domingo, 2 de abril de 2017

CAPITULO 24 (CUARTA HISTORIA)




El Corvette se movía bien, sin duda, pensó Paula. Se aferraba a las curvas de la carretera como una lagartija a una roca. Y como la moto, demostraba su potencia con sutiles rugidos, con suaves carraspeos.


En absoluto práctico, nada de eso. El coche de ella era práctico. Pero…


—Me encantaría conducirlo.


—No.


Paula ladeó la cabeza, sintiéndose retada por su tajante negativa.


—Mi historial de tráfico es impecable.


—Apuesto a que sí. Pero no. ¿Cuál fue tu primer coche?


—Un pequeño BMW descapotable.


—¿El 328i?


—Si tú lo dices. Era plateado. Me encantaba. ¿Y el tuyo?


—Un Camaro Z28 del 82 con cinco marchas, la versión cross-fire injection del modelo V8. Corría bien, al menos después de que me ocupara de él. Tenía ciento doce mil kilómetros cuando se lo compré a un tipo de Stamford. En fin. —Aparcó el Corvette frente a un restaurante de comida casera—. He pensado que podríamos ir a cenar.


—Muy bien.


La tomó de la mano para cruzar la calle y su gesto, se dijo Paula, hizo que se estremeciera de una manera ridícula.


—¿Cuántos años tenías cuando te compraste el coche?


—Quince.


—No tenías edad para conducirlo.


—Esa fue una de las muchas cosas que me dijo mi madre cuando descubrió que me había pulido una gran parte del dinero que tenía que ahorrar para la universidad en un cacharro de segunda mano listo para el desguace. Me habría dado un buen cachete y me habría obligado a venderlo otra vez si Pañales no la hubiera convencido de lo contrario.


—¿Pañales?


Pedro levantó dos dedos al entrar, y la encargada asintió y le indicó con un gesto que esperaran un minuto.


—Pañales dirigía el taller por aquel entonces, el que ahora es mío. Yo trabajaba para él los fines de semana, en verano y cada vez que podía saltarme la escuela. Convenció a mi madre de que restaurar el coche sería educativo, que estaba aprendiendo un oficio y eso me ayudaría a mantenerme alejado de los problemas, cosa que resultó cierta. A veces.


Siguieron a la encargada y Paula pensó en los veranos de su adolescencia. Solía trabajar en la Fundación Chaves para aprender, junto a Dani, a ser responsables y a respetar su legado... pero el grueso de sus vacaciones transcurría en los Hamptons, junto a la piscina de su propiedad, con los amigos y en Europa, adonde iban un par de semanas para redondear el verano.


Pedro pidió una cerveza y ella una copa de vino tinto.


—Dudo que tu madre aprobara que te saltaras la escuela.


—No cuando me pillaba, y eso pasaba la mayoría de las veces.


—Ayer me tropecé con ella. Tomamos un café.


Paula vio lo que raras veces había visto. A Pedro Alfonso tomado completamente por sorpresa.


—Un café... No me ha dicho nada.


—Ah, son cosas que pasan. —Con aire despreocupado, Paula abrió la carta—. Tendrás que invitarme a cenar.


—Ahora vamos a cenar.


—A cenar un domingo. —Paula sonrió—. ¿Quién tiene miedo ahora?


—Miedo es una palabra muy fuerte. Considérate invitada, ya decidiremos cuándo nos conviene. ¿Habías comido aquí alguna vez?


—Mmm. Tienen unas patatas asadas del tamaño de una pelota de fútbol. Creo que pediré una. —Paula dejó la carta a un lado—. ¿Sabías que tu madre había trabajado de vez en cuando para la mía... como personal de refuerzo, en las fiestas?


—Sí, eso lo sabía. —Pedro entornó los ojos—. ¿Crees que algo así puede perjudicarme?


—No. De ninguna manera. Para algunos quizá sí, pero tú no eres de esos. No lo decía en ese sentido. Es solo que me ha sorprendido...


—¿Qué?


—Esta conexión del pasado, cuando tú y yo éramos pequeños.


El camarero les llevó las bebidas y tomó nota.


—Una vez cambié una rueda a tu madre.


