sábado, 4 de marzo de 2017

CAPITULO 49 (SEGUNDA HISTORIA)





Cuando le sobrevenía la inspiración, Paula no la dejaba pasar de largo. Tuvo que hacer unas cuantas combinaciones y, por suerte, una clienta fue lo bastante flexible para aceptar reunirse con ella en menos de una hora, pero al final consiguió que la tarde del lunes le quedara libre.


Había planeado sorprender a Pedro dando un giro a su habitual cita nocturna de los lunes. Al salir, pasó por la mansión para ir al despacho de Carla.


Su amiga iba arriba y abajo, con los auriculares puestos, e hizo un gesto de desolación al ver entrar a Paula.


—Estoy segura de que la madre de Kevin no ha querido mostrarse crítica ni insultarte. Tienes toda la razón, es tu boda, es tu día y tú eliges. Tienes todo el derecho... Sí, él es un encanto, Dawn, y sus modales son impecables. Ya lo sé... ya lo sé.


Carla cerró los ojos e hizo el gesto de estrangularse para que Paula lo viera.


—Mira, ¿por qué no dejas que sea yo quien se encargue de la situación? Kevin y tú no estaríais tan tensos. A veces, es mejor que sea alguien de fuera quien explique que... Estoy segura de que no es su intención. Sí, claro. Yo también me enfadaría, pero... ¡Dawn, escúchame! —Carla endureció un poco el tono de voz. Paula supo reconocer ese recurso, muy útil para atajar cualquier posible rabieta de la novia—. Tienes que recordar, por encima de todo, de cualquier insignificancia o complicación, por encima de cualquier desacuerdo, que ese día, con todo lo que eso implica, se celebra por ti y por Kevin. Y tienes que recordar también que mi papel es procurar que los dos disfrutéis de ese día tan deseado.


Carla alzó los ojos al techo.


—¿Por qué no sales a cenar con Kevin, los dos solos? Puedo reservarte una mesa donde quieras... Me encanta ese restaurante. —Carla garabateó un nombre en una libreta —. ¿Digamos a las siete? Me ocupo de ello ahora mismo. Esta noche hablaré con su madre. Mañana todo estará arreglado. No te preocupes. Te digo algo pronto. Sí, Dawn, para eso estoy aquí. Bien. Fantástico. Ajá. Adiós.


Carla levantó un dedo.


—Un minuto, por favor. —Tras ponerse en contacto con el restaurante elegido por la novia y conseguir hacer una reserva, se quitó los auriculares. Dio un profundo suspiro, dejó escapar un grito entusiasta y asintió—. Ahora estoy mucho mejor.


—¿Dawn tiene problemas con su futura suegra?


—Sí. Por extraño que parezca, la MDNO no entiende ni aprueba el personaje que la novia ha elegido para que le lleve los anillos.


—No tendría que meterse en es...


—Será Judías, el bull terrier bostoniano de la novia.


—Ah, lo había olvidado —barbotó Paula frunciendo el ceño—. Espera. ¿Conocía yo el dato?


—No lo creo, porque Dawn me lo comentó hace tan solo un par de días. La MDNO cree que es una idiotez, un acto indigno y vergonzoso. Y lo ha expresado en unos términos muy claros. La novia ha sacado la conclusión de que su futura suegra odia a los perros.


—¿Llevará esmoquin?


Carla esbozó una leve sonrisa.


—De momento, solo pajarita. Si la novia quiere un perro, tendrá un perro. Invitaré a la MDNO a tomar una copa. Es mejor tratar estas cuestiones en persona, y acompañarlas
de bebidas espirituosas. A ver si aplacamos los ánimos.


—Te deseo buena suerte. Voy a la ciudad. Quiero darle una sorpresa a Pedro prepararle la cena. No volveré hasta mañana por la mañana. Pero también veré si Laura y tú no habéis arramblado con toda la ropa sexy y playera que hay en Greenwich.


—Puede que haya quedado algún top sin espalda. Y a lo mejor un par de sandalias.


—Los encontraré. Iré al súper y pasaré por el vivero. ¿Necesitas algo? Puedo traértelo mañana por la mañana.


—¿Irás a la librería?


—Yendo a la ciudad, ¿qué diría mi madre si no entro a verla?


—Perfecto. Me guarda un libro que le encargué.


—Lo recogeré yo. Si se te ocurre algo más, llámame al móvil.


—Diviértete. —Al salir Paula del despacho, Carla consultó la BlackBerry.


Suspiró y marcó el número de la madre de Kevin.



