viernes, 3 de marzo de 2017

CAPITULO 45 (SEGUNDA HISTORIA)





—Le he dicho que haría la maleta en diez segundos. Qué mentirosa soy.


Se había aseado tras la jornada laboral, hidratado y perfumado cada palmo de su cuerpo. Paula dobló una camisa y la metió en una maleta pequeña.


—Por supuesto, la ropa de andar por casa no es importante, pero... —Se volvió y sostuvo en alto un camisón blanco de seda para mostrárselo a Carla—. ¿Qué te parece?


—Es maravilloso. —Carla dio un paso adelante y acarició el delicado encaje que entretejía el cuerpo del camisón—. ¿Cuándo te lo has comprado?


—El invierno pasado. No pude resistirme y me dije que me lo pondría aunque solo fuera para lucirlo algún día en casa, cosa que no he hecho, claro. Lleva esta batita a juego. Me encantan las batas fastuosas para ponérmelas en un hotel, pero esta es romántica. Y me apetece vestirme con algo romántico después de cenar.


—Entonces es perfecta.


—Ni siquiera sé a dónde iremos a cenar, ni en qué hotel dormiremos. Me encanta. Me gusta la sensación de que alguien se me lleve por sorpresa. —Paula giró sobre sí misma y puso el salto de cama en la maleta—. Quiero champán y velas, y darme el capricho de tomar un postre prohibido. Y quiero que Pedro me contemple a la luz de las velas y me diga que me ama. No puedo evitarlo.


—¿Y por qué vas a privarte de eso?


—Porque tendría que bastarme su invitación por sorpresa, el hecho de estar con un hombre que ha planeado una noche así conmigo. Eso me hace feliz. Y tendría que ser suficiente.


Carla se acercó a Paula, que seguía haciendo la maleta, y la acarició en el hombro.


—No tienes que ponerte límites, Paula. Si eso es lo que sientes, adelante.


—No pongo límites. Creo que no. Sé que vivo esta relación con altibajos y ahora lo que intento es controlar mis expectativas. Actuar como dije que actuaría cuando empezamos a salir. —Paula se volvió hacia Carla y le dio un apretón de manos—. Dije que quería divertirme y tomarme las cosas como vinieran. Llevo mucho tiempo enamorada de él, pero eso es cosa mía. En realidad, solo llevamos juntos un par de meses. No hay prisa.


—Paula, con los años que hace que te conozco, que son muchísimos, nunca has tenido miedo de decir lo que sientes. ¿Por qué tienes miedo de hablar ahora con Pedro?


Paula cerró la maleta.


—¿Qué pasará si él no está listo y, por el hecho de decírselo, considera que es mejor dejarlo correr y volver a ser amigos? Yo no podría soportarlo, Carla. —Paula se colocó frente a su amiga—. Supongo que no estoy preparada para poner en riesgo nuestra relación. Todavía no. Por eso voy a disfrutar esta noche, sin ningún tipo de presiones. »Ay, tengo que ir a arreglarme. Bien, regresaré por la mañana a las ocho, a las ocho y media como muy tarde. Pero si por alguna razón me quedo pillada en un atasco...


—Llamaré a Tink y le obligaré a levantarse de la cama. Sé cómo hacerlo. Ella se encargará de la entrega matutina y
empezará a clasificar el género.


—Bien.


Confiando en la capacidad de Carla, Paula se embutió en su vestido.


—Volveré a tiempo —precisó poniéndose de espaldas para que Carla pudiera subirle la cremallera.


—Me encanta este color. Citrino. Me da rabia que a mí no me favorezca. En ti, en cambio, deslumbra. —Se cruzó con los ojos de su amiga en el espejo, le pasó el brazo por la cintura y la abrazó—. Pásalo muy bien.


—Eso, seguro.


Veinte minutos después abrió la puerta de su casa y Pedro, al verla, le sonrió de oreja a oreja.


—Ha sido una idea excelente. Tendría que haberlo pensado antes. Estás arrebatadora.


—¿Estaré a la altura del camarero altivo y de la comida carísima?


—De sobra. —Pedro tomó su mano y la besó en la muñeca, rozando la brillante pulsera que le había regalado.


Incluso el trayecto hasta Nueva York le pareció perfecto, desde los momentos en que circulaban zumbando hasta los tramos en que quedaban atascados entre el rugido del tráfico.


Paula pensó que la luz empezaba a menguar dando paso a un atardecer cálido y suave.


