lunes, 20 de febrero de 2017
CAPITULO 8 (SEGUNDA HISTORIA)
Antes de las nueve Paula estaba duchada, vestida y en el lugar donde debía estar: en su mesa de trabajo, rodeada de flores.Para celebrar las bodas de oro de sus padres, unos clientes le habían encargado que recreara la boda original y la recepción que siguió en el jardín. Y, a poder ser, que subiese el listón.
Había clavado en un tablero unas fotos del antiguo álbum de boda y añadido unos bocetos de ideas y unos diagramas, junto con una lista de las flores, los receptáculos y los accesorios que utilizaría. En otro tablero había clavado un esbozo que había hecho Laura de un pastel de boda de tres pisos, sencillo y elegante, rematado con unos narcisos amarillo intenso y unos tulipanes rosa pálido. Junto a él había colocado también una fotografía del adorno del pastel que la familia había encargado: una fiel reproducción de la pareja en el día de su boda que copiaba incluso el
encaje que la novia había llevado en el dobladillo de la falda, acampanada hasta la rodilla.
Cincuenta años juntos, pensó, mientras estudiaba las fotos. Día a día, noche tras noche. Cumpleaños y navidades. Nacimientos, muertes, discusiones y risas.
Eso le parecía más romántico que un páramo azotado por el viento y los castillos de cuentos de hadas.
Les obsequiaría con su jardín. Con un mundo lleno de jardines.
Empezó con los narcisos y los plantó en unos maceteros rectangulares con una base de musgo, y luego añadió tulipanes, jacintos y otras variedades distintas de narcisos.
Para completar el conjunto, plantó hierba doncella.
Tuvo que llenar el carrito unas seis veces hasta transportar todas las plantas a la cámara frigorífica.
A continuación, mezcló unos cuantos litros de agua con abono y, con esa solución, llenó unos cilindros alargados de cristal. Peló los tallos, los cortó bajo un chorro de agua clara y se puso a hacer los arreglos con espuelas de caballero, alhelíes, dragones, vaporosas nubes de jabonera y una esparraguera parecida a la puntilla. Agrupó los colores suaves y los más atrevidos, y luego los combinó a diferente altura para crear la ilusión óptica de un jardín en primavera.
El tiempo pasó volando.
Se detuvo para alzar los hombros, relajar el cuello y flexionar los dedos.
Luego cogió un soporte de espuma previamente empapado en agua, clavó hojas de limonero alrededor del borde y las
pulverizó con abrillantador de hojas. Ya tenía montada la base.
Eligió unas rosas, limpió los tallos de hojas y espinas (apenas se quejó al pincharse) y los igualó de medida para poder utilizarlas en la primera de las cincuenta reproducciones que le habían encargado del ramo que la novia había llevado medio siglo antes.
Por medio de una fijación adhesiva, clavó cada tallo en la base, trabajando del centro hacia fuera. Limpió, cortó, añadió... y aprobó la elección de rosas multicolores de la
novia.Era bonito, pensó, y alegre. Y cuando insertó la base en un jarrón chato de cristal, concluyó para sí: «Precioso».
—Solo me quedan cuarenta y nueve.
Decidió que empezaría a montar el resto después de tomarse un descanso.
Llenó varias bolsas con los desechos de las flores y los transportó en un carrito hasta unos contenedores de compost. Luego se frotó los dedos y las uñas, que le habían
quedado de color verde, en el fregadero.
A modo de recompensa por la mañana de trabajo que acababa de completar, salió al patio a almorzar: Coca-Cola Light y pasta. Sus jardines no podían competir (todavía) con el que estaba creando. De todos modos, había que tener en cuenta que la feliz pareja se había casado en el sur de Virginia. «Dadme unas cuantas semanas más», pensó, satisfecha al ver que ya brotaban los bulbos primaverales y, que en las plantas perennes, apuntaban las hojas tiernas.
La nieve de la noche anterior era un vago recuerdo comparada con el cielo azul y la suave temperatura.
