martes, 4 de abril de 2017

CAPITULO 31 (CUARTA HISTORIA)




PAULA EXAMINÓ LOS TRES ROSTROS que tenía alrededor. Amigas, pensó, sin las cuales no podía vivir. A las que no se les puede decir que se metan en sus propios asuntos.


Al menos a estas amigas, no.


—¿Qué está pasando, dices? ¿A qué te refieres? Ya sabéis lo que está pasando. Pedro y yo salimos juntos, y cuando los horarios y los ánimos lo permiten, nos acostamos. ¿Quieres que te dé detalles sobre nuestra vida sexual?


—Me encantaría, pero reserva eso para una noche entre amigas —le aconsejó Laura—. Con mucho vino y pizza de la señora Grady.


—Pregunta A. —Maca levantó un dedo—. ¿Esto es puro folleteo, una aventura o una relación?


Consciente de que se andaba con rodeos, Paula se levantó y sirvió otra taza de té.


—¿No pueden ser las tres cosas a la vez?


—Verás, el folleteo sirve para divertirse. Una aventura es algo más profundo, que a lo mejor puede llevarte a alguna parte. Pero en general es lo que hay, hasta que se acaba la salsa o pasas a otra cosa. —Emma hizo una pausa y paseó la mirada alrededor de la mesa buscando el consenso general—. Y una relación es algo en lo que te esfuerzas, es cultivar y conservar unos lazos. Una relación puede incluir elementos de las dos primeras, pero es algo más que la suma de las partes.


—Esta tendría que dar conferencias. —Laura alzó la copa a modo de brindis—. Es decir, según nuestra experta residente, ¿te estás divirtiendo, te estás planteando si puede haber algo más o estás cultivando unos lazos?


Paula decidió que le apetecía un petit four.


—El problema de las tres es que todas tenéis una relación, es más, estáis locamente enamoradas y a punto de casaros. Por eso me veis a través de ese prisma.


—Y eso no solo elude la cuestión, sino que resulta que la invalida. Y no es así—insistió Maca—. Nosotras contamos cuáles son nuestros sentimientos. Es lo que hacemos. Si tú no nos cuentas los tuyos, lo que yo interpreto es que todavía no lo has digerido y que quizá estás un poco preocupada. Que no estás lista. Me parece bien. Esperaremos.


—Eso es un golpe bajo. —Frunciendo el ceño, Paula mordió el delicado pastelito—. No hace falta decir que esperaremos porque somos buenas amigas, sinceras y leales.


Maca tomó un pastelito a su vez.


—¿Ha funcionado?


—Zorra.


—Ha funcionado. —Laura sonrió—. Y Emma es la única que tiene cierto sentimiento de culpa. Lo superará.


—Solo es una leve sombra de culpabilidad, pero no creo que debamos presionar a Paula si no está lista para hablar con nosotras.


—¿Tú también?


Emma bajó la vista ante la mirada asesina de Paula.


—Son una mala influencia para mí.


—Muy bien. La respuesta más simple es deciros que no sé lo que pasa exactamente. Creo que todavía estoy digiriéndolo. Solo han pasado unas semanas. Me gusta Pedro. Me divierto con él. Es interesante y listo, nada presumido, sin pretensiones exageradas o autocomplacencia que... bueno, o me irritan o me aburren. Sabe lo que significa llevar un negocio y respeta mi trabajo y la manera en que lo hago. Yo respeto el suyo, aunque en realidad conozco muy pocas cosas de su profesión. Es como si tuviera que forzarlo con una palanca para que se abra y hable de sí mismo.


—Tú tienes una caja de herramientas muy completa con palancas de varias formas, tamaños y colores —aclaró Maca—. Y sabes utilizarlas tan bien que la gente te lo cuenta todo.