Tenían toda la noche por delante.


—Siempre digo que tengo que venir más a la ciudad —comentó ella—, a pasear o a comprar, a echar un vistazo a las floristerías y a los mercados, pero no lo hago tan a menudo como quisiera. Por eso me hace ilusión cada vez que vengo.


—Ni siquiera has preguntado a dónde vamos.


— Me da igual. Me encantan las sorpresas, la espontaneidad. Mi trabajo tiene que estar muy programado, y a ti también te debe de pasar lo mismo. Lo de hoy... es como tomarse unas minivacaciones mágicas. Si prometes invitarme a champán, no me faltará de nada.


—Lo que tú quieras.


Cuando Pedro aparcó delante del Waldorf, Paula enarcó las cejas.


—Veo que las buenas ideas se suceden una tras otra.


—He pensado que te gustaría algo tradicional.


—Has acertado.


Paula esperó en la acera a que el portero descargara las maletas y luego se cogió a Pedro.


—Te doy las gracias de antemano por la maravillosa noche que vamos a pasar.


—De nada, también de antemano. Iré a registrarnos y a decirles que suban las maletas. El restaurante está a tres manzanas de aquí.


—¿Podemos ir a pie? Esta zona es muy bonita para caminar.


—Claro. Tardo cinco minutos.


Paula paseó por el vestíbulo y se entretuvo mirando los escaparates de las tiendas, los fastuosos arreglos florales y la gente entrando y saliendo, hasta que Pedro fue a reunirse con ella.


—¿Estás lista? —preguntó él acariciándole la espalda.


—Por supuesto. —Paula volvió a tomarlo de la mano cuando salieron a caminar por Park Avenue—. Una prima mía se casó en el Waldorf... antes de que existiera Votos, claro. Fue una ceremonia con muchísimos invitados, de lo más chic, y formal también, como suelen ser todas las celebraciones de los Chaves. Yo tenía catorce años y quedé muy impresionada. Todavía recuerdo las flores. Montañas de flores. Las rosas amarillas fueron las protagonistas. Las damas de honor también iban de amarillo y parecían pastillas de mantequilla, pero las flores... ah, qué flores.
Montaron una pérgola muy elaborada con rosas amarillas y glicinas en el mismo salón de baile. Debieron de emplear un ejército de floristas. Eso es lo que recuerdo con más
claridad, o sea que debió de ser algo memorable. —Y sonrió—. Piensa en algún edificio que te impresionara vivamente. ¿Qué es lo que te sorprendió más de él?


—Me han impactado varios edificios. — Pedro dobló la esquina hacia el este. Nueva York bullía a su alrededor—. Pero si quieres que te diga la verdad, lo que más me
impresionó fue la primera vez que vi la mansión de los Brown.


—¿De verdad?


—Donde yo nací, en Newport, hay muchas casas señoriales, y considero que algunas son unos espacios arquitectónicos
fantásticos. Sin embargo, esa finca tenía un no sé qué, algo que todavía tiene, que la distingue de las demás. Serán su equilibrio y sus líneas, una discreta grandeza, la seguridad con que combina la dignidad con ciertos toques de fantasía...


—Lo has clavado —coincidió ella—. Tiene una dignidad no exenta de fantasía.


—Cuando entras en la casa, de repente tienes la sensación de que allí vive gente, de que hay vida detrás de esas puertas. Es más, te das cuenta de que las personas que residen allí aman ese hogar, y también la tierra. Todo.
Esa casa sigue siendo uno de mis lugares preferidos en Greenwich.


—Sin duda también es uno de los míos.


Pedro se detuvo frente a un restaurante.


Paula entró después de que Pedro le abriera la puerta, y apenas al cruzar el umbral, notó que el ritmo y las prisas de la calle desaparecían. Incluso el ambiente parecía exigir bajar la voz.


—Acertó usted, señor Alfonso —comentó ella con voz queda.


El maître inclinó con elegancia la cabeza.


—Bonjour, mademoiselle, monsieur...


—Alfonso —precisó Pedro con un estilo inexpresivo a lo James Brown. Paula tuvo que morderse las mejillas para no estallar en carcajadas—. Pedro Alfonso.


—Señor Alfonso, bien sur, por aquí.


El maître precedió la marcha entre intrincados arreglos florales, parpadeantes velas, el brillo de la plata y el destello del cristal sobre manteles de lino blanco como la nieve. Les invitaron a sentarse con gran pompa y les ofrecieron un cóctel.


