Pedro estaba en la ciudad, en casa. Cuando colgó el teléfono, un gato de pelo rojizo y de tres patas al que llamaba Tríada saltó a su regazo. Pedro le rascó las orejas con aire ausente mientras pensaba que ojalá hubiera podido hablar con Pau. Aunque hubiese sido solo un minuto.
Porque ahora no seguiría sentado pensando en ella en lugar de dedicarse a sus tareas dominicales.
Tenía que ocuparse de la colada y preparar las clases del día siguiente. Le faltaba corregir unos cuantos exámenes y leer y dar su visto bueno a los proyectos de relatos de su clase de escritura creativa. Todavía no había terminado su artículo sobre «Las mujeres de Shakespeare: la dualidad», ni prestado la más mínima atención al cuento que estaba escribiendo.
Por si fuera poco, lo esperaban a cenar en casa de sus padres.
Pedro no podía dejar de pensar en ella, y se dio cuenta de que, por desgracia, eso no cambiaba las cosas en absoluto.
-Primero la colada -le dijo a Tríada mientras lo dejaba en el asiento que había abandonado.
Se metió en el claustrofóbico fregadero que había al lado de la cocina y puso una primera lavadora. Estaba a punto de prepararse una taza de té, cuando frunció el ceño.
-Si quiero, puedo tomarme un café. No hay ninguna ley que diga que no puedo tomarme una maldita taza de café por la tarde.-Y se puso a prepararlo con un aire de desafío que, bien pensado y aunque no hubiera nadie mirándole, resultaba ridículo. Dejó funcionando la lavadora y se llevó el café a la habitación pequeña del piso de arriba donde había instalado su despacho.
Se puso a corregir exámenes y suspiro cuando se vio obligado a poner un insuficiente más brillantes y perezosos también. Iba a tener que sermonearlo. Mejor no postergarlo, decidió, y escribió debajo de la nota: «Ven a verme después de clase».
Cuando sonó el programador de la lavadora, bajó a poner la ropa húmeda en la secadora y a llenar la lavadora con la siguiente tanda.
De vuelta a su mesa, evaluó las redacciones de sus alumnos. Hizo comentarios, sugerencias, correcciones.
Añadió en rojo unas palabras de ánimo y consejo. Le encantaba ese trabajo: ver cómo sus alumnos usaban la cabeza, organizaban sus pensamientos y creaban su propio mundo.
Cuando terminó con la colada y el trabajo, todavía le quedaba más de una hora para matar el tiempo antes de salir a cenar.
Por entretenerse, se conectó a internet en busca de recetas.
No porque fuera a invitarla a cenar. Solo por si acaso. Si se le iba la olla y decidía seguir los consejos de Bob, le iría bien contar con un plan.
Un guión, por así decirlo.
«Nada demasiado llamativo o complicado -pensó-, porque seguro que meto la pata, pero tampoco demasiado básico o sencillo. Si vas a cocinar para una mujer, ¿no hay que esforzarse un poco y pasar del microondas?>>
Imprimió unas cuantas recetas y se anotó varios posibles menús. Y también vinos. A Pau le gustaba el vino. Él no sabía del tema, pero podía aprender. Cuando terminó, lo metió todo en un archivo.
Probablemente la invitaría a ver una película. A disfrutar de una noche de peli y pizza. Algo informal, sin agobios ni expectativas. Eso era lo que seguramente debería hacer, pensó saliendo del despacho y entrando en su dormitorio para cambiarse de camisa.
Aunque... tampoco estaría mal pensar en comprar unas velas, o quizá unas flores. Miró alrededor y se la imaginó allí mismo. A la luz de las velas. Imaginó que la acostaba en su cama, que la sentía moverse debajo de él, que observaba su rostro iluminado bajo esa luz, que la tocaba, la saboreaba...
-¡Joder! , Tras respirar hondo, Pedro desvió los ojos hacia el gato, que a su vez le sostuvo la mirada.
-Pau tiene razón. El sexo es algo bestial.
****
La casa de Chestnut Lane, con su gran patio y sus árboles crecidos, había sido una de las razones por las que Pedro había abandonado su puesto en Yale. La añoraba (con sus persianas azules, las blancas tablas de madera, el sólido y resistente porche y las altas buhardillas), y también a la gente que la habitaba.
No es que fuera a la casa con mayor asiduidad que cuando vivía y trabajaba en New Haven, pero le satisfacía saber que podía aparecer por allí cuando le apeteciera. Entró en el recibidor y se fijó en que Chauncy, el Cocker spaniel de la familia, estaba aovillado en el sofá del salón.
Tenía prohibido subirse a los muebles, y el animal lo sabía, por eso su mansa expresión y el esperanzado movimiento de su cola fueron su modo de implorarle silencio.