****

Encantada de poder disponer de unas horas libres, Paula decidió detenerse primero en el vivero. Se concedió el lujo de pasear y disfrutar un poco antes de ponerse a trabajar
seleccionando el producto.


Amaba tanto las fragancias de la tierra, las plantas y la vegetación que tuvo que contenerse para no empezar a comprar de todo un poco. Sin embargo, se prometió a sí misma que regresaría a la mañana siguiente y elegiría unas plantas para la finca.


De momento quería pensar qué clase de macetas quedarían bien en la entrada del porche trasero de Pedro. Encontró dos finas urnas de color bronce oxidado y decidió que eran perfectas para flanquear la puerta de la cocina.— ¿Nina? —exclamó Paula haciendo un gesto a la encargada—. Me llevaré estas dos.


—Son magníficas, ¿verdad?


—Lo son. ¿Puedes hacer que las carguen en mi coche? Está aparcado aquí delante. Y necesito tierra para llenarlas. Voy a elegir las plantas.


—Tómate todo el tiempo que desees.


Paula encontró exactamente lo que quería. Eligió una gama de rojos y púrpuras intensos con algunos matices dorados para equilibrar el conjunto.


—Maravilloso —comentó Nina cuando Paula se acercó a la caja empujando el carrito —. Colores fuertes y texturas fabulosas. Además, ese heliotropo huele muy bien. ¿Es
para una boda?


—No, en realidad es un regalo para un amigo.


Tu amigo tiene suerte. Lo hemos cargado todo en el coche.


—Gracias.


Paula fue de tiendas por la ciudad y se permitió el capricho de comprarse unas sandalias, una falda muy airosa y, pensando en un verano de hacía años, un pañuelo de atrevido estampado para usarlo como pareo.


Entró en la librería y saludó a la cajera que estaba facturando en el mostrador.


—¡Hola, Paula! Tu madre está en la trastienda.


—Gracias.


Lucía estaba abriendo una caja de libros que acababan de recibir, pero en el instante en que reconoció a su hija, dejó la mercancía y se puso a hablar con ella.


—Esto sí que es una sorpresa.


—He salido a gastar dinero. —Paula se inclinó por encima de la caja para besar a su madre en la mejilla.


—Es mi actividad favorita, o casi. ¿Qué has comprado para estar tan contenta, o...? — Y toqueteó la pulsera de Paula—. ¿O solo eres feliz?


—Las dos cosas. Voy a prepararle la cena a Pedro, y todavía tengo que ir al súper. Pero he encontrado unas sandalias monísimas, que, por supuesto, me he visto obligada a
estrenar.


Paula giró sobre sí misma para mostrárselas.


—Sí que son monísimas.


—Y... —Paula tocó con los dedos sus nuevos pendientes de oro para hacerlos bailar.


—Ah, son muy bonitos.


—Y además he comprado una falda preciosa estampada con amapolas, un par de camisetas, un pañuelo... y más cosas.


—Mira qué bien... Esta mañana he visto Pedro. Creo que ha dicho que hoy ibais al cine.


—Cambio de planes. Voy a prepararle tu falda de ternera. La señora Grady tenía una pieza en el congelador y le he suplicado que me la diera. La he dejado marinándose toda la
noche. Está en el coche, en una nevera portátil. He pensado que cortaría unas patatas a lo largo y las asaría con tomillo, y que quizá le añadiría unos espárragos y un buen trozo de
pan untado en aceite. ¿Qué te parece?


—Muy masculino.


—Bien, esa es la idea. No he conseguido sacarle un postre a Laura. No ha habido manera de convencerla. Está hasta las cejas de trabajo. Pero he pensado que un buen recurso
podría ser un helado con unas fresas.


—Una cena masculina y equilibrada. ¿Celebráis algo en especial?


—En parte quiero agradecerle la noche increíble que pasamos en Nueva York, y además... voy a decírselo, mamá. Voy a decirle lo que siento por él, le diré que le quiero. No me parece honesto guardar tantas cosas aquí —y se llevó la mano al corazón—, y no decírselo.


—El amor es valiente —le recordó Lucía —. Sé que cuando Pedro pronuncia tu nombre, es feliz. Estoy contenta de que me lo hayas dicho. Esta noche pensaré en los dos para desearos toda la felicidad del mundo.


—Te lo agradezco. Ah, me ha dicho Carla que le guardas un libro. Hemos quedado en que lo recogería yo.


—Iré a buscarlo. —Lucía cogió a Paula por la cintura y las dos mujeres salieron del almacén—. ¿Me llamarás mañana? Me gustará que me cuentes cómo ha ido la cena.


—Te llamaré a primera hora.


—¿Paula?


Paula se volvió y sonrió a una hermosa morena a la que no logró situar.