—Por lo que parece, Pedro no es como el resto de la gente. Me refiero a lo que hay debajo de la superficie. Y eso es lo irritante porque tengo ganas de saber más de su pasado y decirle que si hace tanto tiempo, y no es importante, sus dos maneras de posicionarse por defecto, ¿por qué no me lo cuenta si está claro que quiero saberlo? Entonces soy yo la que guarda las distancias, porque pienso que a lo mejor sí es algo importante y que por eso no me lo quiere contar. En ese momento Pedro reorienta la conversación, algo que se le da muy bien, o me hace reír o follamos, y termino sin saber más de lo que ya sabía para empezar.
“Además es un arrogante. —Paula dio un bocado al petit four y siguió hablando sin soltarlo de la mano—. Tiene esa actitud que no debería parecerme atractiva, que no debería atraerme en absoluto, pero al mismo tiempo puede ser encantador y... tan natural... Y te mira, me mira, mira a la gente... no sé. Hay muchos hombres que en realidad no te miran, pero él sí, es decir, que no solo comprende lo que dices, sino que te comprende a ti. Y eso es muy fuerte.


Paula tomó otro pastelito.


—¿Cómo iba yo a saber que esa combinación de fuerza y naturalidad me llegaría tan adentro? Francamente, eso no podía saberlo de ninguna manera.


—Mmm —dijo Laura lanzando una mirada a sus dos amigas enarcando las cejas.


—Exacto. —Paula mordió el petit four—. Por otro lado, me interrumpe media docena de veces cuando intento explicar algo o argumentar mi punto de vista, de tal modo que me cuesta seguir el hilo de mi propio razonamiento. O sea, que no sé exactamente lo que está pasando porque este hombre es escurridizo.


—Es escurridizo —repitió tomando otro pastelito—. ¿Qué? —preguntó cuando sus amigas se la quedaron mirando.


—Has comido cinco petit fours —le dijo Maca—. Vas por el sexto.


—No es verdad. —Paula miró atónita la bandeja—. ¿Cinco? Bueno... son pequeñitos.


—Muy bien. Aléjate de las pastas. —Con cariño, Laura le quitó el pastelito de la mano, lo puso en la bandeja y la apartó para que quedara fuera de su alcance—. El problema es que tenías todo eso metido muy adentro, y al destaparlo casi te produce una sobredosis de azúcar.


—Eso parece.


—Estás enamorada —afirmó Emma.


—¿Qué? No. —Paula sacudió la cabeza. Su tono había sido despectivo—. No —repitió con mayor determinación. Y entonces cerró los ojos—. Ay, creo que sí lo estoy, pero en ese caso ¿dónde están el subidón, el cosquilleo, el resplandor? ¿Por qué siento un poco de náuseas?


—Quizá sea por los petit fours. —Maca miró a Laura—. No te ofendas.


—En absoluto. Los petit fours tienen que saborearse, no engullirse como si fueran palomitas.


—No son los petit fours. —Paula se llevó la mano al estómago—. O puede que un poco sí. En realidad no encuentro el equilibrio con él.


—Y eso es más duro para ti que para la mayoría —comento Laura—. El amor puede machacarte.


—Siempre imaginé que sería como un subidón, que todo sería mejor, que sería más... Más.


—Y es así —insistió Emma—. Puede ser así. Lo será.


—Pero primero te machaca. —Maca sonrió y alzó los hombros—. Al menos según mi experiencia.


—Eso no me gusta. Me gusta machacar a mí.


—A lo mejor estás enamorada y no lo sabes —aventuró Emma—. A lo mejor él siente lo mismo que tú. Si se lo dijeras...


—De ninguna manera, antes muerta. —Paula hizo aspavientos como si quisiera borrar esa idea de la faz de la tierra—. Las cosas están bien como están, muy bien. Además, dejemos que sea él quien me diga algo para variar. Ya me siento mejor —insistió Paula—. Tenía que airearme, sacarlo fuera o lo que sea que acabo de hacer. Pedro y yo nos estamos divirtiendo, y he empezado a darle demasiadas vueltas al asunto. Las cosas son como son, y están bien así. Estoy esperando a una clienta de un momento a otro.


Maca iba a hablar, pero Emma le dio un apretón en la rodilla por debajo de la mesa.


—Yo también. Eh, hoy es noche de póquer. ¿Por qué no nos la montamos nosotras con vino, pizza, una peli...?


—Contad conmigo —dijo Laura. —¡Qué buena idea! ¿Por qué no...? —Maca se interrumpió cuando sonó el teléfono de Paula.


