viernes, 24 de febrero de 2017

CAPITULO 22 (SEGUNDA HISTORIA)




Se puso un vestido con un estampado alegre. Se decidió por un estilo desenfadado, sencillo y bastante dulce combinándolo con un ligero jersey de punto.


Lo que llevaba debajo era letal.


Satisfecha del resultado, giró ante el espejo y se dispuso a echar el último repaso al dormitorio. Velas para que la luz fuera suave y romántica; lirios y rosas para que las flores
desprendieran su romántica fragancia. El reproductor de CD preparado con una música tranquila y suave.


Las almohadas ahuecadas y las cortinas cerradas.


Había creado un reducto femenino de seducción. Un reducto del que se sentía muy orgullosa.


Ahora solo le faltaba el hombre.


Bajó al piso inferior para comprobar que allí también estuviera todo listo: vino, copas, velas y flores. Sin olvidar la música, baja, pero con un ritmo más marcado que la que los
esperaba arriba. Conectó el aparato, ajustó el volumen y empezó a encender las velas que había distribuido por la sala.


Pensó que beberían vino y charlarían.


Luego cenarían y seguirían conversando.


Nunca les había costado conversar. Aunque conocieran el rumbo que iba a tomar la noche (o quizá porque ya lo sabían), podrían hablar, relajarse y disfrutar mutuamente de la compañía antes de que...


Giró en redondo, hecha un manojo de nervios, al oír que la puerta se abría. Era Laura.— Hola, Pau. ¿Puedes arreglarme un par de...? —Laura se detuvo en seco y arqueó las cejas al ver la sala—. Tienes una cita. Tienes una cita sexual.


—¿Qué? ¿A ti qué te pasa? ¿De dónde sacas que...?


—¿Cuánto tiempo hace que te conozco?¿Desde siempre? Has puesto velas nuevas, y suena música para los prolegómenos.


—Pongo velas nuevas continuamente, y además resulta que me gusta esta música.


—Déjame ver la ropa interior que llevas puesta.


Paula ahogó una carcajada.


—No. ¿Qué querías que te arreglara?


—Eso puede esperar. Te apuesto veinte dólares a que llevas ropa interior sexy. — Laura se acercó a ella con decisión y empezó a tirar de su vestido... hasta que su amiga la paró de un manotazo.


—Basta, quieta.


—Te has dado un baño de espuma en plan «Esta es la noche» —dijo Laura olisqueándola—. Se huele de lejos.


—¿Y qué? Tengo citas a menudo. Y a veces son sexuales. Soy una mujer adulta. No es culpa mía que no hayas practicado el sexo desde hace seis meses.


—Cinco meses, dos semanas y tres días. Y eso que no lo cuento. —Laura se quedó callada, y entonces suspiró profundamente—. Tienes una cita sexual con Pedro.


—Basta. ¿Quieres parar? Me va a dar un telele.


¿Cuándo llega? ¿Cuál es el plan?


—Pronto, y el plan, todavía lo estoy montando. Lo que te aseguro es que tú no estás incluida. En absoluto. Así que largo.


Sin hacer caso de la orden, Laura se cruzó de brazos.


—¿Vas con la lencería blanca en plan «soy una niña buena, aunque puedo ser mala» o con la negra de «esto es lo único que llevo, arráncamelo, grandullón»? Necesito saberlo.


Paula alzó la vista al cielo.


—Llevo el conjunto rojo con rosas negras.


Voy a llamar a urgencias. Si mañana sigues entera, ¿podrás prepararme tres mini arreglos? Una combinación primaveral. Tengo una consulta y unas florecillas de primavera darán el tono que creo que desea la clienta.


—Claro. Vete a casa.


—Ya me voy, ya me voy.


—Irás a ver a Maca para contárselo primero, y luego, cuando estés en casa, se lo dirás a Carla.


Laura se detuvo en la puerta y se apartó un mechón que le caía sobre la mejilla.


—No sé... pero le pediré a la señora Grady que nos haga unos buñuelos para desayunar. Así recargaremos las pilas mientras nos das todos los detalles.


—Mañana tengo un día muy ocupado.


—Yo también. Si puedes, quedamos a las siete de la mañana. Desayuno y resumen sexual. Buena suerte esta noche.


Resignada, Paula dejó escapar un suspiro y decidió que no esperaría a que llegara Pedro para tomarse una copa de vino. El problema de las amigas, pensó mientras iba a
la cocina, era que te conocían demasiado bien.


