lunes, 13 de marzo de 2017

CAPITULO 14 (TERCER HISTORIA)





Paula pensó que, después de trabajar como una loca, pocas cosas le daban tanta satisfacción como ver devorar su obra.


Una vez hubo cortado el pastel y dispuesto las bandejas del postre, dejó que el servicio de catering se ocupara del resto y se tomó un descanso para recuperar el aliento. La música sonaba, y los que no se habían agolpado alrededor de las mesas del postre, aprovecharon para bailar. En algunas mesas todavía seguía sentada gente, y la mayoría tomaba ouzo.


¡Opa!


Cuánta alegría, pensó ella, y todo bajo control. El momento justo para desaparecer unos minutos y quitarse los zapatos. Se dirigió a la puerta sin dejar de inspeccionar la sala por si veía algún problema potencial.


—¿Señorita Chaves?


Casi, pensó Paula, aunque se dio la vuelta y esbozó una sonrisa profesional.


—Sí, ¿qué desea?


—Soy Nick Pelacinos. —Le tendió la mano—. El primo de la novia.


Y bastante guapo, pensó Paula estrechándole la mano. Un dios griego bronceado, con los ojos de color ámbar líquido y un hoyuelo en la barbilla.


—Encantada. Espero que te estés divirtiendo.


—Solo un idiota no se divertiría. Habéis organizado una fiesta sensacional. Seguro que estás muy ocupada, pero mi abuela quiere hablar contigo. Es allí donde concede audiencia.


Nick señaló hacia la mesa de presidencia, rebosante de gente, bebida, comida y flores… y gobernada, sin ningún género de dudas, por una matriarca de pelo de acero y ojos de láser.


La abuela, pensó Paula.


—Por supuesto. —Paula lo acompañó preguntándose si debería llamar a Carla para pedir refuerzos.


—Los abuelos solo vienen a Estados Unidos cada dos años —le contó Nick—. En general somos nosotros quienes vamos a verlos, por eso este viaje es un acontecimiento único en la familia.


—Lo comprendo.


—Me han dicho que tus socias y tú habéis conseguido organizar todo esto en menos de una semana. Eso es tener clase, de verdad. Colaboro en la dirección de los
restaurantes de la familia en Nueva York, y sé muy bien lo que representa algo así.


Paula repasó mentalmente la historia familiar que le había contado Carla.


—Te refieres a los restaurantes Papa's. He comido en el del West Side.


—Vuelve un día, pero avísame antes. La cena correrá de mi cuenta. Yaya, te he traído a la señorita Chaves.


La mujer inclinó la cabeza con una majestuosidad propia de las reinas.


—Ya veo.


—Señorita Chaves, le presento a mi abuela, Maria Pelacinos.


—Stephanos —Maria tocó el brazo del hombre que tenía sentado al lado—, deja que se siente la chica.


—Por favor, no se moleste… —empezó a decir Paula.


—Levántate, levántate… —La abuela despachó al hombre de un gesto y le señaló la silla—. Ven, siéntate a mi lado.


Nunca se discutía con una clienta, se recordó Paula mientras ocupaba la silla libre.


—Ouzo —pidió la mujer, y casi de inmediato le pusieron una copa entre las manos que colocó delante de Paula—. Estamos brindando por tu baklava.


Maria alzó la copa y, enarcando una ceja con aires de emperatriz, observó a Paula. Sin apenas elección, Paula levantó la copa y, haciendo acopio de sus fuerzas, bebió.


Conocía el ritual y plantó la copa encima de la mesa con un golpe seco.


—Opa.


Cosechó una tanda de aplausos y el gesto de aprobación de Maria.


—Tienes un don. Hay que contar con algo más que unas manos y unos buenos ingredientes para preparar una buena comida. Es necesario que la cabeza funcione, y que el corazón esté dispuesto. ¿Tu familia es griega?


—No, señora.


—Ah… —La abuela obvió ese comentario—. En cualquier caso, todos somos griegos. Te daré mi receta personal del pastel lathopita para que lo prepares en la boda de mi nieta.


—Me encantaría tener su receta. Gracias.


—Creo que eres una buena chica. Baila con mi nieto. Nick, baila con la chica.


—En realidad he de ir a…


—Esto es una fiesta, o sea que ¡a bailar! El chico es buena persona, y además es guapo. Tiene un buen trabajo y no está casado.