Divisó a Carla reunida con unos clientes potenciales a los que les enseñaba la finca y, en concreto, mostraba una de las terrazas de la casa principal. Carla señalaba hacia la pérgola, el cenador de rosas. Los clientes tenían que imaginarse la profusión de rosas y la exuberancia de las glicinas, pero Paula sabía que las urnas en las que había plantado pensamientos y vincapervincas rastreras daban el pego. Junto al estanque moteado por lechos de lirios, los sauces llorones empezaban a reverdecer.
Se preguntó si esos futuros novios encargarían algún día a una atareada florista que creara cincuenta ramos para conmemorar su matrimonio. ¿Acabarían teniendo hijos, nietos y biznietos que los amaran tanto como para obsequiarles con una ceremonia parecida?
Gimió al notarse los músculos, producto del ejercicio matinal y del trabajo de esa jornada, puso los pies en alto, sobre una silla que tenía delante, alzó el rostro al sol y cerró los ojos.
Olió la tierra, el penetrante aroma a mantillo, y oyó los alegres trinos que un pájaro entonaba para celebrar el día.
—Tienes que dejar de trabajar como una esclava.
Paula se incorporó de golpe (¿se había quedado dormida?) y parpadeó al ver a Pedro.
Con la mente en blanco, lo vio enrollar la pasta y meterse el tenedor en la boca.
—Está rica. ¿Tienes más?
—¿Qué? ¡Ay, Dios mío! —Presa del pánico, miró el reloj y respiró aliviada—. Debo de haberme adormilado, pero solo un par de minutos. Me quedan cuarenta y nueve ramos por hacer.
Pedro frunció el ceño y, por debajo de las cejas, destacaron sus ojos color humo.
—¿Celebráis una boda con cuarenta y nueve novias?
—Mmm. No. —Paula sacudió la cabeza para aclararse las ideas—. Organizamos unas bodas de oro y tengo que hacer un ramo nupcial rememorando cada año. ¿Qué estás
haciendo aquí?
—Necesito la chaqueta.
—Ah, claro. Lo siento, olvidé devolvértela ayer por la noche.
—No pasa nada. Tengo una cita de trabajo por aquí cerca. —Pedro tomó otro bocado de pasta—. ¿Tienes más? Me he
perdido el almuerzo.
—Sí, claro. Lo menos que puedo hacer es invitarte a comer. Siéntate. Te traeré un plato.
—Acepto, y me convendría un chute de cafeína. Caliente o fría.
—Perfecto. —Paula lo observó mientras se arreglaba un mechón que se le había escapado de las horquillas—. Se te ve un poco machacado.
—He tenido una mañana de perros. Y he de hacer otra visita a unas obras dentro de cuarenta y cinco minutos. Tú estabas a medio camino, así que...
—Qué práctico. Ahora vuelvo.
Era verdad que se sentía machacado, pensó Pedro estirando las piernas. Y no tanto por el trabajo, ni por el careo de esa mañana con un inspector, del que habría salido mejor parado si no se hubiera pasado la noche en vela. Dar vueltas sin parar en la cama intentando apartar de su mente los sueños calenturientos que le inspiraba una dama de ojos hispanos machacaría a cualquiera.
Eso explicaba que hubiera sido lo bastante imbécil y masoquista como para dejarse caer por su casa con la excusa de recoger la chaqueta.
¿Quién habría dicho que estaba tan sexy dormida al sol?
Ahora ya lo sabía. Y eso no iba a ayudarle a conciliar el sueño.
Lo que tenía que hacer era superarlo.
Tendría que salir con una rubia o una pelirroja. Saldría a menudo con rubias y/o pelirrojas hasta que consiguiera devolver a Paula a la lista de «Prohibido el paso».
Adonde pertenecía.
Paula salió con la chaqueta en el brazo y una bandeja en las manos.
Pedro pensó que tenía esa clase de belleza que deja a un hombre sin resuello. Y cuando sonreía, como estaba haciendo en ese momento, esa mujer calaba por dentro como cuando a uno le cae encima un rayo.
Intentó visualizar una señal de «Prohibido el paso».
—Me queda un trozo del pan de aceitunas de mi tía Terry —le dijo ella—. Es buenísimo. Yo lo he tomado con café frío.