Cita sexual, música para los prolegómenos y lencería sexy. 


No había secreto que valiera entre...


Y entonces se quedó helada, botella en mano. Pedro era amigo suyo. Pedro también la conocía muy bien. ¿No pensaría que...? ¿Y si...?


—¡Oh, mierda!


Se sirvió una generosa copa de vino y, antes de poder tomar el primer sorbo, oyó que alguien llamaba a la puerta.


—Demasiado tarde —murmuró—. Demasiado tarde para cambiar nada. Ha llegado el momento de descubrir lo que va a pasar, y de asumirlo.


Dejó el vino y fue a abrir.


Notó que él también se había cambiado.


Llevaba unos pantalones de algodón en lugar de los tejanos y una camisa almidonada en lugar de una de chambray. En las manos, una gran bolsa del restaurante chino favorito de ella y una botella del cabernet que más le gustaba.


Qué mono, pensó. Sin duda era otra de las ventajas de ser amigos.


—Cuando dijiste que traerías la cena, lo decías en serio —comentó ella tomando la bolsa—. Gracias.


—Sé que te gusta picar un poco de todo, que en general es muy poco. Por eso me he decantado por un surtido. —La tomó por la nuca y se inclinó para besarla—. Hola.


—Hola. Acabo de servirme una copa de vino. ¿Quieres que te sirva una a ti?


—Me parece bien. ¿Cómo va el trabajo? —preguntó Pedro siguiéndola a la cocina—. Estabas hasta las cejas hace unas horas.


—Ya hemos terminado. Los próximos días serán un no parar, pero también lo superaremos. —Paula sirvió una segunda copa y se la ofreció—. ¿Qué tal tu cocina de
verano?


—Dará la nota. No sé si los clientes la aprovecharán demasiado, pero será fantástica. Tengo que hablar contigo de las obras de tu casa, de la segunda cámara frigorífica. Antes, viniendo hacia aquí, he dejado unos dibujos preliminares en casa de Carla sobre las reformas que ha propuesto, y los planos de Maca están terminados. Después de haber visto la cámara que tienes, es fácil comprender por qué necesitas otra. Me gusta tu vestido.


—Gracias. —Paula dio un sorbo de vino sosteniéndole la mirada—. Supongo que tendremos que hablar de otras cosas.


—¿Por dónde quieres empezar?


—No dejo de pensar que son demasiadas, pero me he dado cuenta de que, en realidad, se resumen en dos, y que las dos surgen de lo mismo, de que somos amigos. Porque somos amigos, ¿verdad, Pedro?


—Somos amigos, Paula.


—En primer lugar, creo que los amigos tendrían que decirse la verdad. Ser sinceros. Si tras esta noche nos damos cuenta de que no ha ido como esperábamos, o si alguno de los dos siente que sí, ha estado bien, pero la historia se ha acabado, tendríamos que ser capaces de decirlo. Sin resentimientos.


Razonable, directa, sin trampa ni cartón.


Perfecta.


—Por mí, ningún inconveniente.


—En segundo lugar, tendremos que seguir siendo amigos. —Paula lo observaba y, mientras hablaba, la preocupación asomaba a sus palabras—. Es lo más importante. Pase lo que pase, salga como salga, hemos de prometernos que continuaremos siendo amigos. No solo por el bien de los dos, sino por el de todos nuestros amigos. Aunque digamos que solo se trata de sexo, Pedro, el sexo no es una tontería. O no tendría que serlo. Tú y yo nos gustamos. Nos importamos. Y no quiero que eso cambie por nada del mundo.


Pedro le acarició el pelo.


—¿Juramento de sangre o palabra de honor? —preguntó haciéndole reír—. Te lo prometo, Paula, porque tienes razón. Amigos. —Se inclinó para besarla en ambas mejillas y luego le rozó los labios con la boca.


—Amigos. —Ella repitió su mismo gesto y se quedaron el uno frente al otro, mirándose, separados apenas por su aliento—. Pedro, ¿cómo es posible que no lo hayamos
hecho hasta hoy?


—No tengo ni idea. —Volvió a rozarle los labios y la tomó de la mano—. Estábamos en la playa —empezó a contarle él mientras subían por la escalera.


—¿Qué?


—Habíamos ido a la playa a pasar una semana. Todos juntos. Un amigo de Dani nos prestó su casa de los Hamptons; supongo que sería de sus padres. Fue el verano antes de que montarais la empresa.


