viernes, 31 de marzo de 2017
CAPITULO 19 (CUARTA HISTORIA)
COMO ERA DE ESPERAR, EN EL EVENTO DE ESA NOCHE surgieron problemas, pequeñas crisis y conflictos personales que Paula supo manejar, allanar o solucionar.
Solventó el combate potencial entre unas litigantes MDNA y ADNA, llevando a una a recorrer las instalaciones para que la otra pudiera estar un rato con la novia.
Y actuó con neutralidad cuando cada una de ellas se dedicó a enumerarle los fallos y los defectos de la otra.
Logró mantener ocupado al amigo íntimo del novio y apartarlo de las zonas por donde pudiera pasar su ex mujer, la hermana de la novia.
Mientras los personajes y el sortear las bombas humanas de relojería consumían la mayor parte de su tiempo y energías, pasó lo que consideraba su turno de guardia a Maca o a Laura para poder inspeccionar personalmente todo el montaje.
Paso a paso, vio cómo Emma transformaba un bosque y un prado en un elegante y sofisticado festín visual, mientras Laura añadía los últimos toques a un pastel de cinco pisos tan espectacular como un diamante blanco.
En la suite nupcial Maca documentó otra transformación: el paso de mujer a novia, el instante de orgullo y placer de la clienta posando de pie con su resplandeciente vestido blanco de ceremonia en el que centelleantes cuentas plateadas adornaban el cuerpo desprovisto de tirantes.
Paula contempló a la novia recogiéndose la elaborada falda para que su madre (obviamente demasiado impresionada para pensar en litigios) pudiera abrocharle un gélido fuego de diamantes alrededor del cuello.
—Algo viejo —murmuró la madre.
Paula sabía que Maca plasmaría ese gélido fuego, la primorosa línea de los hombros de la novia, la caída del vestido... aunque el instante y la foto también ilustrarían la emoción que embargaba a madre e hija mientras estas se sonreían la una a la otra y se miraban con lágrimas en los ojos.
—Cariño, pareces salida de un sueño.
—Me siento... ay... mamá. No esperaba quedarme sin palabras.
Paula le ofreció un pañuelo.
—Tenías razón, Paula—añadió la novia mientras se enjugaba con cuidado el rabillo del ojo—. En lo de no llevar velo. —Se llevó la mano a la sencilla diadema que centelleaba entre sus oscuros cabellos recogidos en alto—. Porque habría deslucido el tocado.
—Imposible estar más perfecta, Alysa —le dijo Paula— De no ser por...
Como Emma todavía estaba terminando el salón de baile, Paula cogió el ramo de novia de la caja y lo ofreció a la MDNA.
—Un último y maravilloso detalle.
Con el ramo en la mano, un ramo en cascada de orquídeas de ribete plateado en el que resaltaban unas cuentas transparentes, la novia se volvió de nuevo hacia el espejo de cuerpo entero.
—Oh. Oh. Ahora... supongo que sí parezco salida de un sueño.
La madre tomó a Paula por el brazo y suspiró.
Y ese, pensó Paula, era el mejor reconocimiento a un trabajo, hasta el momento, bien hecho.
Paula oyó un grito agudo, infantil, feliz, confiado, pero salió disparada hacia la puerta, justo cuando Pedro la abría con una de las niñas de las flores en brazos.
—Perdonen, señoras, pero he encontrado a esta princesa de cuento de hadas. ¿Es esta la entrada al castillo?
—Sin duda. —Paula fue a coger a la niña cuando apareció una mujer hablando en voz alta y con una chiquilla en cada cadera.
—¡Leah! Lo siento, lo siento mucho. Se ha escapado y, con las otras dos encima, no he podido atraparla.
—No pasa nada.
—Ya están listas para los retratos —dijo Paula—. Podrías llevárselas a Maca. Te echaré una mano.
Paula se ocupó de la traviesa Leah.
—Gracias —le dijo a Pedro antes de llevarse a la niña.
—¡Adiós, Pedro, adiós! —exclamó Leah por encima de su hombro y Paula esbozó una media sonrisa cuando la chiquilla lanzó al aire unos sonoros besos a modo de despedida.