Paula sintió una opresión en el pecho.


—¿De verdad?


—La primavera antes de que me marchara. Creo que ella volvía a casa después de haber estado en el club o no sé dónde. —Pedro se puso a recordar y tomó un sorbo de cerveza—. Llevaba un vestido de esos que tienen vuelo y hace que los hombres deseen que el invierno no llegue nunca. Era de flores, capullos de rosas rojas por todas partes.


—Recuerdo ese vestido —susurró Paula—. Es como si la viera.


—Había circulado con la capota bajada, tenía el pelo revuelto por el viento y llevaba unas gafas de sol muy grandes. Pensé que parecía una estrella de cine. En resumen, no había pinchado. El neumático había ido perdiendo aire poco a poco sin que ella se diera cuenta y cuando lo hizo, se detuvo en la cuneta y llamó al servicio técnico.
»Nunca había visto una mujer como ella. Ninguna tan hermosa. Hasta que te vi a ti. Estuvo hablando conmigo todo el rato, Me preguntó a qué escuela iba, a qué me gustaría dedicarme… y cuando se enteró de que era el hijo de Catalina Alfonso, me preguntó por ella, quiso saber qué tal estaba. Me dio diez dólares de propina y un cachetito en la mejilla. Y mientras la veía alejarse pensé, recuerdo que pensé, ahí va una mujer hermosa. Hermosa de verdad.


Alzó la cerveza y se fijó en la mirada de Paula.


—No quería ponerte triste.


—No lo has hecho —respondió ella a pesar de que los ojos le escocían—. Me has contado una anécdota que no sabía. A veces los echo tanto de menos y es tanto el dolor que me consuela enterarme de estas cosas, imaginar estas escenas. La veo con el vestido veraniego de los capullos de rosa, hablando con el chico que le está cambiando la rueda, un chico que está esperando que le llegue el momento de poder irse a California. Y deslumbrándolo.


Paula apoyó la mano en la de él.


—Háblame de California, de lo que hiciste al llegar.


—Tardé seis meses en llegar.


—Cuéntame eso.


Se enteró de que había vivido bastante tiempo en su coche y aceptado trabajos esporádicos para pagarse la gasolina, la comida y alguna que otra habitación de motel.


Pedro se lo contó en clave divertida y aventurera, y mientras comían, Paula pensó que así debía de haber sido. Aunque imaginaba lo duro y terrible que debía de haber sido también para un chico de esa edad estar lejos de casa y vivir de su ingenio y de lo que pudiera meterse en el bolsillo trabajando en lo que le salía por el camino.


Fue empleado de una gasolinera en Pittsburgh, se dedicó a trabajos de mantenimiento en el oeste de Virginia y se mudó a Illinois, donde trabajó de mecánico a las afueras de Peoria. 


Así había ido abriéndose camino por el país, conociendo regiones que Paula desconocía y que probablemente nunca llegaría a conocer.


—¿Nunca te planteaste regresar? ¿Dar media vuelta y volver a casa?


—No. Tenía que llegar a donde me había propuesto, hacer lo que quería hacer. Cuando tienes dieciocho años te mantienes a base de tozudez y orgullo durante mucho tiempo. Además me gustaba estar solo, sin nadie que me vigilara esperando para decirme «Sabía que no lo conseguirías», «Sabía que no valías para nada».


—Tu madre nunca haría...


—No, mamá no.


—Ah. —Su tío, pensó Paula, y guardó silencio.


—Es una larga y desagradable historia. Mejor vayamos a dar una vuelta.


Por la concurrida calle principal se encontraron con varios conocidos de ella y con otros de él. En ambos casos a Pedro le divirtió la sorpresa y la curiosidad que despertaron.


—La gente se pregunta qué estás haciendo conmigo —comentó él— o qué estoy haciendo yo contigo.


—La gente debería dedicarse a sus propios asuntos en lugar de imaginarse cosas sobre los demás.


—En Greenwich todos se imaginan cosas sobre los Chaves. Lo que sucede es que van con cuidado cuando se trata de ti.


—¿De mí? —Francamente sorprendida, Paula frunció el ceño—. ¿Por qué?