—Alguien tendrá que decírselo a la señora Grady. Si le va bien, me apunto encantada. Tengo que atender esta llamada. —Paula levantó y respondió al teléfono mientras salía de la habitación. Hola, Roni, ¿qué puedo hacer por ti?


Tuvo que agradecer que la llamada, la reunión con una cliente, dos llamadas más y una reunión de emergencia con el responsable del catering sobre unos cambios de última hora en el menú consumieran su tiempo y su atención. No pudo pensar ni obsesionarse en Pedro o en sus propios sentimientos cuando tenía que concentrarse en los detalles, las pequeñas crisis y las exigencias de los clientes.


En cualquier caso, se dijo cuando bajaba la escalera, probablemente no estaba enamorada de Pedro. Más bien era un arrebato amoroso potenciado por una innegable atracción sexual.


Los arrebatos amorosos eran inofensivos y divertidos, y podían recordarse con cariño, o incluso alegría, cuando las cosas volvían a su cauce.


Sí, prefería cien veces antes la teoría del arrebato amoroso.


Más relajada, más decidida, fue a la cocina para confirmar a la señora Grady que habría noche de chicas.


—Señora G., ¿puede...? —Se quedó sin habla cuando vio a Pedro sentado a la mesa donde desayunaban.


Protegida por un mantel viejo, se esparcían sobre ella varias herramientas y piezas sin identificar que dedujo pertenecían a la aspiradora que yacía despedazada en el suelo.


—Está al teléfono —respondió Pedro señalando con el pulgar las habitaciones de la señora Grady.


—No sabía que estuvieras aquí. —Otra sorpresa añadida, pensó. Ese hombre apenas le daba la oportunidad de hacer planes y montar estrategias—. ¿Qué estás haciendo?


—He tenido que llevar a pasear un Porsche, y como pasaba por aquí... La señora Grady iba a llevar esto a la planta de reciclaje de electrodomésticos—. Se apartó el pelo de los ojos de una sacudida y aflojó un tornillo, un perno, o algo que conectaba una pieza con otra—. Puedo arreglarlo.


Paula se acercó un poco más.


—¿Sí?


—Es probable. Vale la pena intentarlo. —Pedro ladeó la cabeza para sonreírle—. No es tan complicado como un Porsche.


—Supongo, pero ¿cómo sabrás dónde van las piezas cuando vuelvas a montarla?


—Porque la he desmontado yo.


Ella habría hecho una lista o dibujado un gráfico, pensó Paula. Lo observó manipular lo que quizá era un motor o parte de él.


—¿Qué le pasa?


—Según la señora Grady, ha empezado a hacer ruido.


—¿Hacer ruido?


—Un ruido metálico. ¿Quieres que te dé una lección sobre reparación de electrodomésticos, Piernas? Puedo explicarte unas nociones básicas, comprarte unas bonitas y estupendas herramientas.


Paula le miró de arriba abajo deliberadamente.


—Tengo mis propias herramientas, muchas gracias.


—¿Son de color rosa?


Paula le dio una colleja que le hizo sonreír.


—Mis herramientas son estas.


—¿Ah, sí? Son buenas. ¿Has terminado tu jornada?


—Esperemos. —Mira qué manos tiene, pensó Paula. Era natural que sintiera un arrebato amoroso por él. Sus manos eran tan hábiles y resueltas como cuando se las ponía encima. Dio un paso atrás y decidió que se quedaba a tomar una copa de vino.


—Creía que hoy era noche de póquer.


—Y lo es. Luego iré a casa de Daniel.


No se había afeitado, observó, y llevaba unos tejanos gastados y manchados de grasa. Pensaba que las normas de etiqueta para una noche de póquer obligaban a vestir de manera muy informal.


—¿Te apetece una copa?


—No, gracias.


Pedro trabajaba en relativo silencio, y Paula se sirvió una copa de vino. Se oía algún que otro taco ahogado y un canturreo de satisfacción de vez en cuando. Pedro daba golpecitos con el pie, como siguiendo una melodía interna, y el pelo le caía en una masa oscura y revuelta que incitaba a sus dedos a enredarse en ella.


