martes, 14 de marzo de 2017
CAPITULO 16 (TERCER HISTORIA)
Siempre podía obtenerse información. En opinión de Carla, la información no solo era poder, sino también el arma que garantizaba la eficacia, y en su mundo esa palabra lo gobernaba todo. Para actuar bien, y de manera eficaz, era preciso especificar y enumerar los hechos.
Además, siempre que fuera posible, había que combinar varias tareas a la vez.
El primer punto del orden del día, a unas escasas veinticuatro horas del secuestro de los zapatos, era conseguir que Pedro la acompañara en coche. No le había costado arreglarlo, sobre todo porque había decidido que el mecánico de su hermano le hiciera la puesta a punto del coche. Martin Kavanaugh podía mostrarse brusco y darse aires chulescos, pero en su trabajo era muy bueno, y eso tenía su importancia. Otro punto a su favor era su amistad con Pedro.
Tenían el fin de semana lleno de celebraciones, empezando con un ensayo esa misma tarde, y no estaría mintiendo si le pedía a Pedro que la acompañara en coche alegando que a ninguna de sus socias le daba tiempo.
Que hubiera podido llamar a un puñado de personas o a un taxi, para empezar, no era relevante, pensó mientras se retocaba los labios con la barra. El favor que le pedía activaría en él el papel de hermano mayor, que le encantaba, y a ella le daría la oportunidad de sonsacarle información, porque Paula se había cerrado en banda.
Comprobó el contenido del bolso y repasó la agenda en su BlackBerry.
Hablar con Pedro. Recoger el coche. Reunirse con unos clientes para almorzar, ir a la tintorería y al mercado, y regresar antes de las cuatro y media para preparar el ensayo. En sendas entradas secundarias había anotado los puntos a tratar en la reunión, lo que tenía que recoger de la tintorería y la lista de la compra.
Se volvió frente al espejo. Los clientes eran importantes y, como habían reservado mesa en el club de campo, era vital dar la imagen adecuada.
El vestido veraniego color amarillo pálido era el contrapunto perfecto, entre desenfadado y profesional. Las joyas, discretas, aunque los ojos de lince de la madre de la clienta sabrían reconocer su valor y con eso podría anotarse un tanto. Se había dejado el pelo suelto para variar… como quien va a una comida de chicas para estar entre amigas.
Evitó lo llamativo, lo espectacular. La mujer que planificaba una boda bajo ninguna circunstancia tenía que ensombrecer a la novia. Satisfecha, tomó un jersey fino de color blanco para resguardarse del aire acondicionado si los clientes elegían comer dentro del club.
Todavía faltaban diez minutos para que llegara su hermano, pero Carla bajó a la planta baja. La casa que tanto amaba estaba silenciosa y parecía enorme en plena mañana sin la presencia de clientes ni de celebraciones programadas que le exigieran tiempo y atención. Los imponentes arreglos y los detalles florales de Emma perfumaban el ambiente, y las fotos de Maca se alternaban con las pinturas de la casa.
Sin embargo, Carla había cambiado pocas cosas de la estancia; se había limitado a trasladar los objetos personales a sus habitaciones o a las de Paula. La mansión seguía siendo un hogar, un lugar feliz que había sido testigo de centenares de celebraciones… y de peleas, pensó mientras recolocaba un cuenco. Risas, lágrimas, dramas y locuras.
Que ella recordase, en esa casa jamás se había sentido sola, ni le habían entrado ganas de marcharse.
Consultó el reloj, calculó el tiempo de que disponía y decidió ir a ver a Paula.
La encontró frente a la encimera de su cocina trabajando un círculo de fondant. Seis bases de pastel se enfriaban sobre unas rejillas. Carla se dio cuenta de que su amiga había elegido un programa de entrevistas en lugar de poner música, y por eso sospechó que buscaba distraerse.
—Me marcho —le anunció—. ¿Necesitas algo?
Paula alzó la cabeza.
—Ese color te queda fenomenal.
—Gracias. Me siento radiante.
—Así es como se te ve. Necesito unos dos kilos de fresas, muy frescas. Tampoco quiero que todas sean rojas y maduras. Que estén mezcladas. Me ahorrarás tener que salir esta tarde.
—Cuenta con ello —dijo Carla sacando la BlackBerry para anotarlo en su lista—. De todos modos voy a ir al mercado después de almorzar con Jessica Seaman y su madre.
