domingo, 5 de marzo de 2017
CAPITULO 51 (SEGUNDA HISTORIA)
Sucio, sudado y molesto todavía por culpa de un fontanero que no se había presentado a trabajar y un inspector de obras novato que se daba aires de superioridad, Pedro condujo hacia la parte trasera del despacho.
Quería darse una ducha, tomar una cerveza y quizá un par de aspirinas. Si el contratista no iba a despedir al maldito
fontanero, que además era su cuñado, le explicaría los motivos del retraso a su cliente.
Y también se encargaría del inspector de obras, que se había puesto a mangonear porque la abertura de una puerta excedía apenas tres milímetros de la medida requerida.
Quizá sería mejor empezar por las aspirinas y seguir con la ducha y la copa.
Tal vez eso dulcificaría un día que había empezado a las seis de la mañana con la llamada de un cliente, cinta métrica en mano, que se había puesto como una fiera porque había medido el hueco destinado al mueble bar y le faltaban cinco centímetros.
No culpaba al cliente por ello. Él también se había puesto como un energúmeno. Si había marcado cinco centímetros más en el plano, también tenían que estar en la obra, y
los empleados no tenían por qué cambiar las medidas a su antojo.
A partir de ese momento, pensó Pedro intentando relajar la tensión de sus hombros, el día había ido de mal en peor. Si él estaba dispuesto a trabajar una jornada de doce horas
diarias, lo que pedía era poder terminarla con la sensación de haber logrado algo positivo y no pensando que se había dedicado a recorrer el maldito condado apagando incendios.
Dobló el último tramo dando las gracias por haber llegado a casa y porque la oficina estuviera cerrada. Así (por favor, por favor) nadie podría pedirle que arreglara cualquier cosa o negociara algún asunto.
Al ver el coche de Paula se quedó perplejo y, luchando por sobreponerse al dolor de cabeza, pensó si no se habría confundido.
¿Habían quedado en encontrarse en la ciudad o en salir juntos de casa?
No, no. Tocaba ir a cenar y quizá al cine, plan que intentaría cambiar por comida preparada y un DVD en casa, y eso después de refrescarse y relajarse un poco. Salvo que al estar enfrascado entre crisis y quejas, había olvidado llamarla para comentárselo.
Aunque si Paula ya estaba en la ciudad, podría...
Se quedó descolocado cuando se dio cuenta de que la puerta trasera estaba abierta, la mosquitera entornada y que, junto a esta, había unos maceteros con flores. Detuvo la
camioneta, se quedó sentado inmóvil un momento, y entonces lanzó las gafas de sol encima del salpicadero. Salió del vehículo y oyó música colándose por la puerta.
¿De dónde demonios habían salido esas plantas?, se preguntó, sintiendo que la rabia acrecentaba su dolor de cabeza. ¿Por qué diablos estaba abierta la puerta?
Quería conectar el aire acondicionado, darse una ducha fría y disponer de cinco minutos para sacudirse de encima el pésimo día que había tenido. Ahora, en cambio, había allí unas flores que tendría que acordarse de regar, la música estaba alta y ella le esperaba en casa, pendiente de ser el centro de atención y de conversar con él.
Subió cansinamente los escalones, le frunció el ceño a las plantas y empujó la puerta mosquitera.
Allí estaba ella, tarareando una melodía de la radio (que atronaba en su dolorida cabeza), y cocinando (precisamente cuando él ya había decidido encargar una pizza). El juego de llaves de repuesto estaba encima del mostrador, junto a un jarrón de girasoles enormes que le dolían a la vista.
Paula meneaba la sartén con una mano mientras sostenía una copa de vino con la otra. De repente, se fijó en él.
—¡Oh! —se sobresaltó ella riéndose con la sartén en la mano—. No te he oído entrar.
—No me extraña. El barrio entero debe de estar divirtiéndose con... ¿eso es ABBA?