-No he visto nada -susurró Pedro, y siguió su camino hacia la habitación principal y el bullicio. Distinguió el olor del asado de ternera de su madre, oyó las carcajadas de su hermana pequeña y el griterío y las maldiciones acaloradas de los hombres.
«El partido no ha terminado», decidió.
Se detuvo en el umbral para estudiar la escena. Su madre, huesuda, robusta como una roca firme de Nueva Inglaterra, removía el contenido de una olla al fuego mientras Silvia, acodada en el mármol junto a ella, hablaba a mil por hora gesticulando con una copa de vino en la mano. Su hermana mayor, Diana, estaba de pie, con los brazos en jarras, mirando por el ventanal. Observaba a sus dos hijos, abrigados hasta las cejas, deslizarse en un trineo por el patio trasero en pendiente.
En el otro extremo de la barra donde desayunaban, su padre, su cuñado y Nico vociferaban frente al televisor. El fútbol le daba dolor de cabeza o lo adormecía, y por eso
Pedro eligió pasarse al bando de las chicas. Se acercó a su madre por la espalda y le dio un beso en la coronilla.
-Creía que te habías olvidado de nosotros. -Pamela Alfonso le dio a probar una crema de guisantes que hervía a fuego muy lento.
-Tenía que acabar un par de asuntos. Está rica -dijo él tras probar obedientemente la sopa.
-Los niños han preguntado por ti. Imaginaban que te encontrarían en casa y que os daría tiempo de probar los trineos.
El tono de Diana traslucía un leve tono de censura. Pedro, que sabía lo mucho que le gustaba quejarse a su hermana, fue a darle un beso en la mejilla.
--Me alegro de volver a verte.
-Toma un poco de vino, Pedro. -Silvia, detrás de Diana, le dirigió una mirada cómplice-. De todos modos, no podemos comer hasta que haya terminado el partido. Y aún falta mucho.
-En casa no retrasamos una cena familiar por culpa de los deportes -criticó Diana.
Eso explicaba que su cuñado aprovechase las normas más relajadas de los Alfonso, pensó Pedro.
De repente, mientras su madre tarareaba removiendo la crema, los forofos del fútbol americano, como un solo hombre, saltaron de las sillas y del sofá para gritar.
Habían anotado un touchdown.
¿Por qué no te tomas una copita de vino, Di? - Pamela escurrió la cuchara con unos golpecitos y ajustó la intensidad del fuego-. Los niños están bien. Piensa que hace más de diez años que no hemos tenido una avalancha. ¡Mauricio, tu hijo ha llegado!
Mauricio Alfonso alzó un dedo mientras celebraba con el otro puño que el jugador acabara de conseguir un punto extra.
¡Ha sido buena! -Mauricio sonrió a su hijo. Su pálida tez irlandesa, sofocada de alegría, destacaba bajo su pulcra barba plateada-. ¡Los Giants ganan por cinco puntos!
Silvia dio una copa a Pedro.
-Como por aquí lo tenemos todo bajo control, y por allí también controlan -añadió gesticulando hacia los sitios más alejados de la barra-, ¿por qué no te sientas y nos cuentas todo lo que hay que saber de ti y de Paula Chaves?
-¿Paula Chaves? ¿La fotógrafa? ¿De verdaaad? -exclamó Pamela arrastrando la última sílaba.
-Creo que iré a ver cómo acaba el partido.
-Ni pensarlo. -Silvia lo acorraló contra la barra-. He oído decir que alguien os vio a los dos en plan íntimo en el Café de la Amistad.
-Tomamos un café. Y hablamos. Es lo que se hace en el Café de la Amistad.
-Luego alguien me dijo que alguien le había dicho que estuvisteis en Los Sauces en un plan más intimo anoche. ¿Y eso?
«Silvia siempre anda oyendo lo que oyen los demás», pensó Pedro cansinamente. Su hermana era como un radiotransmisor.
-Hemos salido un par de veces.
-¿Estás saliendo con Paula Chaves? -preguntó Pamela.
-Eso parece.
-¿La misma Paula Chaves con quien soñaste durante meses cuando ibas al instituto?
-¿Cómo sabes que yo...? -«Qué imbécil soy>›, pensó. Su madre se enteraba de todo-. Solo fuimos a cenar. No es una noticia de interés nacional.
-Para nosotros, sí -lo corrigió Pamela-. Podías haberla invitado a venir esta noche. Ya sabes que siempre hay comida de sobra.
-Nosotros no... no es... No hemos llegado al punto de cenar en familia. Solo fuimos a cenar. Hemos salido una única vez.
-Dos, si cuentas el café -lo corrigió Silvia-. ¿Volverás a verla?