—Me apetece mucho. Gracias.
—De nada, es un placer. Me gusta tener compañía durante los descansos. —Paula se sentó de nuevo—. ¿En qué estás trabajando ahora?
— Estoy metido en varias cosas — respondió él mordiendo el pan—. Tienes razón. Es buenísimo.
—Es la receta secreta de tía Terry. Has dicho que tenías un trabajo por aquí cerca.
—Tengo un par de proyectos por aquí. El que iré a ver ahora se está haciendo eterno. La clienta empezó conmigo hace dos años porque quería que le remodelara la cocina, que ha derivado en una renovación completa del baño principal, con bañera japonesa, bañera de hidromasaje empotrada y una ducha de vapor tan grande que caben seis personas en ella.
Paula arqueó las cejas enmarcando sus preciosos ojos y tomó un bocado de pasta.
—Qué divertido.
—Casi esperaba que me pidiera otra ampliación para que cupiera una piscina portátil, pero entonces empezó a centrarse en el exterior. Decidió que quiere una cocina de verano junto a la piscina porque ha visto una en una revista y no puede vivir sin ella.
—¿Quién podría vivir sin eso?
Pedro sonrió y siguió comiendo.
—Tiene veintiséis años. Su marido, cincuenta y ocho; está forrado y le encanta satisfacer todos sus caprichos. Y de caprichos, esta mujer tiene muchos.
—Estoy segura de que la ama y, si puede pagarlo, ¿por qué no va a hacerla feliz?
Pedro se limitó a encogerse de hombros.
—Por mí, estupendo. Me alimentaré de cerveza y nachos.
—Eres un cínico. —Paula apuntó el tenedor hacia él y luego lo clavó en la pasta—. La ves como un trofeo, la esposa-niña, y a él como al madurito imbécil.
—Supongo que eso es lo que debe de pensar su primera mujer. Yo los considero unos clientes.
—No creo que la edad influya mucho en el amor o en el matrimonio. Cuentan más las personas y lo que sienten la una por la otra. Quizá ella le hace sentirse joven y vital, y ha
despertado algo nuevo en él. Si solo se tratara de sexo, ¿por qué se habría casado con ella?
—Lo único que digo es que una mujer con esa planta te aseguro que tiene un gran poder de persuasión.
—Es posible, pero aquí hemos celebrado muchas bodas en las que había una gran diferencia de edad entre los novios.
Pedro movió el tenedor y lo clavó en la pasta imitando los movimientos de Paula.
—No es lo mismo una boda que un matrimonio.
Paula se recostó en la silla y tabaleó con los dedos en el reposabrazos.
—Vale, tienes razón. Sin embargo, la boda es un preludio, el principio simbólico y ritual del matrimonio, así que...
—Se casaron en Las Vegas. —Pedro siguió comiendo con rostro inexpresivo, aunque advirtió que ella hacía esfuerzos para no reírse.
—Mucha gente se casa en Las Vegas. Y eso no significa que no puedan vivir felices y satisfechos durante muchos años.
—Los casó un travestí disfrazado de Elvis.
—Vale, ahora te lo estás inventando. Pero aunque no fuera así, esta especie de... elección demuestra que ambos tienen sentido del humor y que son divertidos, factores esenciales, a mi modo de ver, para que un matrimonio funcione.
—Buena argumentación. Y buena pasta. —Pedro vio que Parker se había sentado en la terraza principal con los clientes potenciales—. Parece que los negocios van viento en popa.
—Esta semana tenemos cuatro celebraciones en la finca y una despedida de soltera que coordinamos fuera.
—Sí, yo asistiré a la boda del sábado por la noche.
—¿Como amigo de la novia o del novio?
—Del novio. La novia es un monstruo.
—¡Y que lo digas! —Paula se apoyó en el respaldo y soltó una carcajada—. Me trajo una fotografía del ramo de su mejor amiga. No porque quisiera que le hiciera uno igual,
porque eso, ni pensarlo. El de ella no tiene nada que ver, pero resulta que contó las rosas de su amiga y me dijo que quería que en su ramo hubiera al menos una más. Me advirtió que las contaría.
