domingo, 5 de marzo de 2017

CAPITULO 52 (SEGUNDA HISTORIA)





No supo cómo consiguió reprimir las lágrimas. Solo sabía que no veía nada y que tenía que llegar a casa. Necesitaba estar en casa. Le empezaron a temblar las manos y agarró el volante con más fuerza. Le dolía respirar. ¿Era posible? ¿Cómo podía dolerle el simple acto de respirar? Oyó que se le escapaba un lamento y presionó los labios para contener el siguiente. Le pareció oír el sonido que emite un animal herido.


No se permitiría dejarse embargar por esa emoción. En ese momento, no. Todavía no.


Haciendo caso omiso de los alegres timbrazos de su teléfono móvil, mantuvo la vista pegada a la carretera.


La contención cedió, y las lágrimas la vencieron en el momento en que giraba y tomaba el caminito de entrada. Se las enjugó con un movimiento rápido e impaciente, dobló la curva y aparcó.


Entonces la sacudió un temblor. Paula salió trémula del coche y avanzó a trompicones por el sendero. Logró entrar en la casa principal, sana y salva, antes de que los primeros sollozos la desbordaran.


—¿Paula? —Oyó la voz de Carla en lo alto de la escalera—. ¿Qué haces en casa tan temprano? Creía que estabas...


A través de un mar de lágrimas, Paula vio que Carla bajaba corriendo la escalera.


—Carla...


Paula se vio envuelta en un fuerte abrazo.—Oh, Paula... Ay, cariño... Ven, ven conmigo.


—¿Qué es este alboroto? ¿Qué pasa? ¿Está herida? —La señora Grady, como había hecho Carla, bajó corriendo por la escalera.


—Físicamente no. La llevaré arriba. ¿Puede llamar a Maca?


—Me ocuparé de eso. Vamos, preciosa... —La señora Grady le acarició el pelo—. Ya estás en casa. Deja que nos ocupemos nosotras. Ve con Carla.


—No puedo parar. No puedo parar de llorar.


— No tienes por qué. —Carla, asiéndola por la cintura, la condujo escalera arriba—. Llora cuanto quieras, todo lo que necesites. Iremos a la sala, donde nos reunimos siempre.


Cuando llegaron al tercer piso, Laura salió disparada a su encuentro. No dijo nada, tan solo rodeó a Paula por la cintura flanqueándola desde el otro lado.


—¿Cómo he podido ser tan idiota?


—No eres idiota —murmuró Carla—. No lo eres.


—Iré a buscar un poco de agua — propuso Laura.


Carla asintió y condujo a Paula hasta el sofá.


—Me ha hecho mucho daño, muchísimo, ¿Cómo puede la gente soportar tanto dolor?


—No lo sé.


Una vez sentadas, Paula se aovilló y apoyó la cabeza en el regazo de Carla.


—Tenía que llegar a casa. Era necesario que llegara a casa.


—Ya estás en casa —dijo Laura, que se había sentado en el suelo e iba metiendo pañuelos de papel en la mano de Paula.


Tapándose la cara con ellos, Paula expulsó el dolor y el sufrimiento que le atenazaban el pecho y le laceraban el vientre.


Sollozó con tanta fuerza que se le irritó la garganta, sollozó hasta que ya no pudo más. Y al terminar, las lágrimas seguían rodándole por las mejillas.


—Es como si estuviera padeciendo una enfermedad espantosa —afirmó manteniendo los ojos cerrados durante unos instantes—. Como si nunca fuera a recuperarme.


—Bebe un poco de agua. Te sentará bien —le propuso Carla ayudándole a incorporarse—. Y tómate estas aspirinas.


—Es como tener una gripe aguda — comentó Paula dando un sorbo de agua, respirando hondo y tragándose la aspirina que Carla le tendía—. Es como cuando tienes gripe y, después de superarla, sigues débil, mareada e indefensa.


—Hay té y sopa. —Maca, como Laura, se había sentado en el suelo—. La señora Grady los ha subido.