—Muy bien. —Paula dejó de amasar y cruzó los dedos.
—La MDNA quiere hablar del menú y de la música. ¿Esto es para mañana? —preguntó Carla señalando los ingredientes mientras Paula espolvoreaba la superficie de trabajo con almidón de maíz.
—Sí. Son seis capas, con fondant, cobertura plisada y unas orquídeas de pasta de azúcar que harán juego con la flor emblema de la novia. —Paula empezó a trabajar con el rodillo la primera lámina de fondant—. Oye, ¿no tenías el coche en el taller?
—Sí, y ya está listo. Pedro me llevará.
—Ah… —Paula frunció el ceño. Quizá por la mención de Pedro, quizá porque había descubierto unas burbujas de aire en la lámina. En cualquier caso, tomó una aguja para pincharlas.
—¿Algún mensaje… para él o para tus zapatos?
—Muy graciosa. —Paula trabajaba deprisa. Levantó la lámina de fondant con ambas manos y cubrió el primer piso—. Podrías decirle que deje de portarse como un cretino y me los devuelva.
—Vale.
—No, no le digas nada. —Paula se encogió de hombros y alisó la parte superior y los laterales para eliminar las burbujas—. No necesito los zapatos. Ya me había olvidado de ellos.
—Por supuesto.
Paula tomó un cortador de pizzas y lo blandió ante Carla.
—Conozco tus artimañas, Alfonso. Intentas provocarme para que lo llame, pero no funcionará.
—Vale. —Carla esbozó una sonrisa franca mientras Paula recortaba la base del pastel con el instrumento para quitar el fondant sobrante—. Pedro no tardará en llegar. Regresaré con las fresas.
—Tráelas de tamaños y tonalidades diferentes —le dijo Paula alzando la voz.
—Ya he tomado nota. —Carla se dirigió a la puerta principal contenta de haber conseguido lo que pretendía: Paula trabajaría todo el día sin dejar de pensar en Pedro y en sus zapatos.
Salió al porche, se puso las gafas de sol y enfiló el camino de entrada en el mismo momento en que su hermano aparcaba.
—Justo a tiempo —saludó él.
—Tú también.
—Somos los hermanos Alfonso. Nos obsesiona la puntualidad.
—Considero que es una virtud, y un don. Gracias por el favor, Pedro.
—De nada. Aprovecharé el viaje para reunirme con un cliente y luego iré a comer con Jeronimo. Todo arreglado.
—¡Qué polivalente eres! Esa es la clave del éxito. ¿Zapatos nuevos? —preguntó la joven.
—No. —Pedro la observó sin dejar de conducir—. ¿Por qué?
—Ah, he oído decir que acabas de conseguir unos zapatos fabulosos.
—Es verdad —respondió Pedro esbozando una leve sonrisa—, pero no son de mi número. Además, caminar con tacones altos me agarrota los dedos.
Carla le dio un golpecito en el brazo.
—Mira que llevarte los zapatos de Paula… ¿Cuándo dejarás de tener doce años?
—Nunca —contestó Pedro llevándose la mano al pecho como quien hace un juramento—. ¿Se lo ha tomado mal o le ha hecho gracia?
—Ni una cosa ni la otra; puede que las dos a la vez. Yo diría que está confundida.
—Entonces misión cumplida.
—Típico de ti. ¿Por qué quieres confundirla?
—Empezó ella.
Carla se bajó las gafas y lo miró por encima de la montura.
—Creo que acabas de hacer una regresión a los ocho años. ¿Qué es lo que ha empezado Paula?
Pedro le lanzó una mirada reprobatoria.
—Puede que yo tenga ocho años, pero os conozco, a ti y a tus amiguitas. Lo sabes muy bien, porque Paula te lo ha contado, y ahora intentas sonsacarme para que te dé mi versión.
—No tengo por qué sonsacarte, y tú no tienes por qué contarme nada. —De repente, sonó su teléfono—. Disculpa. ¡Shawna, hola! Acabo de hablar con Paula. Está en la cocina terminando tu pastel. Será fantástico. Muy bien. Ajá. No, no te preocupes. Llamaré a mi agencia de viajes y… Bien pensado. ¿Sabes cuál es su nuevo vuelo? Sí.
Carla sacó un bloc de notas y un bolígrafo y repitió en voz alta la información que su clienta le iba dando.