-Es posible. Puede. -Pedro metió las manos en los bolsillos y se inclinó hacia delante-. No lo sé.
-He oído hablar muy bien de ella, y parece que es muy buena profesional. Si no, no estaría organizando la boda de Silvia.
-¿Verdad que es la hija de Lourdes Chaves? Creo que ahora se llama Barrington.
-No conozco a su madre. Solo fui a cenar con ella.
La noticia había arrancado a Diana de la ventana.
-Es Lourdes Barrington, estoy segura. Su hija es amiga íntima de los Brown, de Emma Grant y de esa otra. Tienen una empresa que organiza bodas.
-Supongo que es ella, sí -reconoció Pedro.
-Lourdes Barrington -pronunció Diana tensando la mandíbula y apretando los labios con el gesto familiar de desaprobación que ya le conocía Pedro-. Es la mujer que tuvo un lío con Stu Gibbons y le destrozó el matrimonio.
-No veo qué culpa tiene la chica de lo que haga su madre-dijo Pamela abriendo el horno para comprobar el asado-. Y fue Stu quien rompió su propio matrimonio.
-He oído decir que obligó a Stu a abandonar a Maureen, y cuando él se negó, fue a contárselo en persona a su mujer. Maureen despellejó vivo a su marido durante el divorcio. No seré yo quien diga nada en contra. Y después, resultó que Lourdes ya no estaba interesada.
-¿Estamos hablando de Paula o de su madre? –preguntó Pamela.
Diana se encogió de hombros.
-Solo digo lo que sé. La gente comenta que siempre anda en la búsqueda de un nuevo marido, sobre todo si está casado con otra.
-Yo no salgo con la madre de Paula -aclaró Pedro con un tono tan calmado y frío que encendió una chispa de indignación en los ojos de Diana.
-¿Y quién ha dicho eso? Aunque ya conoces el refrán: de tal palo, tal astilla. Vale más que andes con cuidado, eso es todo; no vayas a caer en manos de otra Corina Melton.
-Di, ¿por qué tienes que ser tan mala pécora? –preguntó Silvia.
-Ya me callo.
-Buena idea.
Pamela alzo los ojos al techo cuando su hija mayor, airada, fue a apostarse en la ventana.
-Esta de mal humor desde que ha llegado.
-Esta de mal humor desde el día en que nació- murmuró Silvia
-Basta ya. Es una chica muy guapa, si no recuerdo mal. Me refiero a Paula Chaves. Y como decía antes, he oído hablar muy bien de ella. Su madre es una persona problemática, de eso no hay duda. Recuerdo que su padre era encantador, pero que siempre andaba lejos. Se necesita empeño y una gran voluntad para triunfar sin que nadie te haya dado una base para ello.
-No todos tienen la suerte que tuvimos nosotros.
-Tienes toda la razón del mundo Diana, llama a los niños y diles que entren a lavarse las manos. Faltan dos minutos para sentarse a la mesa.
Durante la cena comentaron el partido, la obra de teatro que su sobrina estaba ensayando en la escuela, varios detalles de la boda y las ganas locas que su sobrino tenía de adoptar un cachorro, y al ver el rumbo que tomaba la conversación, Pedro se relajó.
Su relación con Pau, si es que a eso se le podía llamar relación, no se trató en la mesa.
Nico retiro los platos, gesto con el que se había ganado el afecto de Pamela desde su primera cena en familia. Mauricio se retrepó en su silla y, mirando la larga mesa del comedor de invitados a la que estaban sentados, tomó la palabra.
-Tengo que anunciaros una cosa
-¿Vas a regalarme una mascota, abuelo?
Mauricio se acerco a su nieto y le susurro
-Dame más tiempo para convencer a tu madre.- Y volvió a apoyarse en el respaldo-. Vuestra madre y yo celebraremos nuestro aniversario el mes que viene. Ya sabes que sigues siendo mi enamorada -añadió guiñando un ojo a su mujer.
-He pensado que quizá te gustaría celebrar una fiesta intima en el club - empezó a decir Diana.- Solo la familia y los amigos íntimos.
-Buena idea, Diana, pero mi novia y yo vamos a celebrar nuestros treinta y seis años de bendición conyugal en la soleada España. Es decir, si ella accede a ir conmigo.
-¡Mauricio!
-Se que tuvimos que posponer el viaje que habíamos planeado hace un par de años, cuando acepte ser jefe de cirugía. Me he reservado dos semanas en febrero que no son negociables. ¿Qué te parece, cariño? Vayamos a comer paella.
-Dame cinco minutos para hacer la maleta y voy contigo.
-Podéis levantaros todos de la mesa- dijo el padre haciendo una señal a sus hijos
Aquella, pensó Pedro, era otra de las razones por las que había regresado a casa.
La constancia.
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