domingo, 2 de abril de 2017

CAPITULO 26 (CUARTA HISTORIA)




Oyó el pitido, abrió un ojo y vio que todo estaba a oscuras. 


Notó que Paula se movía junto a él y que alargaba la mano para apagar el despertador.


—Debería haberte pedido que definieras «temprano» —farfulló Pedro.


—Hoy tengo el día a tope y quiero hacer ejercicio antes de empezar.


Pedro abrió los dos ojos para ver la hora. Las cinco y cuarto. Podría ser peor.


—A mí también me iría bien hacer ejercicio. El próximo día traeré ropa de deporte.


—Tengo ropa si te apetece usar el gimnasio.


—No creo que la tuya me entre.


Paula se levantó y encendió la luz dándole poca intensidad, se puso la bata y salió por una puerta lateral.


—Un minuto.


En solo un minuto, mientras él estaba decidiendo si se daba media vuelta para dormir media hora más, Paula regresó con una camiseta gris, unos pantalones de gimnasia y un par de calcetines.


—¿Son de Daniel?


—No. Es ropa para los invitados.


—¿Tienes ropa para los invitados?


—Sí. —Paula dejó las prendas sobre la cama—.Y como puedes ver, es una costumbre muy útil. A menos que lo de hacer ejercicio fuera hablar por hablar.


—Dame cinco minutos.


Paula tardó un poco más en cambiarse y se puso una camiseta roja muy sexy y unos pantalones hasta la rodilla. Se recogió el pelo en una cola y se colgó el teléfono de la cintura.


—¿Cuántos días a la semana le dedicas a este cuerpo, Piernas?


—Siete.


—Bien, tal como yo lo veo, merece la pena. —Le dio un cachetito en el trasero que le hizo parpadear—. En recuerdo del tío Henry.


Riendo, Paula se lo llevó al gimnasio.


Pedro se detuvo en el umbral. Había visto la instalación que tenían en los Hamptons, pero aquello no era nada comparado con esto.


Dos cintas para correr, una bicicleta elíptica, una bicicleta estática, una máquina de musculación Bowflex, mancuernas, una banqueta para levantar pesas... por no hablar de la enorme pantalla plana y de la nevera con puerta acristalada en la que había botellas de agua y zumo. Toallas, observó, bien dobladas, toallitas húmedas y una vista impresionante.


—Recomendable —dijo—, y práctico.


—Durante años básicamente hemos sido Laura y yo las asiduas. Emma y Maca venían solo de vez en cuando, pero últimamente todos circulan por aquí. Creo que añadiremos otra elíptica y otra estática, quizá un remo. Bien. —Paula cogió una toalla del montón—. Escucho las noticias para ponerme al día mientras corro unos tres kilómetros, pero tenemos un par de iPods si quieres música.


—Cómo no. Me pondré a correr con música.


Este es otro mundo, pensó Pedro mientras subía a la cinta. Daba cien mil vueltas al montaje que tenía en su casa. 


Elegante, seguro y, por encima de todo, eficiente. Le encantaba la eficiencia.


Además no le representaba ningún esfuerzo ponerse a correr mientras Paula iba dando zancadas a su lado.


Hizo sus buenos cinco kilómetros antes de pasar a las mancuernas. Paula se empleaba con la Bowflex, y ambos sudaban en amigable silencio.


Pedro fue a buscar agua a la nevera y Paula desenrolló una colchoneta y empezó unos ejercicios de yoga en los que iba cambiando de postura, a cual más enrevesada.


—Algún día tendrás que enseñarme cómo funciona eso.


Desde su posición, prácticamente doblada en dos, Paula se levantó y adoptó con fluidez la postura de una media sentadilla.


—Tengo un DVD muy instructivo para principiantes.


—Lo supongo, pero creo que dejaré que seas tú quien me enseñe. Estás preciosa de verdad, Paula. Voy a darme una ducha, ¿vale?


—Yo... claro. Me quedan unos quince minutos.


—Tómate tu tiempo.


Pedro salió, con su imagen grabada en el pensamiento y entonces vio a Daniel, vestido con una sudadera, que se dirigía al gimnasio. Daniel se detuvo, tan en seco que casi fue cómico.


Allá vamos, pensó Pedro sin aminorar el paso.


—Eh.


—¿Cómo, eh? —preguntó Daniel entornando los ojos—. ¿Eso es todo lo que tienes que decir?