—Ah, si es así… —dijo Paula, y Maria se echó a reír.


—Bailad, bailad. La vida es más corta de lo que creéis.


—No aceptará un no como respuesta —le advirtió Nick tendiéndole de nuevo la mano.


Un baile, pensó. Sus doloridos pies podrían aguantar un baile. Además, realmente quería esa receta.


Paula dejó que Nick la llevara a la pista de baile y en ese momento la orquesta empezó a tocar música lenta.


—Puede que no lo parezca —comentó Nick tomándola entre sus brazos—, pero mi abuela te ha hecho un gran cumplido. Ha probado un trozo de cada uno de los postres y está convencida de que eres griega. No habrías podido hacer pasteles tradicionales griegos con tanta maestría si no lo fueras. Además… —Nick la hizo girar con mucho estilo—, tus socias y tú nos habéis evitado una discusión familiar. Conseguir que la abuela diera su aprobación para esta fiesta no ha sido fácil.


—Y si Yaya no está contenta…


—Exacto. ¿Vas a Nueva York a menudo?


—De vez en cuando. —Con los tacones, Paula quedaba casi a la misma altura que él. Resultaba agradable para bailar, decidió—. El negocio nos obliga a estar mucho en casa. A ti debe de pasarte lo mismo. Trabajé en varios restaurantes mientras estudiaba y antes de que consiguiéramos levantar la empresa. Es un negocio muy sacrificado.


—Sí, crisis seguidas de dramas seguidos de caos. De todos modos, Yaya tiene razón. La vida es más corta de lo que creemos. Podría llamarte un día e intentamos escaparnos del trabajo.


Moratoria de citas, se recordó a sí misma. Aunque… quizá fuera buena idea darla por terminada, así dejaría de obsesionarse con Pedro.


—¿Por qué no?


El baile terminó y la orquesta entonó una danza tradicional griega que se bailaba en corro. Paula hizo el gesto de retirarse de la pista, pero Nick la tomó de la mano.


—No irás a perdértelo.


—No puedo, de verdad… Además solo he visto bailar esta danza en las celebraciones, y siempre desde el tendido.


—No te preocupes, yo te guío.


Antes de que pudiera inventar una excusa, alguien la tomó de la otra mano y Paula quedó incluida en el círculo. A la porra, decidió. Era una fiesta.



****


Pedro había entrado en el salón de baile durante el lento y se puso a buscar a Carla de manera automática. O eso se dijo, porque de inmediato vio a Paula.


Bailaba. ¿Con quién estaba bailando? No tendría que bailar con desconocidos. Tendría que estar trabajando.


¿Se habría traído un amigo? Por cómo se movían, parecía que se conociesen… Y de qué manera le sonreía ella a aquel tipo.


Pedro, no te esperaba esta noche. —Carla se acercó a su hermano y lo besó en la mejilla.


—He venido a… ¿Quién es ese?


—¿A quién te refieres?


—Al que está bailando con Paula.


Carla, divertida, miró hacia la pista de baile y distinguió a Paula entre el gentío.


—No estoy segura.


—¿No va con ella?


—No. Es un invitado. Estamos celebrando una especie de recepción poscompromiso o preboda, como más te guste. La historia es larga.


—¿Desde cuándo bailáis en las celebraciones?


—Depende de las circunstancias. —Carla miró a hurtadillas a su hermano—. Humm… —Su exhalación quedó ahogada por el bullicio de la música y las charlas—. Hacen buena pareja.


Pedro se limitó a encogerse de hombros y se metió las manos en los bolsillos.


—No es buena idea animar a los invitados a que os tiren los tejos.


—Lo de animar es muy discutible. En cualquier caso, Paula sabe cuidar de sí misma. Oh, me encanta esta danza tradicional —añadió Carla cuando la música cambió—. Es tan alegre… ¡Mira a Paula! La ha pillado.


—Siempre se le ha dado bien el baile —musitó Pedro.


Paula reía y ejecutaba los pasos siguiendo el ritmo sin problemas. Parecía distinta, pensó Pedro. En qué, no sabría decirlo. No, no se trataba de eso: él estaba mirándola de manera distinta. La miraba a través de aquel beso. Las cosas habían cambiado y ese cambio le inquietaba.


—Tendría que ir a dar una vuelta.


—¿Qué?


—Tengo que ir a dar otra vuelta —repitió Carla ladeando la cabeza para observarlo con atención.