—Sí, lo recuerdo. Lo pasamos muy bien.


—Una mañana, muy temprano, no podía dormir y bajé a la playa. Y entonces te vi. Durante un minuto, un par de segundos en realidad, no me di cuenta de que eras tú.
Llevabas una especie de pareo de muchos colores, de colores intensos, atado a la cintura, y se te movía al caminar. Debajo llevabas un bañador rojo.


—Tú... —Paula tuvo que reprimir un suspiro—. ¿Recuerdas lo que llevaba puesto?


—Sí. Y recuerdo que tenías el pelo más largo que ahora, que te llegaba a media espalda. Tus indomables rizos al viento. Los pies, descalzos. La piel dorada, los colores salvajes, los rizos sueltos. Se me paró el corazón. Pensé que eras la mujer más bella que había visto jamás. Y quise tener a esa mujer, de un modo como jamás he deseado a ninguna otra. —Pedro se detuvo y se volvió un poco. Ella no podía apartar los ojos de él—. Entonces me di cuenta de que eras tú. Caminabas por la playa y la espuma de las olas se arremolinaba en torno a tus pies descalzos, a tus tobillos y pantorrillas. Y te deseé. Pensé que iba a perder la cabeza.


Paula comprendió que no podría aguantar la respiración durante más tiempo, que no sería capaz de pensar, ni siquiera de desear pensar.


—Si te hubieras acercado a mí y me hubieras mirado como me estás mirando ahora, habría sido tuya.


—Ha valido la pena esperar. —Pedro le dio un beso largo e intenso, recreándose, y luego entraron en el dormitorio—. Qué bonito —comentó él al fijarse en las flores y las velas.


—Hasta los amigos tendrían que juguetear un poco, me parece a mí. — Pensando que eso la tranquilizaría y crearía un ambiente más íntimo, empezó a encender las velas.


—Mejor aún —comentó Pedro cuando ella puso música.


Paula se volvió hacia él desde el otro extremo de la habitación.


—Seré sincera contigo, Pedro, como te he prometido. Tengo debilidad por las historias de amor, por los rituales y los gestos. Aunque también tengo debilidad por la pasión, una
pasión fulminante y loca. Quiero tenerte de las dos maneras. Esta noche puedes hacerme tuya, de la manera que quieras.


Pedro se quedó prendado de las palabras que Paula acababa de pronunciar, de pie y a la luz de las velas.


Se acercó a ella, y ella a él, hasta que los dos estuvieron en el centro de la habitación.


Pedro ensortijó los dedos en su cabello para apartárselo de la cara, y acercó lentamente los labios a su boca. Esa noche haría todo lo que estuviera en su mano para explotar al máximo sus debilidades.


Paula se abandonó, su cuerpo se rindió dulcemente al beso. 


La calidez fue cobrando terreno, el deseo quedó velado por la anticipación. Cuando la cogió en brazos para llevarla a la cama, sus oscuros ojos se tornaron soñolientos.


—Quiero tocarte entera, donde siempre he soñado. —Deslizó lentamente la mano bajo su vestido y recorrió su muslo—. Por todas partes. 


Volvió a besarla, sintiendo crecer el ansia, el instinto posesivo, mientras posaba los dedos sobre su piel, sobre el encaje que apenas la cubría. Paula se arqueó en contacto con él, ofreciéndose.


Pedro recorrió su garganta con los labios, susurrándole, mientras le quitaba el jersey. Y con un gesto rápido y brusco, le dio la vuelta e insinuó un mordisco en su hombro. Cuando se puso a horcajadas sobre ella para bajarle la cremallera del vestido, Paula giró la cabeza.


Su sonrisa ocultaba muchos secretos.


—¿Necesitas ayuda?


—Creo que podré solo.


—Eso parece. En esta postura no voy a poder, así que quítate tú la camisa.


Pedro se desabrochó y se la quitó por la cabeza mientras ella lo contemplaba.


—Siempre me ha gustado verte sin camisa cuando rondabas por aquí en verano. Pero esto todavía me gusta más. —Paula se dio la vuelta—. Desvísteme, Pedro, y tócame. Tócame entera.


Se movía debajo de él, caprichosa y perezosa, mientras él le quitaba el vestido por arriba, y sintió la comezón del placer cuando le recorrió el cuerpo con la mirada.


