Eligieron un pequeño restaurante y compartieron una fuente de pasta con salsa alfredo. Pedro pensó que esa mujer lo relajaba, y eso era inusual en él, porque, para empezar, siempre se había considerado un hombre tranquilo. Ahora bien, pasar el rato con ella, hablando de lo primero que le viniera a la mente, eliminaba cualquier problema o preocupación que hubiera anidado en su cerebro.
Más extraño aún le resultaba estar junto a una mujer y sentirse excitado y tranquilo a la vez. No recordaba haber vivido esa combinación de sensaciones con alguien que
no fuera Paula.
—¿Cómo es posible que en todos estos años, desde que te conozco, nunca hayas cocinado para mí? —preguntó él.
Paula enrolló un fideo solitario en el tenedor.
—¿Cómo es posible que en todos estos años, desde que te conozco, no me hayas llevado nunca a la cama?
—Ajá. O sea, que solo cocinas para los hombres si hay sexo de por medio.
—Es una buena política. —Paula sonrió. Con ojos risueños, mordisqueó el fideo —. Me tomo muchas molestias cuando
cocino. Y tiene que valer la pena.
—¿Qué tal mañana? Haré que valga la pena.
—No lo dudo, pero mañana no me va bien. No me daría tiempo de ir al mercado, y soy muy tiquismiquis con los ingredientes. El miércoles me va un poco justo, pero...
—El miércoles por la noche tengo trabajo.
—Vale, pues será mejor que lo dejemos para la semana que viene. A diferencia de Carla, yo no llevo mi planificación en la
cabeza ni la BlackBerry en la mano para confirmártelo, pero creo que... Oh, el Cinco de Mayo. Se acerca la celebración de los mexicanos que viven en Estados Unidos y habrá fiesta familiar. Debes de acordarte, porque ya has venido alguna vez.
—La mayor megafiesta del año.
—Y toda una tradición para los Grant; vaya si se cocina ese día. Deja que compruebe la agenda para concretar. —Paula se recostó en su butaca—. Pronto llegará mayo, el mejor
mes del año.
—¿Para las bodas?
—Es un mes importante para eso, pero lo decía en general. Azaleas, peonías, lilas, glicinas... Nacen los capullos y todo florece. Y preparo las plantas anuales. La señora Grady
monta su pequeño huerto. Todo nace o se regenera. ¿Cuál es tu mes favorito?
—Julio. Un fin de semana en la playa: el sol, la arena, el surf... El béisbol está en su mejor momento, los días se alargan, las barbacoas humean...
—Mmm, eso es fantástico también. Genial. El olor a césped segado...
—Yo no siego el césped. No tengo.
—Bah, eres un chico de ciudad — exclamó ella con un dedo acusatorio.
—Fueron las cartas que repartió la vida.
Los dos jugueteaban con la pasta. Paula se inclinó hacia él, atenta apenas a las conversaciones que bullían alrededor.
—¿Has pensado alguna vez en vivir en Nueva York?
—Lo he considerado. Pero me gusta vivir aquí. Por el estilo de vida, y por el trabajo. No estoy tan lejos si quiero ir a ver a
los Yankees, los Knicks, los Giants, los Rangers...
—Me han llegado rumores de que allí también existe algo que se llama ballet, ópera y teatro.
—¿Ah, sí? —Pedro exageró una mirada de desconcierto—. Qué extraño.
—Pedro, eres típicamente masculino.
—Culpable.
—Creo que nunca te lo he preguntado: ¿por qué te decidiste por la arquitectura?
—Mi madre afirma que empecé a construir viviendas de dos plantas cuando tenía dos años. Supongo que algo de eso se
me pegó. Me gusta imaginar las distintas funciones de un espacio o cambiar una estructura ya existente. ¿Es posible mejorarlo? ¿Se puede vivir en él, trabajar, jugar? ¿Qué
hay junto a ese espacio? ¿Cuál es el objetivo? ¿Cuáles son los materiales más adecuados, o los más interesantes y prácticos? ¿Quién es el cliente y qué busca en realidad? De alguna manera, no dista tanto de lo que haces tú.
—Solo que lo tuyo dura más.
—Tengo que admitir que lo paso mal cuando veo que mi trabajo no prospera. ¿No te molesta eso a ti?
Paula picoteó un trocito de pan.
—Podríamos decir que eso es lo que define lo transitorio. El hecho de que solo sea provisional lo convierte en algo más
inmediato, más personal. Con la floración, piensas: qué bonito. O cuando diseñas y creas un ramo, piensas: oh, impactante. No estoy segura de que la sorpresa y la emoción fueran las mismas si no supieras que aquello solo es temporal. Es preciso que un edificio dure mucho tiempo; los jardines, en cambio, necesitan vivir su ciclo.
