miércoles, 22 de febrero de 2017
CAPITULO 13 (SEGUNDA HISTORIA)
Cada vez que Paula pensaba en sus padres y en el modo en que se habían conocido y enamorado, revivía la historia como si fuera un cuento de hadas.
Había una vez una chica de Guadalajara que cruzó el continente para ir a la ciudad de Nueva York. Fue a trabajar con su tío, que se dedicaba a cuidar no solo de las casas, sino también de los hijos de las personas que lo necesitaban o así lo querían. Sin embargo, lo que Lucía deseaba era tener una bonita casa en lugar de un apartamento ruidoso, una casa entre los árboles y las flores en lugar de estar metida entre aceras. Trabajó sin descanso soñando que algún día tendría su propio hogar y quizá una pequeña tienda donde vendería objetos muy bonitos.
Un día su tío le dijo que un hombre que vivía muy lejos, en un lugar llamado Connecticut, había perdido a su esposa, y que su hijo pequeño se había quedado huérfano de madre.
El viudo se había marchado de la ciudad en busca de una vida más tranquila y, como pensó Lucía, quizá por los dolorosos recuerdos que le inspiraba la casa que había
compartido con su mujer. Ese hombre se dedicaba a escribir libros y necesitaba un lugar tranquilo, y como a menudo viajaba, también necesitaba que alguien cuidara de su hijo
pequeño cuando él no estaba. La mujer que se había encargado de eso desde hacía tres años, desde la desgraciada muerte de su esposa, quería volver a Nueva York.
Y Lucía dio el gran salto: se marchó de la ciudad y entró a trabajar en la fantástica casa de Fernando Chaves y su hijo Noah.
Lucía se dio cuenta de que ese hombre, apuesto como un príncipe, quería mucho a su hijo. La tristeza que adivinó en sus ojos la conmovió. El niño había vivido tantos cambios en sus cuatro años de vida que ella comprendió su timidez.
Lucía preparaba las comidas, se ocupaba de la casa y cuidaba de Noah mientras su padre escribía libros.
Se enamoró del niño, y el niño de ella. A veces su comportamiento dejaba mucho que desear, pero a Lucía le habría disgustado que las cosas fueran diferentes. Por las noches Fernando y ella solían charlar de Noah, de libros o de cualquier otra cosa. Y cuando él se marchaba de viaje por trabajo, añoraba sus conversaciones... y lo añoraba a él.
A veces miraba por la ventana mientras Fernando jugaba con Noah, y se le derretía el corazón.
Lo que ignoraba era que él se encontraba en su misma situación. Porque también se había enamorado, como ella.
Sin embargo, Fernando tenía miedo de decírselo porque no
quería que Lucía los dejara. Y ella temía contárselo por si le ordenaba que se marchara.
Un día de primavera, bajo las combadas ramas en flor de un cerezo, y mientras el pequeño al que los dos adoraban jugaba en el columpio, Fernando la tomó de la mano y la besó.
Cuando las hojas de los árboles se tiñeron de los colores intensos del otoño, se casaron. Y vivieron felices y comieron
perdices.
¿Qué tenía de extraño, pensó Paula mientras aparcaba la camioneta en uno de los dos abarrotados caminitos de entrada de la casa familiar, que ella fuera una romántica nata? ¿Cómo se explicaría que alguien que hubiera crecido al amparo de esa historia, junto a esos personajes, no quisiera vivir un amor parecido?
Sus padres llevaban treinta y cinco años amándose y habían educado a sus cuatro hijos en una vieja casa victoriana que había ido ampliándose con el tiempo. Se habían forjado
una buena vida en ella, una vida sólida y duradera.
Paula no tenía ninguna intención de conformarse con menos.
Sacó de la camioneta el arreglo floral que había hecho y caminó deprisa para llegar a tiempo a la cena familiar. Se le había hecho tarde, pensó, pero ya les había avisado.
Asiendo el jarrón con un brazo, empujó la puerta y entró en una casa saturada de color, el color que su madre necesitaba para vivir.
Apresurándose hacia el comedor, la recibió una algarabía tan intensa como el color de las pinturas y las telas que allí había.
Reunidos en torno a la gran mesa del comedor estaban sentados sus padres, sus dos hermanos, su hermana, sus cuñadas, su cuñado, sus sobrinas y sobrinos... y comida
como para alimentar al pequeño ejército en que se había convertido la familia.
—Mamá. —Paula se acercó a Lucía, le dio un beso en la mejilla, dejó las flores en el aparador y luego dio la vuelta a la mesa para besar a Fernando—. Papá.
—Ahora sí que vamos a cenar en familia. —La voz de Lucía todavía conservaba el calor y la música de México—. Siéntate antes de que estos cerditos se lo zampen todo.
El sobrino mayor de Paula lanzó unos gruñidos y le sonrió a la joven cuando esta se sentó a su lado. Paula tomó la fuente que Noah le pasó.