—Hola.


—¡Eres tú! ¡Hola, Paula!


Paula se vio zarandeada en un abrazo entusiasta. Atónita, estrechó amigablemente a la joven mientras lanzaba una mirada interrogativa a su madre.


—Rachel, veo que has venido a pasar unos días. ¿Qué tal la universidad? —Lucía sonrió dándole pistas a su hija—. Parece que fue ayer cuando Paula iba a tu casa a hacerte
de canguro.


—Ya lo sé. Casi no...


—¿Rachel? ¿Rachel Monning? —Paula se apartó un poco para mirar a la joven de brillantes ojos azules—. Dios mío. Estás increíble. No te había reconocido. Has crecido, y estás preciosa. ¿Cuándo dejaste de tener doce años?


—Hace tiempo. Bastante tiempo, entre una cosa y la otra, y con la universidad de por medio. Oh, Paula, estás fantástica. Como siempre. No puedo creer que haya coincidido contigo de esta manera. De hecho, iba a llamarte.


—¿Vas a la universidad? ¿Has venido a casa a pasar las vacaciones de verano?


—Sí. Me queda un año más. Estoy trabajando en Estervil, como relaciones públicas. Me he tomado el día libre porque
necesitaba un libro. Un dietario para planificar mi boda. ¡Estoy prometida!


Rachel le mostró el brillante que resplandecía en su mano.


—¿Prometida? —Paula logró controlarse. La impresión la había dejado sin palabras—. Pero si hace diez minutos estabas jugando con tus Barbies...


—Creo que ya hace más de diez años de eso. —A Rachel se le iluminó la cara al estallar en carcajadas—. Tienes que conocer a Drew. Es increíble. Qué cosas digo, claro que lo conocerás. Nos casaremos el verano próximo, después de que me licencie, y me gustaría mucho que te ocuparas de las flores y de, bueno, de todo. Mi madre dice que no hay nada como Votos. ¿Te lo puedes creer? Me voy a casar y tú diseñarás mi ramo. Solías confeccionarme unos ramos de pañuelos de papel, y ahora me harás uno de verdad.


Paula notó una punzada en el estómago y, aunque se odió por ello, no pudo engañarse a sí misma.


—Me alegro mucho por ti. ¿Desde cuándo?


—Desde hace dos semanas, tres días y... —Rachel consultó el reloj—, dieciséis horas. Oh, ojalá tuviera más tiempo, pero tengo que recoger el dietario y marcharme corriendo si no quiero llegar tarde. —Volvió a abrazar a Paula—. Te llamaré y hablaremos de las flores, de los pasteles y... en fin, de todo. ¡Adiós! Adiós, señora Chaves. Hasta pronto.


—Rachel Monning se casa.


—Sí —dijo Lucía dándole unos golpecitos a su hija en el hombro—. Se casa.


—Fui su canguro. Le hacía trenzas en el pelo y dejaba que se quedase levantada hasta tarde. Y ahora le prepararé el ramo de novia. Caray, mamá...


—Venga, mujer... —dijo Lucía sin molestarse en disimular su risa socarrona—. ¿No vas a pasar la noche con el príncipe azul?


—Sí, es verdad. Ya lo entiendo. Cada cual sigue su camino, pero... caray.


Paula logró dejar de pensar en canguros y bodas y terminó sus compras. Acababa de salir del súper cuando otra persona la saludó en español.


—¡Buenas tardes, bonita!


—Rico, ¿cómo estás? —En lugar de un abrazo, Paula recibió un par de calurosos besos en las mejillas.


—Mejor, ahora que te he visto.


—¿Cómo es que no estás volando hacia algún destino fabuloso?


—Acabo de regresar de Italia. El propietario ha ido con la familia a la Toscana para descansar y divertirse.


—Ah, qué vida tan dura la del piloto particular. ¿Cómo está Brenna?


—Rompimos hace un par de meses.


—Oh, lo siento. No lo sabía.


—Así están las cosas —dijo Rico encogiéndose de hombros—. Deja que te ayude con los paquetes. —Tomó las bolsas de la compra y les echó un vistazo de camino al coche—. Parece que ahí llevas un buen manjar, mejor que la cena de muerto de hambre que me espera en el mármol de la cocina.


—Pobrecito... —Paula se rió mientras abría la puerta del acompañante—. Déjalo aquí. El asiento de atrás está a tope.


—Ya lo veo —dijo él echando un vistazo a las plantas y las bolsas que había en el asiento trasero—. Parece que has planeado una noche ajetreada, pero si quieres cambiar de idea, te llevaré a cenar. —Rico le pasó un dedo por el brazo flirteando con ella—. O todavía mejor, te daré esas clases de vuelo de las que hablamos.