—Lo comprobaré ahora mismo para asegurarnos de que sigue el horario previsto. Enviaré un coche para que vaya a recogerlo y lo traiga al ensayo. No, no es ningún problema. Déjamelo a mí. Nos vemos esta noche. Relájate, todo está bajo control. Ve a hacerte la manicura y no te preocupes. Sí, yo también. Adiós. »Han cancelado el vuelo del padrino —explicó Carla guardando el bloc—. Ha tenido que cambiar de ruta y esta noche llegará tarde.
—Ya empezaba a preocuparme.
—Paula tiene razón. Eres un imbécil.
—¿Eso es lo que te ha dicho?
Carla se encogió de hombros, indiferente, y se guardó la BlackBerry.
—Veo que sabes torturar con crueldad. Te diré lo que ha pasado: Paula ha cambiado las reglas del juego, y quiero saber si me apetece seguirlas. No sé si es una buena idea, pero… por algo se empieza. ¿Algún comentario?
—Ambos queréis tomar las riendas. Creo que os pelearéis como dos perros rabiosos, o puede que os enamoraréis locamente. A lo mejor ni siquiera tenéis la opción de elegir, porque lo que sentís el uno por el otro es muy fuerte y viene de lejos. Vuestros sentimientos irán cambiando si… encajáis.
—No busco pelea, ni enamorarme locamente. Solo estoy explorando las posibilidades de una nueva dinámica. ¿Tan extraño te resulta?
Era curioso que los dos le hubieran hecho la misma pregunta, pensó Carla.
—Todavía no lo sé. Cuando Paula se ponga en contacto contigo para recuperar sus zapatos, cosa que hará, aunque ella cree que no, no te pavonees.
—Solo por dentro. —Pedro giró y entró en el aparcamiento del taller de reparaciones—. ¿Dices que se pondrá en contacto conmigo?
—Le gustan mucho esos zapatos. Además pensará que si no da la cara, ganas tú. —Carla se inclinó para darle un beso en la mejilla—. Gracias por el trayecto.
—Si quieres, te espero. Martin debe de andar por ahí, charlaré con él mientras tú terminas con el papeleo.
—No hace falta. —Si Pedro charlaba con Martin, este sabría que ella estaba en el taller e iría a saludarla. Prefería evitarlo—. He telefoneado y me esperan.
—Ya me imaginaba que habrías llamado antes. Bueno, dile a Martin que lo veré esta noche en la partida de póquer.
—Ajá. Ven a cenar la semana que viene. —Carla salió del coche—. Celebraremos una cena en familia. Déjame consultar las agendas y te propongo una noche. A ver si estás libre.
—Lo estaré. Oye, Carla, estás preciosa.
Su hermana sonrió.
—Mis zapatos, ni mirarlos. —Cerró la portezuela al son de las carcajadas de Pedro y entró en la oficina.
Una mujer con el pelo de color anaranjado y unas gafas de lectura de montura verde, que estaba sentada tras el mostrador y hablaba nerviosa por teléfono, le hizo señas para que se acercara. Carla había hecho sus averiguaciones y sabía que era la madre de Martin.
No era que le interesase aquella información en particular, pero le gustaba saber con quién trataba.
—Exacto, mañana por la tarde. A partir de las dos. Escuche, cielo, la pieza de recambio acaba de llegar y el chico solo tiene dos manos. —La señora Kavanaugh, que iba dando sorbos a una gaseosa Dr. Pepper, dirigió una mirada de inteligencia hacia Carla. Sus ojos eran verdes y vivos, del mismo tono que los de su hijo—. ¿Qué prefiere usted: que vaya rápido o que lo haga bien? Le dijo que primero tenía que llegar la pieza, y que a partir de entonces tardaría un día. Yo misma le oí explicárselo. Quizá le habría salido más a cuenta comprarse un coche americano. Si termina antes de lo previsto, le llamaré. Es lo único que puedo decirle. Sí, que tenga usted un buen día. —La mujer colgó—. Capullo… La gente cree que el mundo gira a su alrededor —le dijo a Carla—. Quien más, quien menos, todos se imaginan que son el centro del universo.
Dejó escapar un suspiro y luego le dedicó una sonrisa muy dulce a Carla.
—Estás preciosa, y vas muy veraniega.
—Gracias. Tengo una reunión con una clienta.
—Aquí tienes la factura. La he impreso después de que llamaras. Estoy pillándole el truco a este maldito ordenador.
Carla recordó la frustración de la señora Kavanaugh con el ordenador el día que se conocieron.