—Me muero de hambre —dijo asintiendo, e hizo un gesto a su hermano Mateo para que le sirviera vino de la botella
que le ofrecía—. Seguid hablando, ya me pondré al corriente.
—Primero, la gran noticia. —Al otro lado de la mesa su hermana Celia cogió a su marido de la mano. Antes de poder hablar, Lucía dejó escapar un grito de alegría.
—¡Estás embarazada!
Celia se rió.
—No hay manera de dar una sorpresa en esta casa. Rob y yo estamos esperando el tercer, y os aseguro que último, descendiente para el mes de noviembre.
Llovieron las felicitaciones, el miembro más joven de la familia golpeó la cuchara con entusiasmo contra la trona y Lucía se levantó de un salto para ir a abrazar a su hija y a su
yerno.— Ah, la llegada de un bebé es la mejor noticia que pueda darse. Fernando, vamos a tener otro bebé.
—Cuidado. La última vez que me dijiste eso, Paula nació nueve meses después.
Lucía, con una carcajada y asiéndolo por la nuca, presionó su mejilla contra la de él.
—Ahora les toca a los chicos trabajar duro, y a nosotros, divertirnos.
—Pau todavía no ha cumplido con su parte —apuntó Mateo moviendo las cejas.
—Espera encontrar un hombre tan guapo como su padre y menos pesado que su hermano. —Lucía clavó los ojos en Mateo —. Y esa clase de hombres no crece en los árboles.
Paula le dedicó una sonrisita sarcástica a su hermano y se sirvió cerdo asado.
—Además, todavía ando buscando por los huertos —dijo con dulzura.
Cuando los demás se marcharon, Paula se quedó para dar una vuelta por el jardín con su padre. Bajo su tutela, había aprendido muchas cosas sobre las flores y las plantas, y
había llegado a amarlas.
—¿Qué tal va el libro? —preguntó.
—Es una mierda.
Paula rió.
—Siempre dices lo mismo.
—Porque siempre es así en esta fase. — Fernando la rodeó por la cintura y se pusieron a caminar—. Pero las cenas familiares y cavar la tierra me ayudan a apartar toda esa mierda de mi pensamiento. Luego, cuando vuelvo a retomar el libro, descubro que no estaba tan mal como creía. ¿Y tú, cómo estás, preciosa mía?
—Bien. Muy bien. Tenemos mucho trabajo. Celebramos una reunión a principios de semana porque han aumentado nuestros beneficios. Doy gracias al cielo de la suerte que hemos tenido, que tengo, de poder dedicarnos a lo que nos gusta, y además entre buenas amigas. Mamá y tú siempre nos decíais que descubriéramos lo que nos gustaba, porque así trabajaríamos con ganas y alegría. Y eso es lo que he hecho.
Paula se volvió y vio que su madre cruzaba el césped con una chaqueta en la mano.— Ha refrescado, Fernando. ¿Quieres coger un resfriado para poder quejarte luego?
—Me has pillado. —Fernando se dejó embutir en la chaqueta.
—Ayer vi a Pam —comentó Lucía hablando de la madre de Sebastian—. Está contentísima con la boda. Yo también estoy encantada, porque se han enamorado dos personas a las que aprecio muchísimo. Pam siempre fue una buena amiga para mí. Y muy valiente, porque muchos se escandalizaron cuando tu padre se casó con la asistenta.
—No entendieron que era de listos tener la mano de obra gratis.
—Así habla un yanqui práctico. —Lucía se arrebujó contra él—. Negrero.
«Míralos —pensó Paula—. Son el uno para el otro.»
—Pedro me dijo el otro día que eras la mujer más hermosa que ha conocido jamás, y que espera fugarse un día contigo.
—Recuérdame que le dé una paliza cuando lo vea —comentó Fernando.
—Ese chico es un encanto. Creo que vas a tener que pelearte por mí. —Lucía acercó el rostro al de su marido.
—¿Qué tal si te doy un masaje en los pies?
—Trato hecho. Paula, cuando encuentres a un hombre que te dé un buen masaje en los pies, ándate con ojo. Pasarás
por alto muchos defectos por culpa de ese único don.
—Lo tendré en cuenta. Pero ahora tengo que irme. —Los abrazó a ambos a la vez—. Os quiero.
Tras alejarse unos pasos, se volvió y vio a sus padres cogidos de la mano, bajo las combadas ramas del cerezo aún sin florecer.
Y entonces él la besó.
No, pensó, no era de extrañar que fuera una romántica nata.
No era de extrañar que quisiera eso para sí misma, o al menos algo parecido a eso.
Subió a la camioneta y rememoró el beso que Pedro le había dado en la escalera trasera.
Quizá solo fue producto del coqueteo o de la curiosidad.
Puede que solo fuera efecto de la química que existía entre los dos. Pero sería de imbéciles fingir que eso no había ocurrido, o dejar que él siguiera fingiendo.
Había llegado el momento de aclararlo.
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