martes, 14 de marzo de 2017
CAPITULO 17 (TERCER HISTORIA)
Paula se dijo que había que terminar con las tonterías. Al principio le había parecido buena idea pasar de los jueguecitos de Pedro, pero cuanto más lo pensaba, más creía que su actitud podría interpretarse como si lo estuviera evitando. Eso daría ventaja a Pedro, y no iba a permitirlo.
No comentó su plan con nadie. Su presencia no era necesaria en el ensayo, así que no vería a sus amigas… y no caería en la tentación de sincerarse con ellas. Estuvo en la cocina preparando un relleno de nata y un glaseado de crema de mantequilla para el pastel Fresas Estivales del sábado por la tarde. Luego comprobó la lista de tareas pendientes en el tablón y el tiempo que le quedaba, e intentó no sentirse culpable por salir a hurtadillas de su hogar.
Se quitó el delantal y soltó un taco. No iría sudada y desaliñada a casa de Pedro para solventar la papeleta.
Adecentarse no significaba ponerse guapa.
Subió por la escalera trasera y se escabulló hacia el ala que ocupaba para darse una ducha y refrescarse tras su jornada laboral. Si le apetecía maquillarse, lo haría. A fin de cuentas, se maquillaba a diario. También le gustaba llevar pendientes, y tenía todo el derecho a ponerse unos, que además fueran a juego con una blusa bonita. No era un crimen querer tener buen aspecto, fueran cuales fuesen las circunstancias.
Sin querer plantearse nada más, bajó por las mismas escaleras con la intención de salir sin que la vieran. Estaría en casa antes de que se percataran de su ausencia.
—¿Adónde vas?
El plan se fue al traste.
—Ah… —Paula se volvió y vio a la señora Grady en el huerto—. Tengo que hacer un recado, nada importante.
—Bien, vete entonces. Esa blusa es nueva, ¿verdad?
—No. Sí. Más o menos. —Odiaba aquel sentimiento de culpabilidad que la iba atenazando por dentro—. No tiene ningún sentido comprarse una blusa nueva y no ponérsela.
—Por supuesto —comentó la señora Grady en un tono calmado—. Anda, vete, y diviértete.
—No voy a… Da igual. No tardaré en volver. —Paula dio la vuelta a la casa y fue a buscar el coche.
Como mucho estaría fuera una hora, y luego…
—Hola, ¿sales?
¡Por Dios! Aquello era peor que vivir con varios padres a la vez. Paula se obligó a sonreír cuando saludó a Sebastian.
—Sí, voy a hacer una cosa, pero vuelvo enseguida.
—Vale. Voy a suplicarle a la señora Grady que me dé uno de sus guisos. Tardará un poco en descongelarse. Lo digo por si te interesa para luego.
—Gracias, pero he picoteado una ensalada antes. Disfrutad.
—Lo haremos. Estás muy guapa.
—¿Y qué? —Paula sacudió la cabeza—. Lo siento, perdona. Estaba pensando en otra cosa. Tengo que irme.
Se apresuró a meterse en el coche, no fuera a ser que se tropezase con alguien más.
Mientras circulaba con rapidez se le ocurrió que debería haber ido a casa de Pedro durante el día para no encontrárselo. Sabía dónde escondía una llave de reserva y conocía el código de la alarma. De todos modos, era probable que lo cambiara con regularidad, como medida de seguridad. Aun así habría podido arriesgarse, entrar en la casa y buscar sus zapatos. Luego se habría tomado la revancha dejándole una nota. Ese sí habría sido un buen plan.
Ya era tarde para eso, aunque quizá no estuviera en casa.
Su vida social era muy activa: amigos, clientes, ligues. Era un hermoso anochecer de verano, eran las siete y media…
Sí, probablemente habría quedado con alguna chica para ir a tomar unas copas, cenar y enrollarse con ella. Podría entrar en su casa, buscar los zapatos y dejarle una nota divertida.
Querido secuestrador de zapatos:
Nos hemos escapado y hemos informado al FBI. Un equipo táctico viene de camino.
LOS PRADA
Le entrarían ganas de reír cuando la leyera. A Pedro no le gustaba perder, ¿a quién podía gustarle?, pero se reiría, y eso daría por zanjado el asunto.
Siempre y cuando no se disparara la alarma y ella tuviera que reclamar sus servicios como abogado de oficio. «Piensa en positivo», se ordenó a sí misma, y dio vueltas a su nuevo plan mientras conducía.
Plan que se hundió como un soufflé mal horneado cuando reconoció el coche de Pedro en el camino de entrada. «En fin, vuelta al plan A.»