Quizá estuviera un poco enamorada de él, pero eso era tan inofensivo como los arrebatos amorosos. ¿Verdad? No tenía intención de pasar el resto de su vida cerca de él ni tampoco con él.


¡Por Dios! ¿Por qué no podía relajarse y simplificar las cosas?


—¿Qué tal va, Pedro? —La señora Grady regresó a la cocina y guiñó el ojo a Paula.


—Creo que ya lo tengo.


—Bien, cuando hayas arreglado eso, lávate. Te daré leche con galletas.


Pedro levantó la cabeza para mirarla y sonrió.


—Vale.


—Es agradable tener a un hombre mañoso por aquí. Durante varios años en esta casa solo hubo mujeres. Con eso no quiero decir que no supiéramos salir del paso, pero la próxima vez que uno de los lavavajillas me haga la vida imposible, ya sé a quién llamar.


—¿Uno de los lavavajillas?


—Hay uno en cada piso.


—Recomendable —dijo Pedro arqueando una ceja y mirando a Paula—. Y práctico.


—Así es. Esta noche saldré con algunas amigas. Me ocuparé de vuestra pizza antes de marcharme —dijo la señora Grady a Paula.


—Ya prepararemos algo nosotras —objetó Paula—. Vaya a divertirse.


—Eso tenía pensado, pero puedo hacer ambas cosas. Esta noche veré a tu madre, Pedro.


—¿Ah, sí? ¿Ella también sale?


—Picotearemos algo y criticaremos mucho. ¿Quién sabe? Igual terminamos metidas en algún lío.


—Pagaré su fianza.


La señora Grady rió encantada.


—Te tomo la palabra. —Se acercó a la mesa torciendo el gesto—. Fíjate qué manera de sacarle brillo a ese cacharro.


—Necesitaba unos ajustes, algo de limpieza y el indispensable lubricante y desincrustante WD-40. ¿Tiene alguna otra máquina como esta?


—Solo una parecida. Es vieja pero muy práctica para limpiar mis habitaciones. Paula se encargó de traer una flota de aspiradoras nuevas y muy modernas para que yo no tuviera que cargar arriba y abajo con la vieja cuando quiero limpiar el suelo y no toca que venga la brigada de limpieza. Por cierto, me tropecé con Margie Winston. Me ha dicho que has resucitado esa cafetera que conduce.


—Esa vieja dama tiene unos trescientos mil kilómetros. Me refiero al Pontiac, no a la señora Winston.


Paula los oía hablar en fluida conversación mientras él iba ensamblando el aparato. Ese era otro punto a su favor, pensó, la conversación fluida, el modo en que sabía tratar a la clientela e interactuar con ella.


Y el modo en que sonreía tras comprobar que la aspiradora volvió a funcionar.


—Ya está.


—¡Qué te parece eso! Y no suena como si estuviera triturando metal.


—Debería aguantar mucho más sin problemas.


—Gracias, Pedro. Te has ganado la leche y las galletas. Deja que la guarde.


—Lo haré yo. —Pedro se agachó para enrollar el cable—. ¿Dónde quiere que la ponga?


—En el lavadero que hay ahí, la primera puerta a la izquierda.


La señora Grady sacudió la cabeza mientras él se llevaba la aspiradora.


—Si tuviera treinta años menos, no dejaría que este se me escapara. ¡Qué demonios...! Pongamos veinte, así sabría lo que es tener una relación con un hombre más joven.


Paula casi se ahoga con el vino.


—Haré ver que no he oído eso.


—Puedo decirlo más alto, si quieres.


Con un gesto de incredulidad, Paula contuvo el aliento.


—Está usted eufórica.


—Y si tú no lo estás, es que algo no funciona.


—A mí no me pasa nada.


—Me alegra oír eso —dijo la señora Grady recogiendo las herramientas y poniéndolas en una elegante caja plateada.


—Ya recogeré yo. Le ha prometido a su enamorado leche y galletas.


—Voy a ocuparme de eso y a llenarte la copa. Mientras tanto, hazle compañía.


La señora Grady puso varias galletas en una bandeja, y estaba poniendo leche fría un vaso alto cuando Pedro regresó para lavarse las manos.