Pedro frunció el ceño.


—¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así?


—Por nada. Puedes mezclarte con los invitados si quieres. A nadie le importará. Si te apetece comer algo más aparte de un postre, baja a la cocina.


Pedro iba a decir que no quería nada, pero entonces se dio cuenta de que no era cierto. En el fondo no sabía lo que quería.


—Puede que sí. Solo venía a verte. No sabía que trabajabais esta noche… casi todas —añadió sin apartar la vista de Paula, que giraba danzando.


—Aceptamos esta fiesta en el último momento. Falta una hora más o menos para que termine. Ve al salón familiar, si quieres, y espérame allí.


—Creo que regresaré a casa.


—Bueno, pero si cambias de idea, nos vemos luego.


Pedro decidió que le apetecía una cerveza, pero como quería tomársela sin verse obligado a colaborar con las chicas, decidió ir a la cocina principal en lugar de pedirla en la barra de invitados.


Debería marcharse a casa y tomarse allí la cerveza, se dijo mientras se dirigía hacia la escalera. Por desgracia no le apetecía regresar, sobre todo porque no se quitaba de la cabeza a Paula bailando como si hubiera nacido en Corfú. 


Decidió que tomaría la cerveza y charlaría un rato con Jeronimo. Seguro que encontraría a sebastian por ahí también. Primero, la cerveza, y luego, a pasar el rato con los amigos.


Con hombres.


La mejor manera de dejar de obsesionarse con las mujeres era sentarse a tomar una cerveza entre hombres.


Se retiró a la cocina y descubrió una cerveza Sam Adams en la nevera. Justo lo que le había recetado el médico, decidió. 


Abrió la botella y volvió a mirar por la ventana para ver si reconocía a sus amigos entre el gentío. Sin embargo, solo había desconocidos en esa terraza iluminada con velas y luces de colores.


Tomó un sorbo de cerveza y se puso a pensar. ¿Por qué diablos estaba tan inquieto? Podría estar haciendo una docena de cosas en lugar de plantarse en una cocina solitaria a beber cerveza y observar a unos desconocidos por la ventana.


Debería irse a casa, trabajar un rato, o mandar a la mierda el trabajo y ver un programa en la cadena de deportes ESPN. 


Era demasiado tarde para quedar con alguien para salir, ir a 
cenar o tomar unas copas… y, maldita sea, no le apetecía estar solo.



****


Con los zapatos en la mano y paso cansino, Paula entró sigilosa en la cocina. Lo que necesitaba era estar sola. En cambio vio a Pedro de pie, frente a la ventana, y en ese momento le pareció el hombre más solitario del mundo.


Aquello le chocó. Nunca se lo había imaginado como un hombre solitario. Eran tantos sus conocidos y trataba con tantas personas que a Paula le sorprendía que no buscara más la soledad.


Sin embargo, esa noche parecía solo, apartado, silenciosamente triste.


Una parte de sí misma quería rodearlo entre sus brazos y alejar la preocupación de su rostro, pero en lugar de eso decidió protegerse y dio un paso atrás para marcharse.


En ese momento Pedro se dio la vuelta y la vio.


—Lo siento. No sabía que estabas aquí. ¿Necesitas a Carla?


—No. La he visto arriba. —Pedro enarcó las cejas al verla descalza—. Supongo que te has machacado los pies con tanto baile.


—¿Eh? Ah… no he bailado tanto, pero al final de un día como el de hoy, el cansancio se acumula. —Paula decidió retomar el tema pendiente y pedirle disculpas aprovechando que los dos se encontraban a solas—. Se me han acumulado varias cosas, pero déjame aprovechar que estás aquí para decirte que la otra noche me pasé. No debí abalanzarme sobre ti.


Y no era eso lo que habría querido decir, pensó.


—Comprendo que sientas la obligación de… cuidar de nosotras —explicó Paula, a punto de atragantarse de la rabia—. A mí eso me molesta, y no puedo evitar ponerme de los nervios, del mismo modo que tú no puedes evitar actuar así. En fin, pelearnos no tiene ningún sentido.


—Ajá.


—Si eso es lo único que se te ocurre, doy el tema por zanjado.


Pedro levantó un dedo y dio otro sorbo a la cerveza sin apartar la vista de ella.


—Se me ocurren unas cuantas cosas más. Lo que no entiendo es por qué demostraste tu enfado de esa forma tan curiosa.