Pedro tenía una casa magnífica; a ella le había encantado desde que él se la hizo construir. Quizá era demasiado grande para un hombre que vivía solo, pero Paula comprendía la necesidad de espacio. Sabía que Jeronimo la había diseñado siguiendo unas directrices muy concretas: que no fuera demasiado tradicional, pero tampoco demasiado moderna, con mucha luz y muchas habitaciones.
Además, los guijarros y la inclinación de los tres tejados dotaban a la vivienda de un aire de elegancia
desenfadada que encajaba con el propietario.
Paula reconoció que se estaba demorando aposta.
Salió del coche, se dirigió a la puerta principal y llamó al timbre.
Se revolvió inquieta y tabaleó en la rodilla. Eran los nervios, advirtió. Maldita sea, estaba nerviosa porque iba a ver a un hombre que conocía de toda la vida, con el que había jugado y se había peleado de pequeña. Si incluso se habían casado un par de veces… cuando Carla lo había engatusado, sobornado o chantajeado para que accediera a ser el novio en el juego del «día de la boda». Y en ese momento sentía un nudo en el estómago.
Lo que hacía de ella una cobardica, decidió. Odiaba a las cobardicas.
Volvió a llamar al timbre, con renovada decisión.
—Lo siento, habéis ido tan rápido que… —Pedro abrió la puerta con el pelo mojado y la camisa desabrochada; unas gotas de agua brillaban apenas en su pecho. Se quedó quieto y ladeó la cabeza—. Tú no eres el chico de los repartos del China Palace.
—No. He venido porque… El China Palace no hace repartos por esta zona.
—A mí sí, porque defendí al hijo del propietario por posesión de drogas y conseguí meterlo en un programa de rehabilitación en lugar de en una celda. —Pedro sonrió y metió el pulgar en el bolsillo de los tejanos que se había puesto a toda prisa pero no se había abotonado—. Entra, Paula.
—No he venido de visita, sino a recoger mis zapatos. Dámelos y me iré antes de que llegue tu arroz frito con gambas.
—He pedido cerdo agridulce.
—Buena elección. Mis zapatos.
—Entra, mujer. Negociaremos las condiciones.
—Pedro, esto es absurdo.
—Me gustan las situaciones absurdas de vez en cuando. —El asunto quedó zanjado cuando la asió de la mano y la obligó a entrar—. ¿Quieres una cerveza? He abierto una Tsingtao para acompañar la cena china.
—No, no quiero cerveza china. Quiero mis zapatos.
—Lo siento, están en un enclave secreto hasta que los términos del rescate queden aclarados y satisfechos. ¿Sabías que sueltan un grito agudo y finísimo cuando retuerces los tacones de aguja? —Pedro retorció un puño a modo de demostración—. Pone los pelos de punta.
—Sé que te consideras muy divertido, y reconozco que lo eres, pero hoy he tenido un día muy largo y he venido a buscar mis zapatos.
—Después de una larga jornada laboral te mereces una Tsingtao. Mira, ya llega la cena. ¿Por qué no sales al porche trasero? Se está muy bien al aire libre. Ah, de camino coge un par de cervezas de la nevera. Hola, Danny, ¿qué tal?
Por mucho que discutiera y montara una escena no iba a conseguir los zapatos si a Pedro no le apetecía dárselos, pensó Paula. Lo que tenía que hacer era mostrarse serena.
Apretando la mandíbula para disimular la rabia, se dirigió a la cocina. Oyó que Pedro hablaba de béisbol con el chico de los repartos. Le pareció entender que la noche anterior un equipo de no sabía dónde había hecho varios lanzamientos que quedaron sin batear.
Entró en la espaciosa cocina, iluminada por la suave luz del atardecer. Sabía que ese espacio tenía múltiples usos aparte de servir para tomar cerveza china y comida rápida oriental.
Pedro tenía dos especialidades que bordaba: las cenas íntimas que organizaba para seducir a las mujeres y muy buena mano para preparar tortillas a la mañana siguiente.
Al menos, eso le habían contado.
Abrió la nevera y sacó una cerveza. Aprovechando la ocasión, tomó otra para ella. Conocía aquella habitación tan bien como si estuviera en su propia casa. Abrió el congelador, cogió un par de jarras de cerveza puestas a enfriar y se fijó en la selección de guisos y sopas de la señora Grady que Pedro conservaba debidamente etiquetada.
Esa mujer alimentaba al mundo entero.
Estaba sirviendo la segunda cerveza cuando Pedro entró con las bolsas de la comida.