—Bebe la leche y le diré a tu madre que te has portado bien.


—No la creerá.


Paula fue a guardar la caja de herramientas y al regresar lo encontró solo en la cocina.


—Me ha dicho que tenía cosas que hacer y que tú me harías compañía. ¿Qué hace el cuarteto después de comer pizza cuando los chicos están fuera?


Paula se sentó frente a él y bebió un poco de vino.


—Ah, montamos guerras de almohadas a cámara lenta y en ropa interior.


—Otra fantasía convertida en realidad. ¿Quieres una galleta?


—Ni hablar —respondió ella pensando en los petit fours


—Tú te lo pierdes. Esto ya lo hemos hecho antes.


Paula sonrió.


—Sí. Pero ahora no estoy enfadada contigo. Todavía. ¿Crees que vas a tener suerte? Me refiero al póquer —replicó ella fingiendo una mueca de disgusto cuando él le sonrió de oreja a oreja.


—Si crees que vas a tener suerte, puedes bajar la guardia. La suerte, es mejor tenerla.


—Muy bien. Brindemos por que tengamos suerte. —Y entrechocó la copa con su vaso.


—Mientras vosotras coméis pizza casera y hacéis guerras de almohadas en plan sexy, ¿qué tiene que hacer un tío para que lo invitéis a una de esas fiestas?


—La condición número uno sería no ser un tío. Aunque lo de la pizza casera podría arreglarse de algún modo.


—Me conformo con eso. Escucha, hablando de invitaciones, mi madre quiere que vengas a cenar el domingo.


Paula se había llevado la copa a los labios y volvió a dejarla encima de la mesa.


—¿Cenar en casa de tu madre el domingo? ¿Este domingo?  —Le resultó extraño que una punzada de pánico, aunque leve, le atenazara la garganta—. Oh, pero tenemos un acto y...


—Está empeñada. Le dije que tenías trabajo, pero sabe que solo es durante el día. —Pedro se revolvió en la silla y examinó su galleta—. Creo que la señora Grady y ella tienen largas conversaciones, salen por ahí y no sé cuántas cosas más.


—Mmm —musitó Paula sin dejar de observarlo.


—En fin, a mamá se le ha metido entre ceja y ceja. Creo que ha deducido que yo... que paso mucho tiempo gorroneando aquí y que ella debería... pues eso, devolverte el detalle.


—Ajá. —No era eso lo que ibas a decir, pensó Paula. Y si ella había sentido cierto pánico, tenía que decir que Pedro parecía bastante incómodo.


—Qué interesante, ¿verdad?


—O sea, que se le ha metido entre ceja y ceja, y créeme, no hay manera de que dé su brazo a torcer. Puedo decirle que no te va bien, pero seguirá intentándolo hasta conseguirlo.


No solo sentía pánico, pensó Paula. Estaba preocupadísima. 


Pedro se había dejado manipular para llevar a cenar a una mujer a casa de su madre. Y le daba la sensación de que él no acababa de estar seguro de cómo saldría eso.


—Me encantará ir a cenar el domingo.


La mirada de Pedro la fulminó como un rayo... cauteloso.


—¿De verdad?


—Claro. Hay que recogerlo todo antes de las cinco y media. Si no hay ningún imprevisto, podría estar ahí sobre las seis. Cogeré el coche cuando termine, y llamaré si llego más tarde de las seis. ¿Te parece bien?


—Sí, claro. Me parece bien.


Cuanto más incómodo lo notaba, más entusiasmada se sentía ella, lo cual no decía mucho a su favor, había que reconocerlo, pero qué diablos...


—Pregúntale si puedo llevar el postre, o una botella de vino. O... da igual, ya la llamaré yo.


—Llamarás a mi madre.


Paula sonrió, con una mirada franca y tranquila.


—¿Algún problema?


—No. Me parece muy bien. Arreglaos las dos —dijo él despachándola con un gesto—. Eso me quita a mí de en medio.


—Me pondré en contacto con ella. —Paula volvió a levantar la copa, con mayor confianza ahora—. ¿Está saliendo con alguien?