Al regresar encontró a Pedro sirviéndose queso de la bandeja.
—Buen género —comentó él.
—La proteína ayuda a mantener la energía.
—Perfecto. —Pedro untó una tostada con un poco de queso Port Salut—. Toma un poco de energía.
Como no podía hacerle ningún daño, aceptó.
—¿Dónde has encontrado a Leah?
—¿A la niña? En el vestíbulo, bailando. Haciendo cosas de esas... ¿sabes? —Y giró el dedo en el aire—. Para ver el efecto del vestido. Yo acababa de servir al... ¿cómo lo llamáis, el PDNO?, o igual era el otro, el PDNA, un trago de Jack Black, o sea que no debía de hacer mucho que rondaba por allí.
—Te lo agradecemos.
Pedro sonrió.
—Demuéstramelo.
—No hay tiempo para eso. Tengo que... —Paula levantó una mano—. Alerta roja. Solarium.
—¿Quién eres tú? ¿El capitán Kirk?
Pero Paula salía ya como una centella de la habitación.
—¿Qué es lo...? Maldita sea —masculló por el micro—. Ya voy.
—¿De qué se trata?
—Una de las invitadas ha decidido que la norma específica de los novios de no admitir a niños menores de doce años no se aplicaba a sus cuatro hijos, y parece ser que ahora están montando un número en el aperitivo de antes de la ceremonia. Laura es la única que está allí, ayudando a los camareros, y está a punto de explotar.
—¿Sueles correr varios kilómetros por la casa?
—Sí.
—¿Y por qué llevas tacones?
—Son unos Prada absolutamente irresistibles, y los llevo porque soy una profesional.
Y porque sin duda alguna sabía moverse con ellos, pensó Pedro.
—Nada que ver con la vanidad.
—Efectos secundarios.
Paula dejó de correr y anduvo con el paso acelerado hasta que ambos llegaron al solárium.
Pedro oyó a los niños antes de verlos. A sus anchas, musitó, mientras los críos gritaban, chillaban y lloriqueaban a pleno pulmón. Observó, como imaginó que también observó Paula, las distintas reacciones de los invitados que habían llegado antes de hora para poder disfrutar de unas copas y unos sofisticados aperitivos antes del «Sí, quiero». Diversión, enojo, inquietud, desprecio.
Una mezcla endemoniada, pensó. Y cuando se fijó en que un miembro uniformado del servicio de catering estaba barriendo unas copas de cristal rotas, un follón endemoniado.
Mientras Paula se abría paso entre la multitud con la pericia y la puntería de un misil infrarrojo de corto alcance, Pedro cayó en la cuenta de que los niños estaban comportándose con toda naturalidad, porque mamá también gritaba.
—Paula —Laura, que llevaba un delantal blanco de chef encima del traje chaqueta, enseñaba los dientes para fingir lo que solo con cierta licencia podría llamarse una sonrisa—. La señora Farrington.
—Paula Chaves. —Paula le tendió la mano y, antes de que esta pudiera objetar nada, asió la de la mujer y la retuvo—. Encantada de conocerla. ¿Por qué no vienen conmigo usted y los niños? ¿El padre también está aquí?
—Está en el bar, y no tenemos intención de ir a ninguna parte.
—Laura, ¿por qué no localizas al señor Farrington y le pides que nos acompañe? Tiene usted unos niños muy guapos —dijo a la mujer—. Tendré que pedirle que los controle.
—Nadie me dice lo que tengo que hacer con mis propios hijos.
La sonrisa de Paula permaneció inalterable; un poco más desafiante, si cabe.
—Como está usted en mi casa, en mi propiedad y se especificó que sus hijos no estaban invitados al acto de hoy, se lo pido.
—Hemos venido porque somos de la familia.
Paula contuvo el aliento cuando uno de los niños, que estaban peleándose en el suelo, lanzó un coche de juguete a su hermano. Pedro lo atrapó con una mano un centímetro antes de que impactara contra un jarrón cilíndrico de cristal lleno de orquídeas.