—Y las contará. Te aseguro, sin miedo a equivocarme, que por muy bien que hagas tu trabajo, le encontrará fallos.
—Sí, eso ya lo suponemos. Forma parte del oficio. Nos vemos obligadas a tratar con monstruos, ángeles y toda la gama intermedia. Pero hoy no hace falta pensar en ella. Hoy es un día feliz.
Pedro notó que hablaba en serio. Se la veía relajada, toda ella resplandecía. Como en general solía sucederle.
—¿Lo dices porque tienes que hacer cincuenta ramos?
—Por eso y porque sé que a la novia de oro le van a encantar. Cincuenta años. ¿Te lo imaginas?
—No puedo imaginarme cincuenta años en nada.
—Eso no es verdad. Debes de imaginar que lo que construyes durará cincuenta años. Y esperemos que muchos más.
—Has dado en el blanco —le concedió Pedro—. Pero estamos hablando de construir.
—El matrimonio también tiene que ver con eso. Con construir vidas. Hay que trabajarlo, cuidarlo y mantenerlo. Y la pareja que celebrará este aniversario demuestra que eso es posible. En fin, tengo que volver al trabajo. Se acabó el descanso.
—Para mí también. Te ayudo con esto. —Pedro cogió la bandeja y se levantó—. ¿Hoy trabajas sola? ¿Dónde están tus elfos?
—Vendrán mañana. Y habrá follón cuando empecemos a preparar las flores para los actos del fin de semana. Hoy estoy sola, acompañada de unas tres mil rosas y un bendito silencio. —Paula le abrió la puerta.
—¿Tres mil? ¿Lo dices en serio? Se te van a caer los dedos a trozos.
—Mis dedos son muy fuertes. Y si lo necesito, una de las chicas vendrá un par de horas a ayudarme a limpiar los tallos.
Pedro dejó la bandeja en la encimera de la cocina pensando, por enésima vez, que la casa de Paula olía a prado.
—Buena suerte esta tarde. Y gracias por el almuerzo.
—De nada. —Lo acompañó a la puerta y Pedro se detuvo en el umbral.
—¿Y tu coche?
—Oh. Carla me ha dado el nombre de un mecánico, de un sitio. El Taller de Kavanaugh. Lo llamaré.
—Es muy bueno. No tardes en ir. Te veré el sábado.
La imaginó regresando a sus rosas mientras él se dirigía al coche. Sentada, durante horas, sumida en su perfume,
arrancando hojas y espinas a los tallos y... haciendo lo que fuera preciso para montar los arreglos que llevaban las mujeres al dar el gran paso.
La recordó como la había visto al acercársele. Sentada al sol, con la cara vuelta hacia arriba, los ojos cerrados y sus deliciosos labios algo curvados, como si estuviera soñando en cosas agradables. Con su precioso pelo recogido y unos simples pendientes largos de plata en las orejas.
Durante un breve e intenso momento, se le había pasado por la cabeza inclinarse y besar sus labios. Podría haber fingido que estaba bromeando e inventar un chiste sobre
la Bella Durmiente. Paula tenía sentido del humor y a lo mejor se lo hubiera tomado bien.
Pero también tenía genio. No lo mostraba a menudo, pero tenerlo, lo tenía.
Daba igual, pensó, porque la oportunidad ya la había perdido. Una bandada de rubias y pelirrojas era preferible a esa comezón, cada vez más molesto, que sentía cuando aparecía Paula.
Una amiga era una amiga, y una amante, una amante. Una amante podía convertirse en una amiga, pero te metías en arenas movedizas cuando una amiga se convertía en tu amante.
Faltaba poco para llegar a la obra cuando se dio cuenta de que había olvidado la chaqueta en el patio.
—Mierda, ¡mierda...!
Acababa de convertirse en uno de esos idiotas que, aposta, se dejan algo en casa de una mujer para tener la excusa de regresar y la oportunidad de intentar algo. Y no era eso.
¿O sí?
Mierda. A lo mejor sí.
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