—Bonito gimnasio. Me he acostado con tu hermana, y si quieres, atízame como hiciste con Jeronimo por lo de Emma, pero eso no cambiará las cosas. No impedirá que vuelva a acostarme con ella.


—No jodas, Pedro.


—Te lo advertí, y no la he presionado. Y te aseguro que esto último no ha sido fácil. Es la mujer más asombrosa que he conocido y lo digo a todos los niveles que se me ocurren. Si eso te crea algún problema, Dani, lo lamento, pero tampoco cambiará las cosas.


—¿Cuáles son tus intenciones, maldita sea?


—Por Dios... —Pedro se pasó la mano por el cabello—. ¿Lo preguntas en serio? Mi intención es estar con ella todo lo que pueda, tanto dentro como fuera de la cama. Es preciosa, es lista y es divertida, aun cuando no se lo proponga. Y te juro que me tiene atrapado.


Daniel se tomó unos instantes y se paseó arriba y abajo.


—Si la jodes, si le das un disgusto, haré algo más que molerte a palos.


—Si la jodo no tendrás que molerme a palos. Paula ya me habrá aplastado antes.


Dejó a Daniel refunfuñando y se fue a la ducha.


Estaba terminando de vestirse cuando entró Paula.


—¿Tengo que pedirte disculpas en nombre de mi hermano?


—No. Si yo tuviera una hermana probablemente pegaría primero y preguntaría después. No pasa nada.


—Nuestra relación es más complicada de lo que suele ser entre hermanos. Cuando nuestros padres murieron, él... Daniel cree que tiene que cuidar de mí. De todas nosotras, pero sobre todo de mí.


—Lo comprendo, Paula. No se lo reprocho. Además, eso forma parte de su carácter, y por ese mismo carácter nos hemos hecho amigos. ¿Te ha dado algún disgusto?


Paula sonrió.


—A su manera, al estilo de Daniel, y yo le he dado alguno a la mía. Nos llevamos bien. Y además también es amigo tuyo, Pedro.


—Eso es verdad, o sea que vale más dejar las cosas claras antes que lo nuestro vaya más allá. A mí el dinero no me importa.


Los ojos de Paula se volvieron fríos como el hielo. Pedro pensó que nadie como Paula Chaves era capaz de expresar tanta frialdad y desdén.


—Nunca he pensado lo contrario. Y Daniel tampoco.


—De vez en cuando me asalta la idea, o sea que será mejor hablar claro. Tu casa es impresionante, y no me refiero solo a la casa en sí. Me refiero a tu espacio, Paula, a lo que tienes aquí. Te aseguro que el tiempo, el esfuerzo y la inteligencia que vosotros, los Chaves, invertisteis para conseguir algo así merece todo mi respeto. Pero yo voy a la mía, y eso es lo que me gusta. Cuido de mi madre y de mí mismo porque ese es mi lugar. Y cuando te miro, no veo en ti el dinero, la posición o... el pedigrí. Solo te veo a ti, y quiero que sepas eso.


Como había hecho la noche anterior, Paula se dirigió a la terraza y abrió las cristaleras para que entrara el aire. Luego se volvió hacia él.


—¿Crees que estoy entreteniéndome con la clase baja?


Pedro la observó unos segundos. No parecía enfadada, pero sí un poco herida. Como le había sucedido con Daniel, lo lamentó, pero eso no cambiaba las cosas.


—No. Todo eso no tiene nada que ver contigo. Me ha quedado claro. Quiero asegurarme de que las cosas están claras entre los dos.


—Eso parece.


—Te noto un poco enfadada —dijo Pedro acercándose a ella—. Ya se te pasará. ¿Quieres que vayamos al cine esta noche? Ponen una de Hitchcock. Creo que la de hoy es Encadenados.


—No sé si...


—Bueno, te llamaré, ya veremos...


—Si te apetece tomar un café y desayunar, ven a la cocina —le dijo Paula, civilizada y perfecta.


—Buena idea, pero tengo que fichar. —La cogió, tan solo la cogió, a modo de rápido recordatorio de lo que había pasado entre los dos—. Hasta luego —se despidió, y se dirigió a la puerta.


Antes de salir se volvió para mirarla. Seguía de pie, en medio de las cristaleras abiertas de la terraza, con el cielo y los árboles a su espalda.


—Deja los antiácidos, Piernas.







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