—Eres espectacular. —Rozó las puntas de encaje rojo, los diminutos pétalos negros —. Esto puede llevarnos un rato.


—No hay prisa.


Pedro volvió a acercar sus labios y Paula paladeó la sensación de ser explorada.


Centímetro a centímetro, le había dicho él, y estaba siendo un hombre de palabra. Pedro palpó, saboreó y se recreó hasta que los estremecimientos de ella devinieron temblores
y el perfume del aire se enrareció.


Unas curvas generosas, la piel dorada a la luz de las velas, el pelo desparramado en exuberantes rizos de seda negra... 


Siempre había creído que era preciosa, pero esa noche
Paula era un manjar con el que esperaba darse un magnífico festín.


Cada vez que regresaba a esos labios suaves y fastuosos, ella se entregaba un poco más. La instó a erguirse, despacio, muy despacio, y notó cómo se elevaba para
derrumbarse luego.


La embargó una sensación dulce, excitante y fantástica.


—Ahora me toca a mí. —Paula se enderezó, le pasó las manos por la nuca y presionó sus labios contra su boca. Se movió y se apartó un poco de él.


Ahora era ella la que exploraba sus fuertes hombros, el pecho duro y el vientre firme, y la que le bajaba la cremallera para liberarlo.


—Vale más que...


—Yo me ocupo.


Paula sacó un preservativo de la mesilla de noche y se demoró complaciéndolo antes de colocarle la protección. 


Con los labios y las manos le puso en tensión cada músculo del cuerpo hasta que él la agarró por el pelo y le hizo incorporarse.


—Ahora.


—Ahora.


Paula se escurrió hacia abajo y se arqueó para que la penetrara.


Un estremecimiento le recorrió el cuerpo, intenso, afilado como el metal, y notó que la sangre le bullía al empezar a moverse.


Despacio, para exprimir a fondo el placer, y con los ojos fijos en él.


La agarró por las caderas, debatiéndose por permitir que fuera ella quien imprimiera un ritmo torturador. Cuando Paula dejó caer las manos en glorioso abandono, la visión de esa mujer casi le dolió. Su piel resplandecía, como polvillo dorado que hubiese prendido en llamas, y sus ojos oscuros de terciopelo brillaban en la oscilante luz. A Pedro el pulso le latía con furia mientras ella se procuraba placer y, cerrando los puños en torno a él, se estremecía al traspasar el límite.


Pedro, incorporándose un poco, la instó a recostarse de espaldas. Paula ahogó un quejido, y él le levantó las rodillas.


—Ha llegado mi turno.


Olvidó el control.


Del placer soñoliento y centelleante pasó al frenesí. Paula gritó de la impresión mientras él la guiaba con unas sacudidas fuertes y rápidas. Perdida, impactada, satisfizo la irracional exigencia acompasando el ritmo.


El orgasmo la asaltó y la colmó, y luego la dejó extenuada.


Se quedó indefensa, y solo acertó a estremecerse cuando él, sin detenerse, llegó al orgasmo.


Luego Pedro se abandonó, deshecho.


Sintió que ella temblaba debajo, el corazón latiéndole a golpes de martillo, y que, con todo, todavía reunía fuerzas para acariciarle la espalda en un gesto de cariño, muy propio de ella.


Pedro cerró los ojos durante un instante.


Había perdido el sentido, probablemente había perdido la cabeza. Siguió echado, respirando su aroma, absorbiendo la manera en que el cuerpo de ella, completamente relajado ya, se acoplaba debajo del suyo.


—Bien, como hemos prometido que seríamos sinceros, tengo que decirte que no he estado a la altura —aclaró Pedro.


Paula, que seguía debajo, rió y le pellizcó el trasero.


—Sí, es una vergüenza. Supongo que no hay química entre los dos.


Pedro sonrió y levantó la cabeza.


—De química, nada. Por eso hemos hecho saltar el laboratorio.


—A la porra el laboratorio. Hemos arrasado el edificio. —Paula suspiró profundamente, recreándose en el suspiro, y
recorrió el cuerpo de él con las manos—. Tienes un culo precioso, si me permites el comentario.


—Te lo permito, y tengo que decirte, cariño, que tú también.


Paula le sonrió.


—Mira cómo estamos.


Él la besó con suavidad, y luego con cariño.— ¿Tienes hambre? Yo me muero de hambre. ¿Te apetece una cena fría china?


—Me apetece muchísimo.






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