—Gracias, Rico, pero salgo con alguien.


—Tendrías que salir conmigo. Si cambias de idea, en el momento que sea, llámame.


—Si cambio de idea, serás el primero en saberlo. —Paula lo besó en la mejilla y dio la vuelta al coche para acceder a la puerta del conductor—. ¿Recuerdas a Jill Burke?


—Ah... esa rubita que siempre se reía.


—Sí. Ella también está sin pareja.


—¿Ah, sí?


—Deberías llamarla. Seguro que le encantaría que le dieras esa clase de vuelo.


Rico sonrió, y las chiribitas de sus ojos le recordaron por qué se había divertido tanto con ese hombre. Entró en el coche y se alejó con un saludo.


Pensando en los maceteros, las plantas y los alimentos que había comprado, Paula aparcó el coche en la parte trasera del edificio donde vivía Pedro intentando acercarlo en lo
posible a la escalera. Inclinó la cabeza para examinar el pequeño porche de la cocina e hizo un gesto de afirmación. 


Los maceteros quedarían bien, muy bien, de hecho.


Ansiosa por ponerse manos a la obra, dio la vuelta a la casa hasta llegar a la puerta principal. El cristal biselado y los altos ventanales frontales permitían que entrara una luz generosa que contribuía a dar un aire estiloso y cómodo a la zona de recepción.


Pedro había acertado al optar por un ambiente más cálido e informal en lugar de decidirse por una fría elegancia. El espacio transmitía calma y una silenciosa dignidad, que contrastaba con el caos que, tal como sabía Paula, solía reinar en los despachos particulares y las salas de reunión.


—Hola, Michelle.


—Paula, ¿qué tal? —La mujer sentada a una mesa de impecable pulcritud alzó la vista del ordenador y giró su butaca.


—Muy bien. ¿Cómo te encuentras?


—Llevo veintinueve semanas y sigo contando. —Michelle se dio un golpecito en su vientre de embarazada—. Nos encontramos perfectamente. Me encantan tus sandalias.


—A mí también. Acabo de comprármelas.


—Son fantásticas. Vienes a tu cita del lunes por la noche, ¿verdad?


—Exacto.


—¿No llegas un poco pronto?


—He cambiado de planes. ¿Está muy ocupado Pedro? De hecho, no se lo he comentado.


—Todavía no ha vuelto. Llegará tarde, ha tenido un problema técnico en una obra. No está muy contento con los operarios, ni con el nuevo inspector del condado, no sé... ni
con lo que está haciendo en este momento.


—Oh. —Paula torció el gesto—. En esas circunstancias quizá el nuevo plan no sea tan buena idea como pensaba.


—¿Me lo puedes contar?


—Por supuesto. Había pensado que le daría una sorpresa preparándole la cena y regalándole unos maceteros que he comprado para su porche trasero. Cenaríamos y veríamos una película en casa en lugar de salir.


—Si quieres mi opinión, tu idea es genial. Creo que a Pedro le encantará cenar en casa después del día que ha tenido. Llama para decírselo, si quieres, pero creo que llegará alrededor de las tres con el inspector de obras.


—Démosle tiempo entonces. El problema, Michelle, es que no tengo llave. 


Fue tan solo un instante, pero Paula percibió un leve estupor.


—Ah, bueno, eso no es problema. — Michelle abrió un cajón de su escritorio y tomó un juego de llaves.


—¿Te parece correcto? —Paula se sintió mortificada de tener que pedir la llave.


—Claro que sí. ¿Por qué no? Pedro y tú sois amigos desde hace años y ahora tú eres...


—Sí, lo somos —dijo Paula exagerando su alegría—. El otro problema que tengo es que los dos maceteros que he comprado pesan unos veintitrés kilos cada uno.


—Chip está en la parte trasera. Te lo enviaré.


—Gracias, Michelle —dijo Paula tomando las llaves—. Me has salvado la vida. 


Con las llaves en la mano, salió de nuevo para volver a entrar por la parte trasera. Se dijo que de nada servía mostrarse cortada u ofendida porque el hombre con el que llevaba casi tres meses acostándose, y al que conocía desde hacía más de diez años, no se hubiera preocupado de darle llaves de su casa.


Aquel gesto no era nada simbólico, en absoluto. Pedro no le impedía entrar en su casa.


Tan solo...


Qué más daba. Seguiría montando el plan de esa noche. Le regalaría unas flores, le prepararía la cena y le diría que lo amaba.


Y, caray, le pediría una llave.




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