—Mira, estabas insoportable como siempre, y me harté. Por eso dije cosas que debería haberme callado. Es lo que suele pasar cuando la gente se enfada.


—No me refería tanto a tus palabras como a tus actos.


—Es lo mismo. Estaba furiosa y lo siento. Si te gusta, bien, y si no, también.


Pedro sonrió, y Paula sintió que la rabia empezaba a arder en su pecho.


—Te has puesto furiosa conmigo muchas veces, pero nunca me habías besado de esa manera.


—Es lo mismo que les ha pasado a mis pies.


—¿Perdón?


—Acumulación. Me da rabia cuando vas en plan «Pedro sabe lo que te conviene». Con los años, la rabia se ha sedimentado y… Quise darte una lección.


—¿De qué? Me parece que no lo capté.


—No le des tanta importancia —lo cortó Paula con las mejillas encendidas, signo de su mal humor—. Somos dos adultos. Menos violento fue darte un beso que un puñetazo en la boca, aunque ojalá te hubiera pegado.


—Vale. A ver si lo he entendido: te enfadaste conmigo, y este enfado dura desde hace años. Luego me besaste para no darme un puñetazo en plena cara. ¿Lo he resumido bien?


—Sí, letrado, bastante bien. ¿Quieres que vaya a buscar la Biblia y jure sobre ella? Por Dios, Pedro


Paula abrió la puerta del frigorífico de par en par y cogió un botellín de agua. Sabía que esforzándose daría con alguien que la pusiera más furiosa que él, pero en esos momentos Pedro Alfonso encabezaba la lista. Destapó el botellín con un gesto violento, se volvió… y chocó contra él.


—Alto ahí. —Aunque nunca lo habría llamado pánico, el ánimo de Paula cambió un grado.


—Tú has abierto la puerta —dijo Pedro señalando la nevera abierta—. La metafórica, también. Supongo que ahora estarás furiosa.


—Sí, lo estoy.


—Bien, ahora tú y yo estamos en el mismo juego, y ya sé cómo funcionan las reglas… —Pedro la asió por los hombros y la obligó a ponerse de puntillas.


—No te atre… —Paula no pudo seguir hablando porque le fallaron las palabras.


El fuego de sus bocas fue el contrapunto de la gélida temperatura que notó a su espalda. Había quedado atrapada entre el hielo y el fuego y era incapaz de moverse.


Él seguía sosteniéndola tambaleante en ese espacio estrecho. Luego bajó las manos hasta posarlas en su cintura y la besó con suavidad y lujuria. La atrajo hacia sí y notó que el cuerpo de ella le obedecía. Paula bajó la guardia.


El gemido que oyó, débil y suave, gutural, no indicaba rabia sino rendición. La sorpresa de descubrirla, como si fuera un regalo guardado durante años… Pedro ansiaba desenvolverla despacio, con cuidado, e ir encontrando lo que había debajo.


Paula se asió a él… y el agua fría del botellín los salpicó a los dos. Pedro se echó hacia atrás, se miró la camisa mojada y vio que ella también se había manchado la blusa.


—Vaya…


Paula parpadeó, y sus oscuros ojos reflejaron aturdimiento.


Pedro esbozó una sonrisa, pero ella se apartó apurada. 


Gesticuló con el botellín aún en la mano, y el movimiento fue tan brusco que volvió a derramar agua.


—Vale, vale… Bien, ya estamos empatados. —Paula intentó secarse la blusa con la mano—. Tengo que volver. Me necesitan. Mierda…


Giró sobre sus talones y salió corriendo.


—Eh, olvidas los zapatos. —Pedro cerró la puerta del frigorífico y tomó la cerveza que había dejado sobre la encimera—. En fin…


Curioso, pensó mientras se apoyaba en la encimera. La cocina había vuelto a quedar silenciosa. Se encontraba mejor. Genial, de hecho.


Observó los zapatos que Paula se había dejado olvidados. 


Eran sexis, sobre todo con el traje de ejecutiva que llevaba puesto. Se preguntó si los habría elegido deliberadamente o siguiendo un impulso.


¿Y no era extraño estar pensando en sus zapatos? 


Aunque… Sonriendo para sí, abrió un cajón y buscó un bloc de notas.


¿Que estaban empatados?, pensó mientras escribía. A él nunca le habían interesado los empates.







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