—¿Qué? —El asombro más genuino y puro asomó a su rostro—. ¿Mi madre? No, por Dios...


Paula no logró sofocar la risa, pero suavizó su reacción tomándolo de la mano.


—Es una mujer vital y muy interesante.


—Este tema, ni tocarlo. En serio.


—Solo lo he dicho porque me preguntaba si habría algún amigo suyo o si solo seríamos los tres.


—Nosotros. Los tres. Nadie más.


—Me parece perfecto.


—Vale. Tengo que irme.


—Diviértete esta noche. —Paula se levantó al mismo tiempo que él.


—Sí, tú también.


—Y que tengas suerte. —dijo aproximándose a él—. A lo mejor esto te ayudará.


Paula siguió aproximándose, con movimientos lentos y deliberados, hasta que su cuerpo encajó en el de él, hasta que sus brazos apresaron su cuello. Hasta que sus labios lo rozaron, se retiraron, lo rozaron nuevamente y se hundieron suaves y cálidos en los de él.


Se le escapó un suspiro de placer: la huida, la seducción, la rendición y la esperanza de promesas futuras. Sintió que su cuerpo anhelaba esas promesas cuando él le agarró la blusa por detrás de la cintura.


Pedro estuvo a punto de olvidar dónde se encontraba. 


Estuvo a punto de olvidarlo todo, salvo a Paula. Su aroma, la sutil e inolvidable fragancia de mujer, secreto y brisa fresca a la vez. Lo revolvió por dentro, se enredó en sus sentidos con el eléctrico y aterciopelado impacto del beso y lo desbordó con la estupefacta necesidad de ceñirse a la figura firme y esbelta de su cuerpo.


Paula volvió a suspirar, le pasó los dedos por el pelo y se separó un poco de él.


—No.


Pedro la atrajo hacia sí y juntos se precipitaron hacia un peligroso desenlace.


—Pedro... —Paula había entreabierto la caja de Pandora y ahora, por mucho que deseara seguir abriéndola, sabía que tenía que calmar los ánimos—. No puede ser.


—¿Qué te apuestas? —La cogió de la mano y salieron de la cocina. Las zancadas de Pedro eran tan rápidas que a ella le costaba trabajo igualar su paso.


—Espera. ¿Adonde vas?


Su respiración se detuvo en algún punto entre los pulmones y la garganta cuando la arrastró dentro del lavadero, la empujó de espaldas contra la puerta y cerró el pestillo.


—No vamos a...


Pedro silenció sus protestas con un beso feroz mientras sus manos se adueñaban de Paula.


Se contuvo y desabrochó los botones de la blusa en lugar de arrancárselos y le bajó las copas del sujetador para pasarle las encallecidas palmas por los pezones.


Paula gemía y temblaba.


—Oh, Pedro... Espera.


—No. —Le levantó la falda, y deslizó la áspera palma entre sus piernas —.Voy a tenerte aquí, aquí mismo. Primero miraré cómo te corres. —Metió un dedo bajo el encaje, dentro de ella—.Y luego haré que vuelvas a correrte, una y otra vez, tomándote aquí mismo, contra esta puerta, hasta que yo haya terminado.


Paula tuvo que agarrarse a sus hombros para no caer, porque las rodillas le temblaban, se le doblaban mientras un fuego voraz y fustigante la asaltaba. Los ojos de Pedro, verdes y salvajes, se cruzaron con los suyos y en ellos vio un destello de triunfo, de triunfo absoluto, cuando su cuerpo reaccionó como un volcán.


Oyó que se rasgaba el encaje y solo alcanzó a gemir de nuevo.


—Dime que me deseas. —Pedro tenía que oírlo. Tenía que oír la voz de Paula, quebrada por la pasión, oírle decir que era víctima de la misma locura que la suya—. Dime que deseas esto. Que deseas que te haga mía, así.


—Sí. Oh, sí...


Le agarró el muslo cuando ella levantó la pierna para rodearle la cintura. Abriéndose, ofreciéndose. La boca de Pedro ahogó su grito de alivio cuando la penetró. Con fuerza, hasta el fondo.