—¿Qué opinas del diseño de jardines? ¿Te has planteado dedicarte a eso alguna vez?
—Supongo que ni siquiera le he dedicado el tiempo que tú debiste de dedicar al tema de vivir en Nueva York. Me gusta trabajar en el jardín, al aire libre, al sol, viendo que lo que planto da sus frutos al año siguiente, o bien florece durante la primavera y el verano. Cada vez que recibo una entrega de mi mayorista es como si recibiera una caja de juguetes nuevos. —Paula lucía una expresión soñadora—. Cada vez que le entrego a una novia su ramo de boda, veo su reacción o contemplo cómo los invitados admiran los arreglos, pienso: esto lo has hecho tú. Y aunque se trate del mismo arreglo, nunca es exactamente igual. Es nuevo, es distinto cada vez.
—Lo nuevo nunca aburre. Antes de conocerte, creía que las floristas se dedicaban básicamente a llenar de flores los jarrones.
—Antes de conocerte, creía que los arquitectos se dedicaban básicamente a sentarse frente a una mesa de dibujo. Mira lo que hemos aprendido el uno del otro.
—Hace unas semanas nunca habría creído que estaríamos sentados aquí, de esta manera. —Pedro la cogió de la mano y la acarició mirándola a los ojos—. Y que sabría, antes de que la noche terminara, lo que llevas puesto bajo ese vestido espectacular.
—Hace unas semanas... —Paula deslizó el pie por su pierna—, nunca habría imaginado que me pondría este vestido con el propósito de que me lo quitaras. Y por eso...
Se acercó a él. La luz de las velas hacía que en sus ojos bailara un destello dorado. Sus labios casi rozaron los suyos.
—No llevo nada debajo.
Pedro siguió mirándola, saboreando su calidez, su malicia. Y entonces levantó la otra mano.— ¡La cuenta!
Tenía que concentrarse en la conducción, sobre todo teniendo en cuenta que intentaba batir el récord de velocidad. Esa mujer le volvía loco, la manera en que se había apoyado contra el respaldo del asiento y cruzado sus maravillosas y desnudas piernas, y cómo se le había subido el vestido, cautivadoramente.
Ella se inclinó hacia delante, con premeditación, imaginó Pedro, y en el instante en que se atrevió a apartar la vista de la carretera, se vio obsequiado con una apetitosa visión de sus pechos marcándose en la tela roja y sexy.
Paula toqueteó la radio, inclinó la cabeza y le dedicó una sonrisa felina y femenina.
Luego volvió a recostarse y a cruzarse de piernas. El vestido subió unos centímetros más.
Pedro pensó que iba a caérsele la baba.
Ella había sintonizado una emisora de radio, pero Pedro solo oyó los bajos. Un bajo batiente, pulsátil. El resto era un ruido
indefinido, que permanecía estático en su cerebro.
—Estás poniendo en peligro nuestra vida —dijo él, y su comentario arrancó las risas de Paula.
— El peligro podría ser mayor. Podría decirte lo que quiero que me hagas, cómo quiero que me poseas. Me apetece que me poseas, que me utilices. —Paula se perfiló el cuerpo con un dedo—. Hace unas semanas, o más tiempo quizá, ¿imaginaste que me tendrías, Pedro, que me utilizarías?
—Sí. La primera vez, después de esa mañana que te vi en la playa. Solo que cuando lo imaginé, era de noche, me acercaba a ti y te metía en el agua, donde rompen las olas.
Notaba el sabor de tu piel y de la sal. Tuve tus pechos en mis manos, en mi boca, mientras el agua batía contra nosotros. Luego te llevé a la arena seca, mientras las olas morían, hasta que lo único que pudiste decir fue mi nombre.
—Eso fue hace mucho tiempo. —Paula farfulló—. Demasiado para andar con imaginaciones, pero sí sé una cosa. Tenemos que volver a la playa, en serio.
La carcajada tendría que haber relajado la tensión, pero solo la incrementó. Otra primicia, pensó Pedro, una mujer capaz de hacerle reír y de que le consumiera al mismo tiempo.
Abandonó la carretera de un volantazo y enfiló el largo camino que conducía a la propiedad de los Brown.
Las ventanas del tercer piso estaban iluminadas en ambas alas de la casa, y la luz también resplandecía en el estudio de Maca.
Por fin, y por suerte, vieron destacarse el porche de Paula, y la lucecita que ella había dejado encendida en el interior.
Pedro soltó el cierre del cinturón de seguridad en el mismo momento en que apoyó el pie en el pedal del freno. Antes de que ella pudiera imitarlo, la asió y la besó con ansia.
Moldeó sus pechos, y luego se dio el placer de recorrer sus piernas bajo la seductora tela roja.
Paula le aprisionó la lengua con los dientes, en una rápida, erótica trampa, y maniobró con su cremallera.