—Fíjate, me tomo una cerveza. Ahora estamos en paz. Cuando la termine, me das los zapatos.
Pedro la miró con cara de pena.
—Me parece que no acabas de entender la situación. Tengo algo que tú quieres, y soy yo quien impone las condiciones.
—Eligió un par de platos y de servilletas y luego sacó dos juegos de palillos de un cajón.
—He dicho que no quiero cenar.
—Son jiaozi —anunció Pedro sacudiendo una de las bolsas—. Tienes debilidad por estas empanadillas chinas.
Tenía razón, y además la ansiedad y el aroma de la comida se habían aliado para despertarle el apetito.
—Muy bien. Tomaré una cerveza y una empanadilla. —Paula se llevó las cervezas al porche y se sentó a la mesa que presidía el césped del jardín.
El agua de la piscina centelleaba. Justo en el borde había una glorieta preciosa, y en su interior, una inmensa barbacoa. Pedro tenía fama de gobernarla con instinto territorial durante sus fiestas de verano. Los invitados jugaban al aire libre a la petanca disputando partidas a vida o muerte y luego se zambullían en la piscina.
Ese hombre sabía cómo distraer a la gente, pensó Paula.
Debía de llevarlo en los genes.
Pedro salió al porche con una bandeja en la que había colocado los envases de cartón con la comida y unos platos.
Al menos se había abrochado la camisa, advirtió Paula. Ojala no le gustara tanto físicamente. Podría controlarse mejor. O no.
—Imaginaba que hoy cenaría mirando el canal de deportes y repasando unos papeles del trabajo. Esto es mucho mejor. —Pedro le puso un mantel individual delante y abrió los envases—. Hoy habéis tenido ensayo, ¿verdad? —Se sentó y se sirvió un poco de cada uno—. ¿Qué tal ha ido?
—Supongo que muy bien. No me necesitaban y me he puesto a preparar lo del fin de semana.
—Me verás en la ceremonia de compromiso del domingo —le contó Pedro. Mientras él hablaba y comía, ella daba sorbos a la cerveza—. Fui a la universidad con Mitchell y redacté el contrato de su sociedad. ¿Qué pastel harás?
—Uno de mantequilla y chocolate relleno de mousse de chocolate blanco y glaseado con chocolate deshecho.
—Triple bomba.
—Son amantes del chocolate. El pastel va alternando unas capas de flores de geranio en láminas de espuma para centros florales. Emma está entrelazando varios geranios en forma de corazón que irán en el piso de arriba. ¿Te pregunto yo cómo te ha ido el día?
—¡Qué mala eres!
Paula suspiró porque sabía que tenía razón.
—Me robaste los zapatos —puntualizó ella rindiéndose al aroma de los alimentos.
—«Robar» es una palabra muy fuerte.
—Son míos y te los llevaste sin que te diera permiso. —Tomó una empanadilla. Era cierto que tenía debilidad por ese plato.
—¿Valen mucho para ti?
—Solo son unos zapatos, Pedro.
—¡Venga ya! —exclamó Pedro con unos aspavientos—. Tengo una hermana y sé el valor que las mujeres dais al calzado.
—Vale, vale… ¿Qué quieres: dinero, pastelitos, tareas domésticas?
—Una oferta tentadora, pero prefiero esto para empezar. Deberías probar el agridulce.
—¿A qué te refieres? —Paula estuvo a punto de atragantarse con la cerveza—. ¿«Esto» es una cita?
—Dos personas, cena, bebida, un bonito anochecer. Cuenta con todos los ingredientes para serlo.
—He venido sin avisar. Por casualidad. Es… —Paula se detuvo al notar que volvía a sentir un nudo en el estómago—. Bien, aclarémoslo. Tengo la sensación de que empecé algo que no sé…
—¿… que no sabes lo que es? —propuso Pedro.
—Exacto. Me dio por ahí y actué siguiendo mi instinto, y tú reaccionaste de manera parecida. Ahora veo que la frase «estamos empatados» fue como arrojar el guante; lo sé, porque te conozco. No pudiste dejarlo correr, y te llevaste mis dichosos zapatos. Ahora estamos tomando comida china y cerveza a la luz del crepúsculo, cuando los dos sabemos que nunca habías pensado en mí de esta manera.
Pedro reflexionó un instante.
—Eso no es exacto. La frase exacta sería que he intentado no pensar en ti de esta manera.
Asombrada, Paula se apoyó en el respaldo de la silla.
—¿Y cómo lo llevas?
—Hum… —Pedro movió la mano de un lado a otro.
Paula se lo quedó mirando.
—Maldito seas, Pedro
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