—En tu profesión terminas conociendo muchos secretos. En la mía también.


—¿Y eso?


—Por ejemplo, hay quien quiere que le hagan la puesta a punto del coche, y no siempre se asegura de sacar todo aquello que no quiere que vean los demás.


—¿Por ejemplo?


—Eso sería revelar un secreto.


Paula le dio un codazo.


—No si no me entero de quién ha sido el que se ha dejado lo que se haya dejado en el coche.


—En el taller hacemos un concurso. Quien encuentre el mayor número de ropa interior de mujer al mes ganará de premio media docena de cervezas.


—Oh. Mmm.


—No haberlo preguntado.


Paula hizo memoria.


—Te gano —decidió—. En eso puedo ganarte.


—A ver.


—Una vez encontré un sujetador Chantelle de media copa, encaje negro y talla 95C colgando de la rama de un sauce llorón que hay junto al estanque y unas medias enteras flotando en el agua.


—¿Chantelle qué?


—Es la diseñadora de lencería. Tú sabes de coches. Yo sé de moda.


—Debe de haber algo en los coches y en las bodas que hace que las mujeres quieran quitarse la ropa interior —dijo Pedro abriéndole la portezuela del coche. Y le sonrió cuando ella subió—. O sea que no te cortes.


—Muy amable por tu parte.


Cuando volvió a encontrarse en el interior del automóvil, Paula pensó que la velada había sido todo un éxito. Lo había pasado bien, le había divertido la compañía de Pedro y se habla enterado de varias cosas, aunque hubiera tenido que provocarlo y forzarlo para sonsacarle.


Y solo había tenido que excusarse dos veces para contestar a las llamadas de las clientas.


—Este fin de semana hay una gran boda —comentó él.


—Dos grandes, dos medianas y una fiesta mixta para entregar los regalos a la novia el jueves por la tarde, justo después del ensayo. Y luego dos actos externos.


—Mucho trabajo. ¿Por qué va a querer un tío ir a la fiesta de regalos?


Paula iba a darle una respuesta profesional y diplomática, pero se rió.


—Porque su novia le obliga. Montamos una barra de puros en la terraza. Le ayuda a soportarlo.


—A mí no me serviría ni la morfina. Volvamos al tema de la boda. Me refiero a la hermana de Sebastian.


—Ah, sí. Nos hace mucha ilusión. Ha sido divertidísimo trabajar con Silvia. No solemos trabajar con novias como ella. Tú estarás en la mesa doce. Lo pasarás muy bien.


—Me lo había propuesto.


Cuando Pedro giró para enfilar el camino de entrada a la finca, Paula lamentó que la velada terminara con la misma intensidad con que le había inquietado que comenzara.


—Se acabó el verano —dijo ella saliendo al aire fresco de la noche—. Me encanta el otoño, su color, su olor, el cambio de luz... Pero siempre lamento tener que despedirme del verdor y de las flores estivales. Supongo que tú también lamentarás tener que despedirte de la moto hasta el año que viene.


—La usaré unas cuantas veces más. Tómate un día libre y saldremos a pasear.


—Es tentador. —Y lo era—. Pero iremos a tope durante las dos próximas semanas.


—Puedo esperar, aunque preferiría no hacerlo. —Pedro se acercó a ella y aunque no la tocó, Paula sintió una punzada de excitación—. ¿Por qué no me pides que entre, Paula?


Su intención era decir que no, su intención había sido decir que no desde que empezó a vestirse para salir. Demasiado pronto, demasiado intenso, demasiado arriesgado.


Paula abrió la puerta y le tendió la mano.


—Entra, Pedro.


Él la tomó de la mano y cerró la puerta a su espalda. Clavó su mirada en ella, incitándola, el único contacto era el de sus palmas.


—Pídeme que suba. Pídeme que me meta en tu cama.


Paula sintió los latidos de su corazón, unas rápidas sacudidas en la base de su garganta. Sé sensata, se ordenó a sí misma. Sé prudente.


En lugar de eso, fue ella la que se acercó a él, la que aprovechó el momento para buscar sus labios.


—Sube, Pedro. Quiero que te metas en mi cama.






No hay comentarios:

Publicar un comentario