—La señora prefiere champán.


—Muy bien. Se lo diré a su sommelier. Disfruten de la velada.


—Ya la estoy disfrutando —le dijo Paula a Pedro inclinándose hacia él—. Y mucho.— Todos han vuelto la cabeza al verte entrar.


Paula le sonrió con una expresión sexy y provocativa.


—Formamos una pareja muy atractiva.


—Y ahora mismo, todos los hombres del restaurante me tienen envidia.


—Eso hace más divertida la noche. Sigue, sigue, no te quiero interrumpir.


Pedro levantó la vista cuando vio que se acercaba el sommelier.


—Ahora estoy contigo.


Después de pedir una botella que contó con la altanera aprobación del especialista en vinos, tomó la mano de Paula.


—A ver, ¿por dónde iba?


—Estabas haciendo que me sintiera increíblemente especial.


—Eso no cuesta nada, teniendo en cuenta a lo que me enfrento.


—Harás que me dé vueltas la cabeza. Sigue, por favor.


Pedro rió y le besó la mano.


—Me encanta estar contigo. Me alegras el día, Paula.


¿Qué le estaba pasando, pensó Paula, si solo con la expresión «me encanta estar contigo» le daba un vuelco el corazón?


—¿Por qué no me explicas cómo te ha ido el día?


—Bueno, he solucionado el misterio de Sebastian.


—¿Había un misterio que resolver?


—¿Adónde va? ¿A qué se dedica? — preguntó Pedro antes de explicarle las idas y venidas rutinarias del estudio—. Les hago visitas cortas, pero esas visitas abarcan desde la mañana hasta última hora de la tarde. Por eso mis astutas observaciones se han convertido en un muestreo de toda su jornada.


—¿A qué conclusiones has llegado?


—A ninguna, pero he elaborado varias teorías. ¿Se escabulle Sebastian para verse ilícitamente con la señora Grady, o se ha abandonado a un ciclo desesperado y destructivo de apuestas online con el ordenador portátil?


—Podrían ser ambas cosas a la vez.


—Es posible. Sebastian es muy capaz. —Pedro se interrumpió cuando le mostraron la etiqueta de la botella e hizo una señal de asentimiento—. La señora probará el champán.


Mientras empezaba el ritual del descorche, Pedro se inclinó hacia Paula.


—Y hete aquí a nuestra querida Macarena, ignorante, confiada, trabajando como una esclava. ¿Podría el aparentemente inocente y afable Sebastian Maguire esconder secretos inconfesables? Tenía que averiguarlo.


—¿Te has disfrazado y lo has seguido hasta la casa?


—Lo pensé, pero descarté la idea. — Pedro interrumpió su discurso cuando el sommelier puso un poco de champán en la copa de Paula para que lo degustara.


Paula tomó un sorbo, esperó unos segundos y le dedicó al profesional una sonrisa que fundió su digna gelidez.


—Es fantástico. Gracias.


—Un placer, mademoiselle —respondió él sirviéndole una copa con maestría—. Espero que disfrute de cada sorbo.
Monsieur...


El sommelier dejó la botella en la cubitera, se inclinó y se marchó.


—Dime cómo resolviste el misterio de Sebastian.


Espera un momento. He perdido el hilo después de que nos encandilaran sirviéndonos el champán. Ah, sí. He usado un método muy ingenioso: se lo he preguntado.


—Diabólico.


—Está escribiendo un libro, cosa que tú ya sabes —concluyó Pedro.


—Los veo casi cada día. Maca me lo había contado, pero tu método me ha parecido más divertido. Lleva años escribiendo ese libro, se dedica a él cuando puede. Maca lo ha animado a lanzarse a escribir este verano en lugar de dar clases de refuerzo. Creo que Sebastian es bueno.


—¿Has leído su libro?


—No he leído el que está escribiendo ahora, pero tiene varios relatos y artículos publicados.


—¿Ah, sí? Nunca lo había mencionado. Otro de los misterios de Sebastian.


—Creo que nunca llegamos a saberlo todo de una persona, aunque haga mucho tiempo que la conocemos, o aunque la
conozcamos muy bien. Siempre hay alguna faceta oculta.


—Supongo que tú y yo podríamos dar fe de eso.


Paula lo miró sonriendo con calidez y dio otro sorbo de champán.


—Supongo que sí.




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