—¿Está dispuesta a pagar los desperfectos? Los protagonistas de hoy no son usted y su familia —prosiguió Paula, y, a pesar de que hablaba en voz baja, adoptó un tono inflexible—. Los protagonistas son Alysa y Bo. La invitación estipulaba claramente su deseo de no invitar a niños menores de doce años.
Al cesar el barullo, Paula miró al suelo y vio a Pedro agachado con los cuatro niños, todos ellos con unos ojos como platos, callados como benditos.
—Creo que eso es egoísta y desconsiderado.
—Estoy segura —dijo Paula equitativamente—, pero sigue siendo lo que quieren los novios.
—Le dije a mi mujer que no los trajera. —El señor Farrington se acercó con una copa de balón en la mano—. Te dije que no viniéramos con los niños, Nancy.
—Y yo te dije a ti que esperaba que mi propio primo se mostraría más tolerante y afectuoso con mis hijos y no les prohibiría asistir a su propia boda.
—¿Quieren seguir discutiendo de esto aquí? —Paula esbozó una sonrisa forzada—. ¿Delante de estos niños y de los demás invitados? Dígame, señora Farrington, ¿recibieron ustedes una invitación para seis personas?
La mujer torció el gesto y no dijo nada.
—Como no creo que la recibiera, aquí no hay cubiertos suficientes para sus hijos, y como en la cena hay que estar sentados, se quedarán sin cenar. Sin embargo, será un placer llamar a alguien que pueda encargarse de ellos en algún otro lugar de la casa, y contarán con la comida y la bebida necesarias mientras dure la boda y la recepción. Puedo hacer que se presenten dos puericulturas tituladas en veinte minutos, a un precio de cincuenta dólares la hora. Cada una.
—Si cree que voy a pagarle a usted para...
—O bien acepta las puericultoras al precio sugerido, o bien tendrá que organizarlo usted por su cuenta. Mi trabajo consiste en poner en práctica las normas y los deseos de Alysa y de Bo. Y voy a cumplir con mi trabajo.
—Vamos, Gary, nos marchamos. Coge a los niños.
—Vete tú. —Gary se encogió de hombros—. Llévate a los niños, o déjalos aquí y pagaré la factura. Yo me quedo en la boda. Recuerda, Nancy, que Bo es «mi» primo.
—Nos vamos. ¡Niños, ahora! ¡He dicho ahora!
Los lloros, los gritos y las peleas volvieron a subir de tono cuando la mujer agarró y se llevó a rastras a los cuatro niños. Paula y Laura intercambiaron una mirada. Laura asintió y acompañó hasta la salida a Nancy Farrington.
—Discúlpeme —dijo Gary—. Llevamos semanas hablando de este tema y creía que ya estaba decidido. Al final, cuando he salido de casa, he visto que Nancy había metido a los niños en el coche. No debería haberlo permitido. Supongo que han roto la bandeja de copas que he visto qué se llevaba uno de los camareros. ¿Qué le debo?
—Ha sido un accidente, señor Farrington. Espero que disfrute de la boda. Pedro, ¿puedes venir conmigo?
—Sí. —Dejó caer el cochecito de juguete en la mano de Gary—. Un clásico —dijo, y salió detrás de Paula.
—¿Qué les has dicho para que se callaran? —preguntó ella.
—Les he dicho que me quedaría el Corvette como rehén. Una edición de juguetes Matchbox del 66 muy bonita. Y que si no dejaban de hacer el idiota, la señora que estaba hablando con su madre los arrestaría.
—¿Los arrestaría?
—Ha funcionado. Cuando se han callado, hemos hablado de coches. Precisamente estaban jugando a coches cuando su madre ha dicho a Esme, la canguro, que les pusiera los trajes. Por cierto, los críos odian esos trajes y lo único que querían era jugar a coches. ¿Quién va a culparlos por eso?
—Bueno, has llevado muy bien la situación.