Dejó que la devastara, nunca mejor dicho y se excitó, se precipitó con él a un ritmo de locura hasta la caída final, exhausta.


Paula seguía temblando. Aun cuando había recostado la cabeza en su hombro y él le acariciaba el pelo, Paula no lograba recuperar el aliento. Cuando le levantó la cabeza asiéndola con ambas manos, y mientras sus labios recorrían con suavidad, con mucha suavidad, sus mejillas, sus sienes, pensó: ¿Quién eres? ¿Quién eres tú para hacerme algo así, para apoderarte de mi cuerpo y de mi corazón?


Abrió unos ojos soñolientos y lo miró fijamente. Y entonces lo supo. No del todo, quizá solo un poco, pero supo que le amaba.


Cuando sonrió, Pedro sonrió a su vez.


—Tú has empezado.


Paula habría estallado en carcajadas si hubiera tenido fuerzas suficientes.


—Me está bien empleado.


Pedro apoyo su frente en la de ella y empezó a abrocharle la blusa.


—Estás un poco desaliñada.


Paula se alisó la falda, se retocó el pelo e inclinó la cabeza.


—No sirve de nada. Pareces una mujer que acaba de montárselo en un lavadero.


—Supongo que me lo merezco.


—Eso diría yo. —Pedro se agachó—. Y yo me merezco esto. Me las quedo.


Paula se quedó boquiabierta cuando él se metió sus braguitas rotas en el bolsillo.


—¿Es un trofeo?


—El botín de guerra.


Ella logró soltar una carcajada y sacudió la cabeza.


—Supongo que no tendrás un peine.


—¿Por qué habría de tener un peine?


Suspiró, intentó arreglarse el traje y cepillarse el pelo con las manos.


—Con esto tendrá que bastar. —Paula se llevó un dedo a los labios y obtuvo esa sonrisa rápida y atrevida a modo de respuesta —. Hablo en serio —dijo en un cuchicheo.


De la manera más silenciosa posible, Paula descorrió el pestillo y entreabrió la puerta. Escuchó.


—Sal derecho hacia la cocina y de ahí a la puerta. Y yo...


Pedro la cogió, le dio un pellizco en las costillas y buscó sus labios.


—¡Para! ¡Pedro!


—Quería volver a achucharte otra vez. —La tomó de la mano y salió con ella.


Aliviada por haber encontrado la cocina vacía, Paula lo acompañó hasta la puerta a codazos y empujones.


—Me siento utilizado —dijo él, y su frase le arrancó una carcajada mientras le daba un último empujón.


—Ve a jugar al póquer. Y que tengas suerte.


—Tengo aquí mismo mi amuleto de la suerte —dijo Pedro dándose unos golpecitos en el bolsillo donde había guardado sus braguitas.


Dejándola boquiabierta una vez más, la risa de Pedro se perdió en el húmedo aire otoñal.


—Hasta la vista, Piernas.


Paula salió corriendo hacia su dormitorio, pero no pudo resistirse y se asomó a la ventana. Vio que Pedro cambiaba de dirección y se encaminaba hacia la casa de Maca para hablar con un hombre, ¿o un chico?, que acababa de salir de allí.


Los dos charlaron un rato y entrechocaron los puños a modo de saludo. Luego el chico subió a un coche pequeño, encendió el motor y se alejó mientras Pedro desandaba el camino y se dirigía a su camioneta.


Paula se sobresaltó cuando oyó unos pasos a su espalda, se volvió y vio a la señora Grady.


—Oh... —Mortificada al notar que se le encendían las mejillas, carraspeó.


—Mmm —fue lo único que dijo el ama de llaves—. Ya veo que le has hecho compañía.


—Ja, ja. Bueno… eh... ¿sabe quién era ese chico que salía de casa de Maca? Pedro parecía conocerlo.


—Lo conoce, sí, porque trabaja para él. No sabe leer —añadió— o puede que solo un poco, por encima. Pedro pidió a Sebastian que le diera clases.


—Ya. —Paula siguió de pie, mirando a través de la ventana la fina lluvia que caía. Justo cuando creía haber entendido a ese hombre, descubría en él una nueva arista, una faceta nueva.





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