—¿Qué? Ah, la música. Está muy alta. —Dio un nuevo meneo a la sartén y luego graduó el fuego. Se apresuró a tomar el mando a distancia y bajó el volumen del estéreo—. Esta música es perfecta para cocinar. Se me ha ocurrido darte una sorpresa y te estoy preparando una cena casera. Las vieiras necesitan un minuto más. La salsa ya está; si quieres, puedes probarla ahora mismo. ¿Te apetece una copa de vino?
—No, gracias. —Pedro abrió el armario alto en el que guardaba los frascos de aspirinas.
—Sé que has tenido un día muy complicado. —Paula le hizo una caricia en el brazo como muestra de cariño mientras él
forcejeaba con el frasco—. Michelle me lo ha contado. ¿Por qué no te sientas un rato y te relajas?
—Voy sucio. Necesito una ducha.
—Sí, en eso te doy la razón. —Paula se puso de puntillas y rozó sus labios con un beso—. Te traeré un vaso de agua fría.
—Ya voy yo. —Pedro se dirigió a la nevera—. ¿Michelle te ha dado las llaves?
—Me ha dicho que te retrasarías porque estabas en una obra. También me ha contado que habías tenido un día muy complicado. Yo llevaba la comida en el coche y... —Paula
volvió a menear la sartén y luego apagó el fuego—. He puesto a marinar una falda de ternera. La carne roja te irá bien para el dolor de cabeza. Aséate y descansa. La cena puede esperar si te apetece estirarte un poco antes.
—¿Qué significa todo esto, Paula? —A pesar de que el volumen no era muy alto, la música le estaba destrozando los nervios. Pedro agarró el mando a distancia y apagó el equipo —. ¿Has cargado con esos tiestos hasta aquí arriba?
—Chip se ocupó de la peor parte. Yo lo pasé de fábula eligiendo los maceteros y las plantas. —Paula aderezó las vieiras con una mezcla de cilantro, ajo y lima, y luego echó
por encima la salsa que había preparado—. Dan una nota de color a la casa, ¿verdad? Quería agradecerte el detalle que tuviste en Nueva York, y cuando me vino la inspiración,
reuní unas cuantas cosas y me lancé a la carretera.
Paula dejó el cuenco vacío en el fregadero y, al volverse, se le borró la sonrisa del rostro.
—He metido la pata, ¿verdad?
—He tenido un día de perros, eso es todo.
—Y yo he acabado de rematarlo, claro.
—Sí. No. —Pedro se presionó los dedos contra las sienes como si intentara perforárselas—. He tenido un día muy malo. Solo necesito calmarme un poco. Tendrías que haber llamado si querías... preparar algo así.
Sin pensarlo, y por la fuerza de la costumbre, Pedro tomó el juego de llaves de repuesto y se lo guardó en el bolsillo.
Fue como si la hubiera abofeteado.
—No te preocupes, Pedro. No he metido nada mío en el armario ni en los cajones. El cepillo de dientes sigue en mi bolsa.
—¿De qué diablos estás hablando?
—Mi allanamiento de morada solo ha llegado hasta la cocina, y no volverá a suceder. No he salido corriendo a hacer una copia de tus valiosas llaves, y espero que no le riñas a Michelle por habérmelas dado.
—Paula, dame un respiro.
—¿Dices que te dé un respiro? ¿Tienes idea de lo humillante que ha sido tener que decirle que no tenía llave, saber que llevamos acostándonos desde abril y que no soy digna de tu confianza?
—Esto no tiene nada que ver con la confianza. Yo nunca...
—Mientes más que hablas, Pedro. Mientes. Cuando me quedo en tu casa, cosa rara, porque es tu espacio particular, tengo que andar con tiento para no olvidar ni una sola horquilla, porque, ¡oh, desgracia!, ¿qué pasaría entonces? ¿Se dejará esta mujer el cepillo del pelo, olvidará una blusa...? Cuidado, porque puede pasar que, en menos de lo que canta un gallo, me sienta muy a gustito en tu casa.