—Aunque fueran cuatro, tú te has encargado de la parte dura del trabajo. Son unos consentidos, por supuesto, pero ella es un hueso duro de roer. ¿Te apetece una cerveza?
—No tengo tiempo para cervezas. Con esto casi hemos agotado el que destinábamos a la llegada, la sociabilidad y las fotos. Maca casi ha terminado con el cortejo del novio.
—¿Cómo lo sabes?
Paula dio unos golpecitos a los auriculares.
—Me lo ha dicho. Luz verde —dijo por el micro haciendo sonreír a Pedro—. Que entre la música para que los invitados se sienten, por favor, y cerrad el bar. Si no cerramos el bar, son muchos los que nunca encuentran el momento de marcharse —le dijo a Pedro—. Diez minutos para la entrada del novio. Tengo que ir arriba. Gracias por tu ayuda.
—De nada. Voy a buscar esa cerveza antes de que me echéis.
Le gustaba verla trabajar. En general no entendía lo que hacía, pero eso no quitaba que se divirtiera. Paula cubría el terreno, un terreno extenso, o bien parecía esfumarse en un segundo plano. En más de una ocasión la vio sacarse algo del bolsillo, parecía llevar un centenar de cosas en ese traje chaqueta de ejecutiva, para atender a un invitado.
Kleenex, limpiador para las gafas, imperdibles, cinta adhesiva, cerillas, un bolígrafo. En su opinión llevaba un chiringuito encima. De vez en cuando veía que movía los labios respondiendo, según deducía, a lo que le hubieran dicho por los auriculares. Luego se marchaba en otra dirección, a cumplir con un nuevo deber o a evitar una nueva crisis.
En alguna ocasión la veía encorvada debatiendo con una o varias de sus socias o con algún miembro del personal subcontratado. Luego, todos salían disparados.
Sin embargo, para quien no les prestara atención, parecía que el evento discurría solo, como un ente orgánico.
La parafernalia de la boda: vestidos de ceremonia y esmóquines, un cargamento de flores, velas y ríos de una extraña gasa blanca envolviéndolo todo. Música, lágrimas y miles de lucecitas parpadeantes que arrancaban exclamaciones entre la multitud.
Desfiles de entrada, desfiles de salida, ver y dejarse ver, el bar abierto de nuevo y el grupo dejándose conducir hacia los alimentos y las bebidas para entretenerse hasta que llegara la hora de la magnífica y sofisticada cena, Más flores, velas, lucecitas parpadeantes, música, brindis, revoloteos de una mesa a otra. Todo sincronizado, observó Pedro, minuto a minuto.
A continuación, el éxodo hacia el salón de baile para celebrar la fiesta, y, antes de que el último invitado salga por la puerta, una colmena entera de abejas obreras que ordena, limpia y desmonta la mitad de las mesas.
Pedro lo sabía a ciencia cierta, porque de algún modo lo habían reclutado para desmontar.
Cuando consiguió llegar al salón de baile, la fiesta estaba en su apogeo. Más mesas, más velas y luces parpadeantes, y una gran exuberancia de flores. Música pegadiza para atraer a los invitados a la pista de baile, otro bar y los camareros pasando con bandejas de champán.
La pieza central, observó mientras deambulaba entre el banquete de flores de Emma, era el pastel de Laura, una obra maestra. Había degustado ya su mercancía, y esperaba que el sabor de este fuera tan sorprendente como su aspecto.
Algo muy deseable.
Reconoció a Maca escabullándose y deslizándose entre el gentío, dando vueltas por dentro y por fuera de la pista de baile, sacando fotos.
Pedro se obsequió a sí mismo con una cerveza antes de sortear a los demás y situarse junto a Sebastian.
—Menuda juerga —comentó.
—Esta es sonada. No puedo creer que mi hermana vaya a vivir algo así la semana que viene.
—Sí, es verdad. Recibí la invitación. Supongo que será diferente estar al otro lado del tendido.
—Para todos. Maca y yo hemos decidido plantearlo como un ensayo que haremos antes de que nos llegue el turno. Descubriremos qué se siente al ser protagonistas y también artífices de la boda.