—En realidad, si se tiene por la mano el programa, se ahorra tiempo.
—Voy mejorando. Al principio tardaba tres veces más que escribiendo la factura a máquina, y ahora menos del doble. Toma.
—Fantástico. —Carla se acercó a la mesa para revisar la factura.
—Conocía a tu madre, aunque solo de vista.
—¿Ah, sí?
—Te pareces un poco a ella, ahora que lo pienso. Era toda una señora, de esas que no necesitan darse aires de superioridad.
—Sé que le habría encantado oír eso. —Satisfecha con el importe que reflejaba la factura, Carla sacó la tarjeta de crédito—. Creo que también conoce a Maureen Grady. Se encarga de la casa y lleva toda la vida cuidando de nosotras, que yo recuerde.
—Sí, un poco. Supongo que al cabo de un tiempo de vivir en Greenwich acabas conociendo a todo el mundo. Mi chico juega al póquer con tu hermano.
—Sí —asintió Carla firmando el recibo—. De hecho, es Pedro quien me ha traído. Me ha dicho que le recuerde a Martin que se verán esta noche en la partida de póquer.
Ya está, pensó, mensaje transmitido.
—Puedes decírselo tú misma —dijo la mujer al ver que Martin entraba por la puerta lateral del taller limpiándose las manos con un pañuelo de color rojo.
—Mamá, necesito que… —Martin se detuvo y esbozó una sonrisa—. Hola… ¡Qué agradable sorpresa!
—La señorita Alfonso ha venido a recoger el coche —dijo su madre tomando las llaves y lanzándoselas, para horror de Carla. Martin las atrapó al vuelo—. Acompáñala.
—No es necesario. Solo…
—Está incluido en el servicio. —Martin le abrió la puerta de la oficina para que saliera.
—Gracias, señora Kavanaugh. Me alegro de haberla visto.
—Vuelve cuando quieras.
—Tengo mucha prisa —le espetó Carla a Martin al salir de la oficina—, así que…
—¿Vas a una cita?
—A una reunión.
—Una pena desperdiciar este vestido en una reunión de trabajo. No te preocupes, no tardaremos mucho.
Martin olía a mecánico, aunque el olor no le resultó tan desagradable como había imaginado. Llevaba unos tejanos agujereados en la rodilla y manchados de grasa en la pernera. Carla se preguntó si llevaba camiseta negra para que no se vieran las manchas.
Tenía el cabello oscuro y revuelto, enmarcándole el cincelado óvalo del rostro. Advirtió que no se había afeitado, y que su imagen no resultaba desaliñada, sino más bien peligrosa.
—Bonito carro —dijo Martin haciendo tintinear las llaves y mirándola a los ojos al llegar al coche—. Y bien cuidado. No te hemos cobrado el servicio de limpieza por ser la primera vez, aunque tampoco habría podido cobrártelo. Tu máquina está limpia como los chorros del oro.
—Las herramientas de trabajo funcionan mejor si cuidamos de ellas.
—Ese es mi lema, aunque la mayoría no hace caso. Dime, ¿qué vas a hacer después de la reunión?
—¿Cómo? Ah… unos recados… y luego voy a trabajar.
—¿Cuándo no tienes reuniones, recados o trabajo?
—Casi nunca. —Carla sabía reconocer si le estaban tirando los tejos, pero no recordaba haberse sentido nunca tan agobiada—. Necesito las llaves, en serio. ¿Cómo voy a arrancar el coche si no me las das?
Martin las soltó sobre la palma de su mano.
—Si encuentras uno de esos raros momentos libres, llámame. Te llevaré a dar una vuelta en mi cacharro.
Mientras Carla intentaba articular una respuesta, Martinseñaló con el pulgar. Ella miró hacia donde le indicaba y vio una motocicleta grande, aparatosa y muy reluciente.
—Me parece que no… No lo creo, no.
Martin se limitó a sonreír.
—Si cambias de idea, ya sabes dónde encontrarme. —Esperó unos segundos a que ella subiera al coche—. Es la primera vez que te veo con el pelo suelto. Te queda bien con el vestido.
—Ah…
«Por dios, Carla —se dijo—. ¿Te has quedado sin lengua?»
—Gracias por todo.
—Gracias a ti.
Carla cerró la portezuela, le dio la vuelta a la llave y, con gran alivio, se alejó del taller. Aquel hombre, decidió, la descolocaba.
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