—Me alegra que te sientas a gusto, no seas tonta. No quiero pelearme contigo.
—Mala suerte, porque yo sí ando buscando pelea. Te has enojado porque he venido a invadir tu espacio y he actuado como si estuviera en mi propia casa. Tu actitud me indica que estoy perdiendo el tiempo, que mis sentimientos han caído en saco roto, y yo merezco más que eso.
—Mira, Paula, todo esto me ha pillado en un mal momento.
—No se trata de este momento en concreto, Pedro, no es eso. Siempre pasa igual. Me impides entrar en tu casa porque entonces parece que te estés comprometiendo.
—Por favor, Paula. Me he comprometido contigo. No hay nadie más. No ha habido nadie más desde el día en que te
toqué.
— No estoy hablando de otra persona. Se trata de ti y de mí. Se trata de que me quieres, a tu manera, si todo avanza conforme a... tus planes —exclamó ella con aspavientos—. Mientras nos rijamos por eso, no habrá problemas. Pero a mí, eso ya no me sirve. Lo nuestro no va a funcionar si no puedo traerte una botella de leche, dejar un maldito pintalabios encima del lavabo o regalarte unas plantas sin que te cabrees.
—No entiendo lo de la leche. Paula, maldita sea... no sé de qué estás hablando.
—Esto no va a funcionar si prepararte la cena significa que estoy cometiendo un delito. —Paula agarró la bandeja de vieiras y la estrelló contra el fregadero con un estrépito de
loza rota.
—Bueno, ya vale.
—No, ya vale no. —Paula giró sobre sí misma y lo empujó con ambas manos mientras unas lágrimas de rabia y decepción le nublaban los ojos y le quebraban la voz—. No
voy a conformarme con menos. Te quiero, y quiero que me quieras. Quiero pasar el resto de mi vida contigo. Casarme, tener niños, un futuro... Y esto... con esto no tengo bastante,
ni mucho menos. Ha resultado que tú tenías razón, Pedro. Tenías toda la razón del mundo. Dales un dedo y se tomarán el brazo entero.
—¿Qué?, ¿cómo...? Espera.
—No te preocupes, no hace falta que salgas huyendo. Yo soy la única responsable de mis sentimientos, de mis necesidades y elecciones. Y aquí acaba todo. Hemos terminado.
—Un momento. —Pedro se maravilló de que la cabeza no le hubiera explotado. Aunque quizá sí le había explotado y por eso ya no la sentía—. Joder, dame un momento para que
pueda pensar.
—No hay tiempo, y basta ya de pensar. No me toques —le advirtió ella al ver que Pedro se le acercaba—. Ni se te ocurra ponerme un dedo encima. Tuviste tu oportunidad. Te he dado todo lo que tenía. Si hubieras querido más, más te habría dado. Esta es mi manera de amar. Solo sé amar así.
Sin embargo, lo que no voy a hacer es entregarme a ciegas cuando no se valoran, ni se quieren, mis sentimientos, cuando no se me valora a mí.
—Cabréate y rompe los platos, si quieres —le espetó Pedro—, pero no te quedes aquí plantada diciéndome que no te quiero, que no te valoro.
—No como yo quiero o necesito. Intentar lo contrario, Pedro, intentar no quererte de la única manera que sé querer... eso me rompe el corazón. —Paula cogió su bolso—. Apártate de mí.
Pedro dio un manotazo a la puerta mosquitera para cortarle el paso.
—Siéntate. No eres la única que tiene algo que decir.
—Me da igual lo que digas. Se acabó lo de preocuparme por ti. He dicho que te apartes.
En ese momento Paula lo miró a los ojos. Si hubiera habido rabia o rencor en ellos, Pedro lo habría pasado por alto hasta haber liquidado el asunto. Sin embargo, se vio incapaz de hacer frente a su dolor.
—Paula, por favor.
Paula se limitó a hacer un gesto de negación y, empujándolo para que se apartara, corrió hacia su coche.
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