—Todavía no. Gracias. Todavía no.


—Esto no ha sido solo por una pelea — aventuró Laura.


—No, no ha sido solo por una pelea — repitió Paula, agotada y apoyando la cabeza en el hombro de Carla—. ¿Creéis que es peor porque todo ha sido por mi culpa?


—No te atrevas a culparte por nada — afirmó Laura dándole una palmadita en la pierna—. No te atrevas.


—No voy a ponérselo fácil, creedme, pero soy yo quien se ha complicado la vida. Y esta noche, precisamente esta noche, estaba allanando el terreno porque quería... esperaba
—se autocorrigió Paula—, algo que no iba a suceder. Conozco a Pedro, y aun así, he saltado por el precipicio.


—¿Puedes decirnos qué ha pasado? — preguntó Maca.


—Sí.


—Primero toma un poco de té —dijo Laura ofreciéndole una taza.


Paula dio un sorbo y suspiró.


—Aquí hay whisky.


—La señora Grady ha dicho que te lo bebas. Te irá bien.


—Sabe a medicamento. Y debe de serlo. —Paula tomó otro sorbo—. He cruzado los límites, supongo, por decirlo de algún modo. Lo que ocurre es que no acepto los límites que
él me impone, y por eso hemos terminado. Esto tiene que acabar porque no soporto sentirme así.


—¿Cuáles son esos límites? —preguntó Carla.


No me deja entrar en su vida —dijo Paula sacudiendo la cabeza—. Quería obsequiarle de alguna manera. En parte,
también lo hacía por mí, pero quería ofrecerle algo especial. Por eso fui al vivero. 


Cuando terminó su té, las punzadas que sentía en la cabeza eran más débiles.


—Pasé un mal rato cuando me vi obligada a decirle a Michelle que no tenía llave. Una parte de mí se retrajo, se dijo: «Detente».


—¿Para qué diablos ibas a hacer eso? — le espetó Laura.


—Eso fue lo que otra parte de mí se dijo. Salimos juntos, somos una pareja y, sobre todo, buenos amigos. ¿Qué hay de malo en ir a su casa y sorprenderlo preparándole la cena? Pero lo sabía. Esa otra parte de mí lo sabía.
Quizá fuese una prueba. No lo sé. Ni me importa. Y quizá la cosa se complicó tanto, me refiero a la tensión creciente, a la
discusión, porque antes me había tropezado con Rachel Monning en la librería. ¿Te acuerdas de ella, Carla? Yo fui su canguro.


—Sí, vagamente.


—Se va a casar.


—¿Le hiciste de canguro? —exclamó Laura alzando las manos—. ¿Dejan casarse a las niñas de doce años?


—Va a la universidad. Se licencia el año que viene, y luego se casará. A propósito, quiere celebrarlo aquí. Cuando me recobré de la impresión, solo podía pensar que lo que yo
quería era eso. Quería lo que tiene esa chica que yo cuidé. Maldita sea, quería lo que vi en su cara. La alegría, la confianza, las ansias de empezar una nueva vida con el hombre que ama. ¿Por qué no iba a querer eso? ¿No estoy en mi derecho? Querer casarse es tan legítimo como no quererlo.


—No hace falta que gastes saliva —le recordó Maca.


—Bueno, pues resulta que eso es lo que quiero. Quiero el compromiso, el trabajo, los niños y todo lo que eso conlleva. Todo. Ya sé que también quiero el cuento de hadas, bailar
en el jardín, a la luz de la luna, pero eso... solo es como el ramo o como un hermoso pastel. Es un símbolo. Lo que yo quiero es lo que eso simboliza. Él no. —Paula se recostó y cerró los ojos—. Los dos tenemos razón. Lo que ocurre es que no queremos las mismas cosas.


—¿Te ha dicho eso? ¿Te ha dicho Pedro que no quiere lo mismo que tú quieres?


—Se ha enfadado al verme en su casa — le dijo Paula a Carla—. Peor aún. Más que enfadarse, se ha puesto hecho una furia. Me he pasado de lista.