—Supongo que Maca no hará sus propias fotos, a menos que tenga un clon.
—No —sonrió Sebastian—. Todavía está intentando averiguar si podrá hacer unas cuantas, pero hay una mujer que le gusta y confía en que será ella quien las haga. Además las chicas están celebrando reuniones periódicamente para procurar que todo salga redondo.
—Si no pueden ellas... Escucha, ahora que te tengo a mano, ¿tú das clases particulares a un solo estudiante?
—¿A mis alumnos? —Sebastian dio la espalda a la gente—. Sí.
—No, quiero decir aparte de ellos.
—En realidad, no pero podría hacerlo.
—Hay un chico que lleva unos meses trabajando conmigo. Es un buen mecánico y tiene potencial. Hace un tiempo descubrí que no sabe leer. Bueno, sí sabe pero muy poco. Lo suficiente para ir tirando, para fingir que sabe.
—El analfabetismo es un problema más importante de lo que la gente cree. Y tú quieres ayudarlo a que aprenda a leer.
—No soy profesor y... buf... en cualquier caso no sabría por dónde empezar. Por eso había pensado en ti.
—Puedo ayudarle si él quiere.
—Querrá si desea conservar su empleo, al menos eso es lo que le daré a entender si se hace el remolón.
—¿Cuántos años tiene?
—Diecisiete. Casi dieciocho. Tiene el título de bachillerato, imagino que porque pagó a otros chicos para que le ayudaran a aprobar o porque convenció a alguna chica con sus encantos. Yo pagaré el importe.
—Olvídate del importe, Pedro. Me gusta hacer estas cosas.
—Gracias, pero si cambias de idea sobre el chico o el importe, me lo dices y en paz. Le diré que te llame para quedar contigo.
Pedro dio un trago de cerveza y asintió señalando hacia Paula cuando esta atravesaba el salón de baile.
—Dime algo que no sepa.
—¿Perdona?
—De Paula. Dime algo de ella que no sepa.
—Ah... Mmm.
—Sebas, tío, guarrerías, no. Aunque si sabes alguna, te emborracharé hasta sacártela. Me refiero a lo que hace cuando no se dedica a esto.
—Casi siempre se dedica a esto.
—Para divertirse. ¿Y solo por esto voy a tener que ir a buscarte una cerveza?
—No. —Reflexionando, Sebastian frunció el entrecejo—. Van siempre juntas, las cuatro. Intento no especular sobre lo que pasa cuando están juntas, porque supongo que también tendrá que ver conmigo. De compras. Le gusta ir de compras. A todas les gusta.
—Menuda sorpresa.
—Pues... es una gran lectora, de gustos muy eclécticos.
—Vale, eso me sirve.
—Y... —Entrando obviamente en calor, Sebastian aceptó la cerveza que Pedro se agenció de un camarero que pasaba con una bandeja—. A Laura y a ella les gustan las películas antiguas. Las clásicas en blanco y negro. Está metida en temas de patrocinio y beneficencia, que es a lo que se dedica su club. Daniel y ella se lo han repartido. Algo muy propio de los Chaves.
—Nobleza obliga.
—Exacto. Ah, también está interesada en editar un libro.
—No jodas.
—No jodo. Un libro sobre bodas en el que cada una de ellas se ocupe de su propia especialidad, salvo Paula, que lo coordinará todo. Aproximadamente así es como funciona Votos. Supongo que no estás reuniendo datos sobre ella por pura curiosidad.
—Supones bien.
—Entonces deberías saber que nadie salvo el Ministerio de Defensa reúne datos como Paula Chaves. Si le interesas, piensa que tendrá un archivo sobre ti. —Sebastian se dio unos golpecitos en la sien—. Aquí.
Pedro se encogió de hombros.
—Soy un libro abierto.
—Nadie lo es, aunque así lo crea. Tengo que marcharme, esa es la señal de Maca. Ah... —Le devolvió la cerveza sin apenas haberla tocado.
Sin saber muy bien dónde meterse, Pedro se dirigió a la planta baja y encontró a la señora Grady hojeando una revista y tomándose una taza de té sentada en la encimera de la cocina.
