segundos de adelanto. Volvió a pensar que esa ceremonia no era de su agrado, pero tenía que admitir que la novia sabía lo que se hacía. Media docena de damas formaban una hilera siguiendo las órdenes de Carla. Deslumbraban con sus faldas doradas de campana y los vistosos ramos que Emma había creado con unas dalias azules y unas rosas blancas para compensar el efecto. La novia, que parecía una princesa vestida de una lustrosa seda con unas perlas nacaradas y una cola tradicional de fulgurantes lentejuelas, aparecía radiante junto a su padre, muy apuesto vestido de esmoquin y con un corbatín blanco.


—La MDNA está en posición —murmuró Carla a Paula—. La MDNA entra con su acompañante. ¡Señoras, acuérdense de sonreír! Caroline, estás espectacular.


—Me siento espectacular. Bien, ha llegado el momento, papá.


—No me pongas nervioso —dijo él tomando la mano de su hija y llevándosela a los labios.


Carla dio la orden de cambiar de música y sonó la orquesta de cuerda que la novia había elegido para dar la entrada.


—Número uno, adelante. ¡La cabeza bien alta! ¡Sonreíd! Estáis preciosas. Ahora… número dos. Arriba esa cabeza, señoras.


Paula alisó faldas, fijó tocados y se quedó junto a Carla para ver desfilar a la novia por el pasillo sembrado de flores.


—La palabra que me viene a la mente es «espectacular» —decidió Paula—. Pensaba que nos pasaríamos de la raya y caeríamos en lo grotesco, pero hemos conseguido no traspasar los límites de la elegancia.


—Sí, aunque te aseguro que me alegraré si no vuelvo a ver los colores amarillo oro y oro viejo durante un mes. Quedan veinte minutos para trasladar a los invitados al salón principal.


—Me tomo diez y voy a dar una vuelta. Necesito hacer una pausa.


Carla se volvió de inmediato.


—¿Estás bien?


—Sí, solo quiero descansar un rato.


Un tiempo para despejar la cabeza, pensó Paula poniéndose a pasear. Un tiempo apartada de la gente. El servicio de sala comía en la cocina antes de empezar el turno, por eso dio un rodeo y salió por las terrazas laterales al jardín, donde podría disfrutar del silencio y de la abundancia de flores estivales.


Para acentuar aquella exuberancia, Emma había dispuesto unas urnas y diversas macetas con lobelias de color azul en cascada e impatiens rosadas que se balanceaban delicadas al viento. La hermosa y antigua mansión victoriana se había engalanado para la boda con las dalias azules que tanto gustaban a la novia y unas rosas blancas arracimadas en el pórtico con guirnaldas de tul y encaje para contribuir al romanticismo del escenario.


Sin esos adornos la casa también tenía un aire romántico, al entender de Paula. El discreto azul pastel entreverado de colores crudo y oro pálido, las líneas del tejado y los hermosos trazos que recordaban a una casita de cuento aportaban su toque romántico, de ilusión y rancio abolengo. 


Siempre había sido su segunda casa, desde que tuvo uso de razón. Ahora era su hogar, y esa preciosa mansión se encontraba tan solo a unos metros de la casita de la piscina y de la casa de invitados donde vivían y trabajaban sus amigas.


No podía imaginar que las cosas fueran tan diferentes, aun cuando ahora también contaban con Santiago y con Jeronimo, y las obras del nuevo anexo al estudio de Maca, que convertiría su espacio particular en una vivienda para una pareja, estaban a punto de terminar.


No, no lograba imaginar su vida sin esa finca, sin la casa, la empresa que había levantado con sus amigas y… la comunidad que habían terminado constituyendo entre ellas.


Paula necesitaba reflexionar sobre eso, tenía que admitirlo, para entender por qué había organizado su vida de esa manera.


Debía su triunfo al esfuerzo de su trabajo, sin duda alguna, y al esfuerzo que sus amigas dedicaban a su propio trabajo. 


Se lo debía asimismo a la visión de Carla, al talón que la señora Grady le había entregado hacía muchos años y a la confianza que había depositado en ella, tan preciada como el dinero. Todo eso le había abierto muchas puertas.


Sin embargo, no todo terminaba ahí.


La casa, la finca y lo que contenía esta habían pasado a pertenecer a Carla y a Pedro cuando sus padres fallecieron. 


Pedro había depositado una confianza inquebrantable en ellas tan crucial y esencial como la que había demostrado la señora Grady al extender ese talón bancario.


Ese también era el hogar de Pedro, pensó Paula retirándose para examinar la estructura, la gracia y la belleza del edificio. 


Sin embargo, Pedro se lo había cedido a Carla. Entre ellos discutían temas legales, modelos de negocio, proyectos, porcentajes, contratos… pero el poso permanecía intacto.


Cuando su hermana, o mejor dicho, ellas cuatro, el Cuarteto, como le gustaba llamarlas, habían querido algo y se lo habían pedido, él se lo había dado. Pedro había creído en todas ellas y les había ayudado a convertir su sueño en realidad. No lo había hecho por una cuestión de porcentajes o por tener determinados proyectos en mente. Había actuado de esa manera porque las quería.


—Maldita sea. —Enfadada consigo misma, Paula se pasó una mano por el pelo. Le daba rabia ser injusta, malvada y, por si fuera poco, tonta de remate.


Pedro no merecía todo lo que le había dicho, y si le había soltado tantas barbaridades era porque le resultaba más fácil enojarse con él que reconocer que le atraía. Besarlo había sido lo más estúpido que había hecho en la vida.


Ahora tendría que rectificar, protegerse y poner al mal tiempo buena cara. Conseguir aquel triplete no iba a ser fácil.


Sin embargo, era ella quien había cruzado los límites y la que tendría que poner en orden sus sentimientos. Por eso le tocaba arreglarlo.


En ese momento oyó que Carla ordenaba que encendieran el cirio del amor y la unión y que diese comienzo el solo vocal. Se había acabado el tiempo, se dijo Paula. Ya daría con la solución más tarde.







1 comentario: