lunes, 20 de febrero de 2017
CAPITULO 7 (SEGUNDA HISTORIA)
Resentida y compadeciéndose de sí misma, Paula se encaminó penosamente hacia el gimnasio particular de la casa principal. Su diseño reflejaba el estilo eficaz y el gusto indiscutible de Carla, cosas que, en ese momento, Paula detestó con amargura.
La CNN sonaba de fondo en la pantalla plana mientras Carla, con un pinganillo en la oreja, tiraba millas en la bicicleta elíptica.
Paula miró con el ceño fruncido la máquina de musculación Bowflex y se quitó la sudadera. Se volvió de espaldas a aquel aparato, a la bicicleta reclinable, al expositor de mancuernas y al estante de DVD con ejercicios amenizados por entrenadores animados o concienzudos, capaces de impartirle una sesión de yoga o pilates, de torturarla con la bola de ejercicios o intimidarla con el tai-chi.
Desenrolló una colchoneta, se sentó en ella con la intención de hacer unos estiramientos para calentar... y terminó tumbándose.
—Buenos días. —Carla la miró sin dejar de pedalear—. ¿Te acostaste tarde?
—¿Cuánto rato llevas subida a eso?
—¿La quieres usar tú? Casi he terminado. Estoy enfriando.
—Odio esta sala. Aunque el suelo esté reluciente y la pintura sea preciosa, no por eso deja de ser una cámara de torturas.
—Te encontrarás mejor después de haber pedaleado un par de kilómetros.
—¿Por qué? —Desde su postura yacente, Paula alzó las manos—. ¿Quién lo dice? ¿Quién ha decidido que la gente, de repente, tiene que pedalear o correr varios kilómetros al día, o que retorcerse en posturas antinaturales es bueno para el cuerpo? En mi opinión son los que venden estas máquinas horribles y los que diseñan esos atuendos tan monos que tú llevas. —Paula miró airada los leggings a la última moda y el alegre top rosa y gris que vestía su amiga—. ¿Cuántos equipos monísimos como ese tienes?
—Miles —respondió Parker con sequedad.
—¿Lo ves? Y si no te hubieran convencido para que pedalearas kilómetros y te retorcieras en posturas antinaturales (y se te viera perfecta), no habrías gastado ese dineral en una ropita tan linda. Para variar, podrías haber donado los fondos a una causa digna.
—Lo que ocurre es que estos pantalones de yoga me hacen un culo estupendo.
—Desde luego. Pero aquí nadie te está viendo el culo aparte de mí. ¿Qué sentido tiene?
—Satisfacción personal. —Carla aminoró la marcha y se detuvo. Saltó de la bicicleta y la limpió con una toallita
impregnada con alcohol—. ¿Qué pasa, Pau?
—Ya te lo he dicho. Odio esta sala y todo lo que representa.
—Eso ya lo sabía, pero conozco tu tono de voz. Estás molesta, y eso es raro en ti.
—Estoy enfadada, y eso le puede pasar a cualquiera.
—No. —Carla cogió una toalla, se secó la cara y bebió un poco de agua—. Casi siempre estás alegre y optimista, y tienes buen carácter, aun cuando te pones pesada.
—¿Ah, sí? Jo, debo de ser un coñazo.
—Casi nunca. —Carla se fue a la máquina de musculación y empezó unos ejercicios de brazos y pectorales como si fueran de lo más fácil. Paula, sin embargo, sabía que requerían un gran esfuerzo. Sintió un nuevo amago de rabia y se incorporó.
—Estoy cabreada. Esta mañana estoy cabreadísima. Anoche...
Paula se interrumpió cuando vio entrar a Laura con el cabello recogido de manera desenfadada y vistiendo un sujetador deportivo y unos pantalones de ciclista.
—Voy a quitar la CNN porque me importa un rábano lo que digan —les avisó.
Cogió el mando a distancia, apagó el televisor y puso la cadena de música con rock duro y retumbante.
—Baja eso al menos —ordenó Carla—. Paula iba a contarnos por qué está tan cabreada esta mañana.
—Pau nunca se enfada. —Laura cogió una colchoneta y la desplegó en el suelo—. Es un coñazo.
—¿Lo ves? —Paula, como ya estaba en el suelo, decidió que se apuntaba a unos estiramientos—. Sois mis mejores amigas y durante todos estos años no me habéis dicho que soy una pelmaza con la gente.
—Probablemente las únicas que lo notamos somos nosotras —dijo Laura empezando una serie de abdominales—. Pasamos el día entero contigo.
—Eso es cierto. En ese caso, jódete. Buf, ¿las dos hacéis esto cada día, en serio?
—Carla viene todos los días, porque es obsesiva. Yo soy más bien de tres veces por semana, cuatro si llevo las pilas cargadas. Lo de hoy es extra, porque he dado con el diseño
perfecto para la novia quejica y eso me ha dado alas.
—¿Tienes algo para enseñarme? — preguntó Carla.
—Lo que decía yo, obsesiva. —Laura se puso a hacer unos roll-ups—. Luego. Ahora quiero escuchar la historia de este cabreo.
—¿Cómo puedes con eso? —la interpeló Paula, muy enfadada—. Parece que alguien te levante con una cuerda invisible.
—Abdominales de acero, querida.
—Te odio.
—No te culpo. Imagino, por tu enfado, que hay un hombre —siguió diciendo Laura —. Así que te exijo que me des detalles.
—En realidad...
—Caray, ¿qué es esto? ¿El día de las Damas en el Gimnasio Brown? —exclamó Maca entrando en la sala y quitándose la sudadera con capucha.
—Más bien es Cucurucho de Nata en el País de los Infiernos —comentó Laura—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Vengo de vez en cuando.
—Lo que haces de vez en cuando es mirar una foto de esta sala y decides que eso ya es ejercicio suficiente.
—He hecho borrón y cuenta nueva. Por mi salud.
—No me vengas con esas —exclamó Laura con una sonrisita.
—Vale. He decidido que mi vestido de novia no lleve tirantes y quiero tener unos brazos y unos hombros espectaculares. — Volviéndose hacia el espejo, Maca hizo un estiramiento—. Tengo buenos brazos, y buenos hombros también, pero eso no basta. —Dejó escapar un suspiro y se quitó los pantalones de chándal—. Me estoy convirtiendo en una novia quisquillosa y obsesiva. Me odio a mí misma.
—Aunque te vuelvas quisquillosa y obsesiva, estarás preciosa con el vestido de novia —terció Carla—. Ven y fíjate en lo que estoy haciendo.
Maca frunció el ceño.
—Me he fijado, y me parece que no me va a gustar.
—Tienes que mantener el ritmo y hacerlo con suavidad. Quitaré algo de resistencia, para que te resulte más fácil.
—¿Estás sugiriendo que soy una quejica?
—Quiero ahorrarme los gemidos y la llantera de mañana si empiezas a mi nivel. Yo practico tres veces a la semana.
—Y tienes unos brazos y unos hombros fantásticos.
—Además, según fuentes fidedignas, estos pantalones me hacen un culo fenomenal. En fin, como decía, suave y con ritmo. Tres tandas de quince. —Carla le dio unas palmaditas a Maca—. Veamos si, con suerte, esta es la última interrupción. Paula, empieza a cantar.
—Que no cante —pidió Maca.
—Chitón. Nos iba a contar algo. Paula se ha despertado enfadada esta mañana porque...
—Anoche fui a casa de Adam y Vicki. Ya conocéis a los MacMillian. No era mi intención, porque ayer tuve un día muy
ajetreado y hoy me toca una jornada dura. Sin embargo, todo fue de perlas en el trabajo, sobre todo la última entrevista. Pasé un rato redactando contratos y tomando notas y luego decidí que prepararía la cena, vería una película y me acostaría pronto.
—¿Quién fue el que te llamó y te convenció para salir? —preguntó Maca torciendo el gesto al iniciar la primera tanda de ejercicios.
—Samuel.
—Samuel es el informático, aquel memo tan marchoso que es la excepción a la regla, a pesar de las gafas que lleva a lo Buddy Holly... o puede que debido a eso.
—No. —Paula hizo un gesto de negación a Laura—. Ese es Benja. Samuel es el ejecutivo de publicidad, el de la sonrisa
fantástica.
—Aquel con el que decidiste que no volverías a tener una cita —añadió Carla.
—Exacto. Y de hecho no fue una cita. No quise ir a cenar con él y le dije que tampoco viniera a buscarme, pero... sí, cedí en lo de la fiesta y quedamos en vernos allí. Le dije que no me acostaría con él hace dos semanas, se lo dejé clarísimo. Sin embargo, dudo que se lo creyera. En fin, vi a Adriana en la fiesta. Es prima tercera mía, creo, por parte de padre. Un encanto, justo su tipo. Hice las presentaciones y se cayeron muy bien.
—Tendríamos que ofrecer un paquete de cómo encontrar pareja —propuso Laura empezando con los ejercicios de piernas—. Solo con los tíos que Paula quiere quitarse de encima, podríamos duplicar los beneficios.
—Yo no me quito a los hombres de encima. Eso suena fatal. Yo reconduzco la situación. En fin, en la fiesta me encontré a
Pedro.
—¿A nuestro Pedro? —preguntó Carla.
—Sí, y fue una suerte, porque no tardé en largarme y, a mitad de camino, mi coche se averió. Empezó a meter ruido, se ahogó y se paró. Fuera nevaba y estaba oscuro. Estaba
congelándome, y ese tramo de la carretera está desierto, claro.
Al ver que los ejercicios de piernas no pintaban mal, Paula empezó a imitar los movimientos de Laura.
—Tienes que instalarte el sistema OnStar en el coche de una vez por todas. Uno de los botones es una conexión a proveedores de servicios de emergencia —le dijo Carla—. Te pasaré la información.
—¿No os parece un sistema de seguridad algo siniestro? —preguntó Maca, resoplando mientras completaba la tercera tanda de ejercicios—. Permites que sepan exactamente
dónde estás. Creo, y os lo digo en serio, que pueden oírte, aunque no hayas apretado el botón de ayuda. Te escuchan todo el rato. Estoy segura.
—Porque les encanta oír cómo desafinan los demás cuando tararean las canciones de la radio. Les debe de alegrar el día. ¿A quién llamaste? —le preguntó Carla a Paula.
—Al final no tuve que llamar a nadie. Pedro apareció antes. Echó un vistazo y me dijo que era la batería. Logró que arrancara. Ah, y me dejó su chaqueta, que olvidé devolverle. O sea que en lugar de pasar una velada tranquila y agradable, tuve que esquivar los labios de Samuel, buscarle a alguien para que se entretuviera y, al final, me quedé tirada en la cuneta con un frío glacial cuando lo único que quería era tomarme un gran plato de ensalada y ver una película romántica. Ahora tengo que llevar el coche al taller e ir a
casa de Pedro a devolverle la chaqueta. Para acabar de empeorarlo, hoy estoy de trabajo hasta las cejas y no voy a poder ir. Por eso estoy enfadada, porque... —Paula se escapó por la tangente mientras se daba la vuelta para ejercitar la otra pierna—. No he dormido bien pensando en cómo podría resolverlo todo hoy. Además, no he parado de meterme caña por haberme dejado convencer para salir. —La joven resopló—. Y ahora que ya os lo he contado todo, me doy cuenta de que no vale la pena seguir lamentándose.
—Las averías son un latazo —dijo Laura—, pero si tienes una avería en plena noche, cuando está nevando... No hay nada peor que eso. Tu enfado tiene un pase.
—Pedro recalcó que era culpa mía, y lo peor es que tiene razón, porque nunca he llevado a revisar el coche. Y eso me cabreó más. Aunque Pedro me lo solucionó, y además me dejó su chaqueta. Luego me siguió hasta casa para asegurarse de que llegaba bien. En fin, ya ha pasado todo. Ahora tendré que procurar que revisen el coche y arreglen lo que deban. Alguno de los hombres de mi familia podría encargarse de todo, pero no me apetece que vuelvan a sermonearme sobre cómo descuido el coche, etcétera, etcétera. Así que... Carla, dime dónde lo llevo.
—¡Yo te lo digo, yo te lo digo! —resopló Maca interrumpiendo su serie—. Dáselo al tío que este invierno trajo una grúa para llevarse el coche de mi madre. El que le cae bien a Dani. Quienquiera que sea capaz de enfrentarse a Lourdes en plena rabieta y decirle que se fastidie tiene mi voto.
—Estoy de acuerdo —dijo Carla—. Y además Daniel Brown le ha dado su bendición. Dani siempre es muy maniático con quien le revisa el coche. Es el Taller de Kavanaugh. Te daré el número y la dirección.
—Martin Kavanaugh es el dueño — añadió Maca—. Está buenísimo.
—¿De verdad? Bueno, a lo mejor no habrá sido tan negativo quedarme sin batería. Intentaré llevar el coche la semana que viene. Mientras tanto, si alguna de vosotras va a la
ciudad, ¿podría acercarse al despacho de Pedro? Hoy no me puedo mover de aquí.
—Devuélvesela el sábado —le propuso Carla—. Está en la lista de invitados a la boda que celebraremos por la noche.
—Ah, vale. —Paula miró con profundo desagrado la bici elíptica—. Ya que estoy aquí, mejor será que sude un rato.
—¿Y yo? —preguntó Maca—. ¿No tengo bastante ya?
—El resultado es espectacular. Los bíceps se contraen y trabajan —dijo Carla con voz autoritaria—. Te lo demostraré.
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