Pedro consiguió bajarle un tirante del vestido antes de clavarse el cambio de marchas en la rodilla.
—Ay —exclamó ella ahogando unas risas —. Tendremos que comprar rodilleras además de coderas.
—Este maldito coche es demasiado pequeño. Vale más que entremos en casa antes de que nos lastimemos.
Paula agarró a Pedro por la chaqueta y lo atrajo hacia sí para darle otro beso salvaje.
—Deprisa.
Salieron como una flecha del coche, cada cual por su lado, y se lanzaron el uno en brazos del otro. Una risa ahogada y un quejido desesperado rasgaron el silencio. Casi perdiendo el equilibrio, se manosearon mientras sus bocas se sellaban.
Paula quiso arrancarle la chaqueta mientras enfilaban el caminito, girando como un par de bailarines locos. Cuando alcanzaron la puerta, lo acorraló de espaldas. Sus bocas se enzarzaron y ella solo se separó para quitarle el jersey por la cabeza, arañándole la piel, y tirarlo a un lado.
Los tacones que llevaba y el ángulo en el que se encontraba situaron su boca al nivel de la mandíbula de Pedro. Paula se la mordió, le quitó el cinturón de un tirón y lo dejó caer.
Pedro tanteó la puerta buscando el pomo y los dos entraron disparados. Entonces fue él quien la empujó contra la puerta, le levantó los brazos y, con una mano, la asió por las muñecas. Inmovilizada, le subió la falda y la encontró. A ella, excitada y mojada. La exclamación ahogada de Paula terminó en un quejido cuando él la condujo, con fuerza y rapidez, al clímax.
—¿Hasta dónde quieres llegar? — preguntó él.
Con la respiración entrecortada y el cuerpo ardiendo, Paula lo miró a los ojos.
—Hasta que me des todo lo que tengas.
La llevó al éxtasis de nuevo, entre quejidos y gritos, devastándole el organismo entero con las manos, con la boca. Ella estaba sofocada, su piel irradiaba calor. Pedro le bajó el vestido para liberarle los senos, para alimentarse de ellos. Y fue como ella quiso, más de lo que podía imaginar.
Con dureza y premura, Pedro usó su cuerpo, se aprovechó de él.
La hizo suya. Paula se preguntó si él se habría dado cuenta ya. ¿Era posible que lo supiera?
Sin embargo, con querer de ese modo ya tenía suficiente, con desear y ser deseada.
Con eso le bastaría. Y deseando a Pedro, anhelándolo, se apoyó contra la puerta y le pasó una pierna por la cintura.
—Dame más.
Pedro sintió que se consumía. Un instante antes de penetrarla, la mirada, el tacto, el sabor de esa mujer lo devastó. Con renovada locura, la sujetó contra la puerta. Sus cuerpos sacudieron la hoja mientras Paula, con el cabello suelto, perdidas las horquillas, pronunciaba su nombre una y otra vez.
La descarga fue brutal y gloriosa.
Pedro no acertó a adivinar si seguía en pie, o si su corazón volvería a latir con normalidad. Todavía le martilleaba en el
pecho convirtiendo el simple acto de respirar en un desafío.
—¿Seguimos vivos? —logró articular.
—No creo... que pudiera sentir lo que siento si estuviera muerta, aunque en un momento dado mi vida ha desfilado por delante de mis ojos.
—¿Me encontraba yo contigo?
—Estabas en todas y cada una de las escenas.
Pedro dejó transcurrir un minuto más y luego retrocedió.
Observó que seguía de pie, y que ella también se sostenía. Ruborizada y radiante, desnuda, salvo por un par de zapatos
de tacón de vértigo, muy sexy.
—Oh, Paula, eres... No tengo palabras. —Tuvo que volver a tocarla, pero esta vez casi con reverencia—. No seremos capaces de subir.
—Muy bien.
Pedro la agarró por las caderas y Paula se sostuvo a él con ambas piernas.
—¿Podrás llegar hasta el sofá? — preguntó ella.
—Lo intentaré.
Pedro lo consiguió y los dos se dejaron caer entrelazados.
****
Dos horas después, cuando al final lograron subir la escalera, se durmieron con los cuerpos enmadejados.
Paula soñó, y en su sueño ellos dos bailaban en el jardín, a la luz de la luna. El aire conservaba la dulzura de la primavera y la fragancia de las rosas. La luna y las estrellas daban una pátina argentina a las plantas florecidas. Con los dedos entrelazados, se deslizaban y giraban. Y entonces él la atrajo hacia sí para darle un beso en los labios.
Paula levantó la vista, y al sonreírle, vio las palabras en sus ojos antes de que él pudiera pronunciarlas.
—Te quiero, Paula.
En ese sueño, el corazón de Paula floreció como las plantas del jardín.
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