—Oh, por el amor de Dios... —musitó Maca.


—Bien, imaginaba un montón de cosas. Suponía que estaría contento de verme, de que le hiciera carantoñas después de un duro y largo día de trabajo. Llevé mi DVD de Truly, Madly, Deeply. Habíamos bromeado con hacer una sesión doble para que él pudiera ver por qué me gustaba a mí esa película y luego compararla con La jungla de cristal.


—Alan Rickman —dijo Laura asintiendo.


—Exacto. Le había llevado unos girasoles y unos maceteros. Preciosos de verdad. Y casi había terminado de preparar el
aperitivo cuando él ha llegado. Me he puesto a charlar de esto y de aquello durante un rato. ¿Quieres una copa de vino? Relájate un poco. ¡Ostras, qué estúpida! Y entonces ha tenido ese gesto, explícito, inconfundible. Ha cogido... las llaves de Michelle y se las ha metido en el bolsillo.


—Eso demuestra mucha frialdad —dijo Laura con callada indignación—. Una frialdad del carajo.


—Eran sus llaves —afirmó Paula—. Estaba en su derecho. Por eso le he dicho lo que pensaba, lo que sentía, y que por mi parte se habían terminado los disimulos. Le he dicho que estaba enamorada de él. Y lo único que él ha acertado a decir es que le diera un minuto para poder pensar.


—Menudo imbécil te has buscado.


El tono disgustado de Maca casi le arrancó una sonrisa.


—Me he dicho eso de «me has pillado desprevenido, no esperaba algo así». Incluso ha pronunciado la frase «me has cogido en un mal momento».


—Penoso.


—Todo eso ha sido antes de que le dijera que lo amaba, pero da igual. Le he dicho que todo había terminado y me he marchado. Me ha dolido mucho. Creo que va a dolerme durante mucho tiempo.


—Ha llamado —le dijo Maca.


—No quiero hablar con él.


—Lo imaginaba. Quería asegurarse de que estabas aquí, de que habías llegado a casa. No estoy de su lado, créeme, pero me ha parecido que estaba muy afectado.


—Me da igual. No quiero preocuparme por eso. Si lo perdono ahora, si me desdigo, si me conformo con lo que él me ofrece, me traicionaré a mí misma. Primero tengo que superar esto —dijo Paula acurrucándose de nuevo—. Necesito reponerme. No quiero verlo ni hablar con él hasta que lo haya superado. O al menos hasta que me sienta con
fuerzas.


—Pues entonces no lo hagas. Voy a cambiar las consultas que tienes para mañana.


—Oh, Carla...


—Te conviene tener un día libre.


—¿Para llorar como una magdalena?


—Sí. Ahora necesitas un baño caliente y muy largo. Nosotras calentaremos la sopa. Después, cuando hayas terminado de llorar por segunda vez... porque vas a volver a
llorar...


— Sí —suspiró Paula—. Volveré a llorar.


— Después de eso, te meteremos en la cama, y dormirás hasta que el cuerpo te diga basta.


— Todavía estaré enamorada de él cuando me despierte.


—Sí —convino Carla.


—Y todavía seguirá doliéndome.


—Sí.


—Pero seré un poco más fuerte.


—Lo serás.


—Voy a prepararte el baño. Con mi fórmula especial —propuso Maca levantándose y besando a Paula en la mejilla—. Estamos de tu lado.


—Yo me encargo de la sopa, y le pediré a la señora Grady que haga un montón de sus fabulosas patatas fritas. Ya sé que es un clásico —dijo Laura dándole un pellizco cariñoso en la pierna—, pero los clásicos lo son por algo.


—Gracias. —Paula cerró los ojos y cogió a Carla de la mano cuando se quedaron a solas—. Sabía que estarías a mi lado.


—Siempre.


—Oh, Carla. Ay, ya viene el segundo.


—No pasa nada —dijo Carla acariciándole la espalda a modo de consuelo mientras ella se abandonaba al llanto—. No pasa nada.



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