—El café está recién hecho, si eso es lo que andas buscando.
—Me iría bien, a menos que quiera subir usted a la fiesta y concederme aquel baile.
La mujer soltó una carcajada.
—No voy vestida para ir a una fiesta.
—Yo tampoco. —Pedro tomó una taza y se sirvió café—. De todos modos, ¡qué fiesta!
—Mis chicas saben hacer bien las cosas. ¿Te han dado de cenar?
—Todavía no.
—¿Te apetece una empanada de pollo?
—Muchísimo.
La señora Grady sonrió.
—Resulta que tengo una que me encantaría compartir contigo.
—Eso es tener suerte, porque precisamente hoy esperaba poder cenar con la mujer de mis sueños.
—Paula está ocupada, o sea que tendrás que conformarte conmigo.
—Conformarme no es la palabra que elegiría para referirme a usted.
—¡Qué listo eres, Pedro! —La señora Grady le guiñó el ojo y le dio un pellizco—. Pon la mesa.
Se levantó para calentar la empanada en el horno y se dio cuenta de que él no la había rectificado al sugerir que Paula era la mujer de sus sueños.
Le gustaba su compañía. Tuvo que admitir que ciertamente algunas de las cualidades de ese hombre le recordaban a su Charlie. Una combinación de encanto personal y rebeldía, un sano vigor y un destello fugaz en los ojos que delataba que podía ser peligroso si se lo proponía.
Tras sentarse y tomar el primer bocado, Pedro le sonrió.
—Sí, sabe tan bien como su aspecto. Sé cocinar un poco.
—¿Y ahora cocinas?
—La comida preparada que luego hay que calentar en el microondas cansa y no siempre puedo aparecer en casa de mi madre para que me invite a comer. O sea que preparo algunos platos un par de veces a la semana. ¿Me querrá dar la receta?
—A lo mejor. ¿Cómo está tu madre?
—Muy bien. Le compré una Wii y ahora se ha hecho adicta a los juegos de Mario Kart y Bolos. Ella me pega una buena paliza con los bolos, y yo se la devuelvo al Mario Kart.
—Siempre has sido un buen hijo.
Pedro se encogió de hombros.
—Unas veces más que otras. Le gusta su trabajo. Eso es importante, que te guste tu trabajo. A usted le gusta el suyo.
—Siempre me ha gustado.
—Usted lleva con los Chaves desde que oí hablar de ellos e imagino que incluso antes.
—La semana que viene hará cuarenta años.
—¿Cuarenta?
No le sentó nada mal a su vanidad constatar el genuino asombro de Pedro cuando este oyó el número.
—¿Cuántos años tenía usted, ocho? ¿No existen leyes para prohibir el trabajo infantil?
La señora Grady se rió y lo apuntó con un dedo.
—Tenía veintiún años.
—¿Cómo empezó?
—Como asistenta. Por aquel entonces la señora Chaves, que era la abuela de Paula, tenía mucho servicio y no era fácil trabajar para ella. Tres asistentas, el mayordomo, el ama de llaves, la cocinera y el personal de cocina, los jardineros y los chóferes. Por norma general éramos veinticuatro. Yo era joven e inexperta, pero necesitaba el trabajo, no solo para mi sustento, sino para superar la pérdida de mi marido en la guerra. La guerra de Vietnam.
—¿Cuánto tiempo estuvo casada?
—Tres años casi, pero mi Charlie estuvo de soldado la mitad de ese tiempo. ¡Oh, cómo me enfadé cuando supe que se había alistado! Pero él decía que si iba a ser americano (era de Kerry, ¿sabes?), tenía que luchar por América, Luchó y murió, como muchos. Le dieron una medalla. En fin, ya sabes de qué va todo eso.
—Sí.
—Vivíamos en la ciudad y no quise seguir allí sabiendo que Charlie no volvería a estar conmigo. Trabajaba para una amiga de los Chaves que al volver a casarse se marchó a Europa. Fue ella quien me recomendó a la señora Chaves, la anterior y empecé como asistenta. Su hijo, el padre de Paula, tenía mi edad más o menos, era un poco más joven que yo cuando empecé. Aunque te aseguro que no se parecía a su madre.
—Por lo poco que he oído creo que todos hemos salido ganando en eso.
—Conocía la manera de sortear el abismo que existía entre sus padres. Era muy bondadoso, astuto, sí, pero bondadoso. Se enamoró de la señorita y aquello fue precioso. Como en una película romántica. Ella era alegre y divertida. Te diré que cuando heredaron la casa, todo fue alegría y diversión... y eso nunca había sido así, al menos en mis tiempos. Mantuvieron al personal que quiso quedarse, jubilaron al que quiso jubilarse. Y como el ama de llaves decidió marcharse, la señorita me preguntó si quería el puesto. Tuve un buen empleo, trabajé para unas buenas personas, en una casa feliz, durante muchos años. —Dejó escapar un suspiro—. También fue mi familia la que murió en ese avión.
—Yo estaba en Los Ángeles cuando me enteré, incluso antes de que mi madre me lo contara. Los Chaves eran gente muy conocida.
—Es cierto. Esta casa, este hogar formaba parte de eso.
—Y ahora usted la dirige casi a solas.
—Oh, me ayudan con la limpieza. Paula deja que yo decida lo que necesito y el momento en que lo necesito. Seguimos teniendo jardineros para que cuiden del terreno, y Paula y Emma son las que se encargan principalmente de tratar con ellos. En cuanto a Paula... —La señora Grady hizo una pausa y rió—. Siempre ha sido igual. No hay que andar recogiendo tras esa chica. Y tienes suerte si no es ella la que te organiza a ti a la que te descuidas. Paso los inviernos fuera, en las islas, y durante la temporada si lo necesito. Y además tengo el inmenso placer de contemplar cómo dos niños a los que vi dar sus primeros pasos dejan su huella en el mundo.
Le sirvió otra ración.
—Me recuerdas a mi Charlie.
—¿De verdad? ¿Quiere casarse conmigo?
Ella lo apuntó con la cuchara a modo de advertencia.
—Eso mismo le habría salido a él de la lengua, con la misma rapidez. Tenía mano con las mujeres, sin importar la edad. Por eso siento debilidad por ti, Pedro. No me decepciones.
—Lo intentaré.
—¿Vas detrás de mi chica, Pedro?
—Sí, señora.
—Bien. No lo estropees.
—Considero eso una luz verde por su parte. ¿Por qué no me da unos consejos de navegación?
La señora Grady negó con la cabeza.
—No creo que los necesites. Sí te diré que Paula está muy acostumbrada a que los hombres que le van detrás sean predecibles. No lo seas tú. Esa chica quiere amor, y además quiere a las amigas que crecieron con ella. Esta clase de compañerismo, respeto y amistad. No se conformará con menos, y así debería ser. No tolerará la mentira.
—Mentir es de vagos.
—Y eso tú no lo has sido nunca. Sabes cómo provocar a las personas para que te cuenten cosas de sí mismas sin que tú tengas que contar demasiado de ti ni de los tuyos. Paula querrá conocerte.
Pedro iba a decir que no había gran cosa por conocer, pero entonces recordó el comentario que le había hecho a Sebastian sobre el libro abierto y su reacción.
—Quizá.
La señora Grady aguardó unos segundos observándolo.
—¿Ves a tus tíos?
A Pedro se le ensombreció la expresión.
—Cada cual hace su camino.
—Cuéntale el porqué.
Él se revolvió en la silla, claramente incómodo.
—Eso es agua pasada.
—También lo era lo que querías saber sobre mí mientras nos tomábamos la empanada. El pasado nos convierte en lo que somos o en lo que estamos determinados a no ser. Y ahora vuelve a la fiesta, a ver si le sirves de utilidad. Ella valora lo útil.
—La ayudaré a lavar los platos.
—Esta noche, no. Anda, sal de mi cocina. E interponte en su camino durante un rato.
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